La Universidad de Belgrano celebra en su fachada con el lema “60 años formando ciudadanos del mundo”. En la puerta, el típico bus londinense de dos pisos ya advierte que el cosmopolitismo es más bien un viejo vehículo anglosajón. Nuestra felicitación por el aniversario, y el pésame por la reciente partida de su fundador.
Su más ilustre egresado pasó a ser Milei, por el simple mérito de haber llegado a presidente de la Nación. Una universidad privada es libre de elegir su perfil, el problema es cuando ese enfoque cosmopolita se hace política de Estado para torcer el destino del país. La única soberanía que reconoce el gobierno actual es la del consumidor. A contramano de EE.UU., donde Trump amenazó con aranceles de 100%, Argentina sacrifica de forma boba a su industria en el altar profano del comercio internacional.
No existen ciudadanos del mundo, la ciudadanía está ligada a una sociedad en particular. Desde la modernidad, esos vínculos están pautados celosamente por el Estado Nación. Con el capitalismo más globalizado, donde mercancías y capitales fluyen libremente por la orbe, la fuerza de trabajo encuentra límites cruentos para su movilidad. Cuando David Ricardo tuvo que bajar el costo salarial para Inglaterra no propuso la libre movilidad de trabajadores, sino la libre importación de alimentos. Los países centrales buscan abaratar los costos de sus empresas, tratando de no perjudicar los salarios, y no arriesgar la tolerancia social al régimen.
Marx tuvo que escarbar prolijamente adentro del salario para ver por dónde se filtraba la plusvalía, sin violar la ley del valor. En cambio, en la periferia se viola todo. La población excedente (respecto a las fuerzas productivas acotadas por la dependencia) garantiza que no se cumpla la “ley de hierro del salario”: estos pueden estar por debajo de lo necesario.
Así nos encontramos con salarios promedios inferiores a la línea de pobreza, o con los indicadores pop de organismos internacionales y ONGs que cada tanto nos recuerdan cuántas personas en el mundo viven “con menos de dos dólares por día”.
Abundan las comparaciones de cuánto sale un bien acá o en el exterior. Rara vez superan un porcentaje módico, la mayoría de las veces debido al cambio. La grieta está en los salarios. En los países centrales suelen ser de dos a tres veces superiores. Ese es el precio relativo que vino a profundizar la política de Milei.
Disimula con ataques de populismo de derecha, al habilitar que se les cobre a los inmigrantes el uso de los hospitales públicos y universidades. Medida ingrata con la tradición argentina, con el credo liberal, y sobre todo ingrata con los inmigrantes que pagan impuestos cuando consumen y cuando trabajan, ya sea levantando nuestras viviendas o atendiéndonos en las guardias de los hospitales, gracias a nuestras universidades públicas. Son trabajadores argentinos. No se los ataca por extranjeros, sino por trabajadores. Spoiler alert: con Milei el fin de la gratuidad nos espera a todos.