Dos palabras tiñen la calurosa tarde de domingo en el Club Social Atlético Pueyrredón: línea y bingo. Suenan sobre la cancha de fútbol, que varias veces a la semana hace de pista de patín. La coreografía de abanicos de papel, cartón y gorras sale perfecta desde cada una de las más de veinte mesas repartidas para jugar. Hay ansiedad. Más de 150 vecinos, la mayoría burzaquenses, como se conoce a quienes viven en Burzaco, se dieron cita en “su” club. El que defienden. El que cuidan. El que necesita una mano y por el que no dudaron en estar.

Todos acudieron al llamado. Ingresaron por la única entrada sobre Prilidiano Pueyrredón y caminaron por el pequeño hall. Desde allí, observaron un ambiente que es una institución en sí misma dentro de muchos clubes de barrio. En el Pueyrredón no es la excepción. Se trata del buffet. No de la cocina, bar o restaurante. Que a nadie se le ocurra decir pub. En un club se llama buffet. A veces cantina, pero casi siempre buffet, porque un club nace y se nutre de tradiciones.

Pasado el umbral, se sale a la canchita abierta. La de los alambrados doblados por los pelotazos. La que te recibe con pibes y pibas corriendo hacia alguno de los arcos. Corren, con o sin pelota. Por donde se mire las paredes del Pueyrre, como se lo conoce en sus pasillos y la cuadra, se visten de azul y amarillo. Popular, ante todo.

Si se sigue el alambrado hacia la derecha, se llega a una puerta celeste oscuro. Ahí está la cancha techada. Ahí están los padres, madres, hijos, hijas, abuelos, abuelas, tíos, tías, primos, primas, amigos, amigas, sobrinos, sobrinas. Cada uno con más de una tira de cartones en la mano. Muchas remeras del club. Mucho color del club. Todos sentados, con algunos chiquitos corriendo por los pasillos que quedaron. Sobre el lateral, a mitad de cancha, parte de la Comisión Directiva alista el bolillero. También el micrófono y el parlante, que serán protagonistas de la tarde.

La mayoría llegó comido. Almorzó y se fue para el club. Organizó la casa, la familia y el viaje y arrancó. Pasaditas las tres de la tarde, ya volaban saludos y chistes entre todas las mesas. Ante todo, risas y algunas chicanas. Algunos panes dulces también, y es que ya se asoman días navideños.

Lo que no había, por más que uno buscara, era algún cartel pidiendo por las SAD. Extrañamente, ninguno pedía por el arribo de los capitales privados que fortalezcan desde el mercado una institución deportiva con ansias de crecer. Nada de eso. Capaz alguno lo pensaba, pero nadie lo dijo. Quizás estaba oculto, pero no se escuchaba.

Puede ser que alguno lo haya dicho en voz baja. Por ahí, alguno hizo la de arrimarse a la oreja del que tenía al lado y tirara un “por qué no buscamos que se instale un Mega Sport Magic Center Gym y nos evitamos esto de estar chivando”. El calor era duro bajo las chapas del tinglado que cubre la cancha. O que cubre a medias, porque el bingo se convocó para juntar la plata que permita arreglarle las filtraciones.

Ninguno esperó el ordenamiento del mercado. Seguro esperaron el bondi, el tren y algunos el cabi, pero ninguno al mercado. Algunos caminaron un par de cuadras. Otros sacaron el auto. Y otros, como Julián de Escalada o Daniela y Pablo de Banfield, metieron alguna combinación. Se armaron una tarde de domingo en familia con cita en el Pueyrredón. Se compraron unos cartones para bancar al club y llevar a Tiziano a jugar con su prima Emilia que practica patín.

Por ahí el mercado estaba por llegar. No se sabe. Por ahí pecaron todos de ansiosos. ¿Se manijearon? Se desconoce. Igual, nadie lo tiró sobre la mesa. Antes que pedir por el mercado, muchos pedían biromes. O fibras. O lo que permita tachar los números que se iban cantando. Es que había varios con poca experiencia de bingo, pero con mucha voluntad de sumar.

Si buscabas por las paredes, tampoco había nada. Entre las banderas de las distintas categorías de fútbol y la de patín, se veían pintadas del Municipio de Almirante Brown y su intendente Mariano Cascallares. No había un trapo que dijera “Gracias amigo mercado por cambiarnos la vida”.

Entre las camisetas, los tatuajes y los peinados, no aparecía nada en homenaje al mercado. Raro. Tampoco le dedicaron una canción o un aplauso, como sí los recibió el DJ que condujo el canto y el baile del entretiempo entre bingo y bingo. Desde Nino Bravo hasta cuarteto, todo sonó en el Pueyrre. Por alguna razón que todavía se desconoce, nadie habló de Murray Rothbard. Puede que sea jodido para rimar, aunque el folklore de una hinchada le puede encontrar lugar a todos. Pero acá no pasó.

Había un espíritu de abrazo. Un clima de estar en casa. Nada era anormal. Ni el calor, ni el barullo, ni los gritos, ni que sea un bingo a las cuatro de la tarde de un domingo en Burzaco. Todo lo que sucedía era, para todos, lo que debía suceder. Lo que sienten. Lo que quieren que no se pierda. Era lo que quieren que mejore, sabiendo que la mejora llega desde la organización. 

Mucho tereré y algún mate perdido. Galletitas varias junto a las medialunas que empezaron a llegar del buffet. Los premios de órdenes de compra, mochilas y bolsos. No era timba, era un juego para poner un mango. Para algunos, la merienda era pan y agua, pero revisaron varias veces las carteras y billeteras para ver si podían comprar un cartoncito más y tener sumar una otra chance de llevarse algo.

Viéndolo a lo lejos, la intención no era tener una chance para la propia. Lo que buscaban, era que el club tuviera una oportunidad más. La posibilidad de seguir estando y cuidando. Porque ninguna de las bolillas dijo “mercado”. El mercado nunca llegó. Tampoco devolvió a nadie a su casa. Todos volvieron a pasar por el hall frente al buffet, se gastaron un poquito por cómo les fue en el bingo, y conversaban sobre qué día de la semana los iba a encontrar, nuevamente, en su club de barrio.