“Somos amigos de la desconfianza: No queremos/ dejarnos engañar. Que nosotros no queremos engañar a nadie,/ esto es lo que se debe creer de nosotros; de esto/ debemos persuadir solamente a todo el mundo”. F. Nietzsche.

Enrico sentía siempre la sensación de estar de más. Se había acostumbrado y la combatía acomodándose hasta donde le era tolerable, a la experiencia de los que lo rodeaban. Muchas veces había tratado de comprender de dónde provenía, si era de su barrio original, la sexta que abandonó cuando su madre se trasladó a la casa de sus abuelos, en Pellegrini o simplemente la singularidad que va surgiendo en la medida que uno se introduce en el decurso vacilante de las vivencias.

Rodeado de un medio muy diferente, Enrico imitaba las acciones de los otros hasta que finalmente las incorporaba como si en vez de ser accidentales, se tornaran esenciales. En vez de ser circunstancias, fueran propiedades, atributos del ser. Por supuesto, esa actitud contrariaba toda aspiración a la excelencia y si para algo en especial hubiera estado dotado, esta se habría extinguido ante la rígida convicción de incapacidad que Enrico detentaba. 

En efecto, hasta le sonaba extraña la atribución que a veces le hacían de razonable, puesto que el mundo le parecía conceptualmente un tembladeral de concepciones que para colmo no eran reformuladas. Pero cuando conoció a Teófilo creyó que podía asimilarse a su forma de encarar el mundo y llegó a considerar una convicción religiosa que durante un cierto tiempo siguió con una conducta rigurosa, hasta que un día, al ayudar la misa de las once, que oficiaba el padre párroco, esté abriendo una de las puertas laterales de la sacristía para enseñarle el templo lleno de gente le dijo: ¿Ves toda esta gente? Ninguno es creyente sólo están aquí para sostener y consolar la apariencia de sus vidas.

Enrico no lo entendió hasta muchos años más tarde, cuando comprobó que casi nadie vivía de acuerdos a sus convicciones. Yo tampoco, se dijo, pero ya no apelaré a la absurda confesión en un confesionario y así como había sido adicto al estudio de la teología, ahora se había convertido en un adicto a la lectura y cada vez que podía se hacía la rabona para pasarse las horas de clase en la biblioteca del barrio. 

En vez de adaptarse a las costumbre de los otros, adoptó la vivencia que le brindaba los libros y a la vez el criterio de que la cultura de un hombre debe comenzar con la historia del lugar que ocupa en su ciudad a la que amaba profundamente. Inevitablemente leyó acerca de un tal Penina, el primer anarquista fusilado en la argentina y al cabo de numerosas lecturas y elucubraciones tomó conciencia de la radical extrañeza que lo separaba del poder y se convirtió al anarquismo, no como un mero movimiento político sino como una forma de vida, lo más genuinamente posible.

Seguramente Enrico entendía que el tipo de político hasta el presente es algo enfermizo del que es preciso tomar distancia; en vez de elevarse a sí mismo junto a los demás hombres siempre se extravían como si respondieran a un instinto degenerado y al mismo tiempo seductor para los muy vanidosos. 

Y para colmo siempre atiborrado de segundas intenciones, porque, más allá de la vanidad, e incluso oscuros resentimientos, ocultan una satisfacción interior en su voluntad de dominio ya sea la generalización brutal de su experiencia sensible elevando una esvástica o una motosierra al carácter de un símbolo y la rigidez de las formulas económicas que favorecen una minoría selecta al modo de los Dux de Venecia y los Shylock dispuestos a cobrar su libra de carne.

Al presente solo hablaba de estas cosas con su amigo Teófilo quien, como buen cristiano, las toleraba sin compartirlas, inmerso como estaba en su creencia en la otra vida y la oposición metafísica de bien y mal y la consecuencia burguesa de castigo y recompensa. De lo que no se daban cuenta pese a la intensa amistad que sostenían, era que lo que pensaban los iba distanciando, ya que ambos eran fieles a sus principios tal como un soldado a su consigna. 

Pero el que menos se daba cuenta de hacia dónde se dirigían era Enrico, porque esa benevolencia, esa compasividad de Teófilo que al principio lo hacía sentirse bien, comenzó a resquebrajarse, mostrándole lo que para él era esforzado y por lo tanto un ámbito falso que gravaba de cierta comodidad negligente y a la vez melancólica. 

 Por consiguiente y a su pesar, comenzó a sentir cuan débil era Teófilo, a pesar de su actitud y su apariencia. De lo que no se dio cuenta fue de que ese sentimiento no le pasó desapercibido a Teófilo y lo puso tan fuera de sí, lo desencajó hasta tal punto, que no tardaron en llegar minuciosamente a la afrenta, sin comprender la arena movediza que ocultaba su arrogancia bajo una superficie amable y ligeramente azulada.

En una discusión acerca de las finalidades de las guerras, donde Enrico pretextaba una finalidad siempre económica, Teodoro sostenía los valores de las democracia con palabras como libertad, justicia, que justificaba a los aliados, mientras que Enrico citaba la rebelión de las colonias, china, India, Argelia, armenia, frente a sus colonizadores, criticando toda veneración y exaltando una revisión de los valores y una decisión: Ni Dios ni amo. 

Teodoro enfureció y junto al insulto de ignorante, que tal vez ocultaba el de blasfemo, le arrojó un puñetazo que hizo caer de espalda a Enrico. Ambos se trenzaron en una pelea que no escatimaba imprecación tras imprecación, golpe tras golpe. Enrico con el labio ensangrentado sonrió y expectó una frase que paralizó a Teodoro: ¡Ha Aliosha Karamazov. Tú también tienes el demonio en el cuerpo!

Teodoro se fue todo contraído y Enrico sintió que había obtenido la victoria. Sin embargo, sin saberlo había quedado estigmatizado internamente por la palabra ignorancia. Teodoro comprendió que más allá de sus razones se encontraba un odio irracional que tanto detestaba. Nunca más volvieron a juntarse y al tiempo, Teodoro, cuya familia era de la alta burguesía, decidió mudarse a un edificio de lujo en San Martín entre Gaboto y Garay y así dejaron de verse.

 

Muchos años después se encontraron de casualidad en una de las esquina de la peatonal y en otra oportunidad a la salida de uno de los cines del Centro. Pero apenas intercambiaron unas palabras de indiferente cordialidad y rehuyeron la posibilidad de compartir un café en las inmediaciones. 

Teodoro sintió que su mundo no era el que había pretendido y Enrico se alejó pensando que el destino suele disponer las cosas con excesiva malicia, como si el mundo fuese un incomprensible libro infinito lleno de falsos sentidos y cambiantes malversaciones.