Desde la temprana dinastía Han --siglo II a.C-- en China se escribieron manuales de sexualidad centrados en el cruce entre las dos energías complementarias del Tao y el sexo, cuyo resultado son la vitalidad y la longevidad de los amantes. Para la China milenaria el sexo es salud en un sentido literal. Eran entonces libros medicinales escritos en un frío tono científico.
El libro de la preservación de la vida explica la técnica para que el hombre absorba esencia yin: “Empezará controlando su respiración para no eyacular cuando la mujer esté a punto de alcanzar el orgasmo y una fresca saliva invada su boca. El hombre sabrá que la esencia yin de la mujer empieza a circular en la parte superior del cuerpo y en la inferior, donde las secreciones vaginales serán abundantes. Entonces succionará la lengua de la mujer, al tiempo que introduce los dedos por el lateral derecho en la boca de ella. Sorprendida y un poco asustada, la mujer secretará un excedente de esencia vital que el hombre se tragará cuanto antes. Éste hundirá su tallo de jade en ella y absorberá la esencia yin, haciendo que brote como si fuese agua. La esencia vital bebida de la boca de la mujer se llama 'agua del lago celeste'; la succionada de los pechos, 'licor del cielo anterior'; y de la vagina, 'licor del cielo posterior'. El hombre que absorba los tres licores será presa de una sensación de ebriedad; y si no se segregara yin, esperará a que ella alcance el orgasmo para succionarle la lengua de forma insistente. Entonces retirará su tallo de jade”.
En el libro Tao Te Ching --El camino de la virtud-- Lao Tze plantea que la vida, la naturaleza y el cosmos, brotan de la dinámica entre fuerzas --yin y yang-- que se alimentan del chi. Esta es la energía primordial que fluye del Tao creando el mundo en permanente mutación: lo estático es percibido por los chinos como algo muerto.
El I Ching --Libro de las mutaciones-- propone que “la creación incesante es lo que llamamos mutación”. El mundo no fue creado: se está fundando todo el tiempo. No tiene comienzo ni fin. La filosofía china --término que englobaba la religión, la política y la ética-- carece de un Génesis y un Apocalipsis: el tiempo es cíclico como la naturaleza. Y si ese proceso se detiene, todo desaparecería. Para el judeo-cristianismo el mundo fue creado por Dios: hay un día “uno” de la existencia. El I Ching dice: “La vocación suprema del cielo y la tierra es el matrimonio. Si el cielo y la tierra no se unen, la proliferación de seres no tendrá lugar”.
Esa abstracción que es el Tao --un vacío que emite energía-- explica la realidad a partir de la idea de la reproducción: el mundo se está regenerando a través del encuentro de las energías del cielo y la tierra. El cielo es yang (macho) y la tierra es yin (hembra). La creación ininterrumpida implica un movimiento incesante, un ida y vuelta entre dos fuerzas que también son sexuales. Todo lo existente parte de la dualidad del Tao que lo atraviesa todo, incluyendo la unión hombre- mujer para procrear. La relación entre sexo y Tao es directa y primordial.
El rasgo más propio con que los chinos conciben su sexualidad es el intercambio de energías. La dualidad de lo uno es la idea central del tao, representada en el símbolo del ying y yang: hay dos principios que parecen contrarios pero se complementan y dependen del otro para su existencia. No captaremos la complejidad del entorno sin considerar el contrario de cada cosa. Todo tiene dos caras, aunque a simple vista se vea una. El yin es el aspecto oscuro de las cosas, lo negro, pasivo, húmedo, femenino, la luna, la muerte. El yang es el blanco, el sol, lo activo, lo seco, el principio masculino, la vida. Esta dualidad de la unidad es opuesta al binarismo a veces simplón del esencialismo aristotélico y su principio de no contradicción, que aplicado como dogma clasificatorio, puede hacer que la realidad no encaje en las categorías.
El pensamiento chino antiguo es no-binario. Hace 5000 años descubrió que la realidad no es blanco o negro, sino blanco y negro: polos que se atraen, un gris cambiante en infinitos matices. Le dan sentido a la realidad a partir de binomios en interacción. En el diagrama cósmico chino, un puntito negro entra al lado blanco y viceversa: el yang tiene un componente yin. Y el yin, otro yang. Hay una semilla de lo otro en lo uno. El hombre tiene un elemento femenino, menos pronunciado. Y cada mujer, otro masculino. Occidente está descubriendo esto en el siglo XXI. No es extraño que en la antigua China la homosexualidad fuese parte de la normalidad.
En la dinastía Han, el emperador Aidi se enamoró locamente del joven Dong Xiang y quiso cederle el trono. Un día se cortó una manga del traje imperial porque quedó atrapada bajo su mancebo dormido. Y exigió una tumba para su amado cercana la suya. El emperador Cheng se enamoró de Zhang Fang, mientras los aristócratas lo calumniaban por su gusto hacia los jóvenes. La emperatriz hizo exiliar a Zhang Fang y Cheng le escribió cartas hasta su muerte. Mientras en China la sexualidad era una sola --ni homo ni hetero-- la Edad Media europea quemaba vivos a los homosexuales. Salvo en la última dinastía --la Qing que era manchú-- en China la sexualidad no se ocultó o reprimió, ni en la corte ni en el pueblo.
La sexualidad del soberano era cuestión de Estado. Emperador y emperatriz debían estar en armonía: eran el elemento positivo y negativo del reino. Si esa unión se dislocaba, los efectos se reflejarían en sequías, inundaciones o invasiones. El emperador --el Hijo del cielo-- poseía la mayor cantidad de te (virtud) y necesitaba muchas esposas para nutrirla mediante el contacto sexual: 3 consortes, 9 esposas de segundo rango, 27 de tercer rango y 81 concubinas. Primero debía copular con las de menor rango, siempre sin eyacular. Luego iba subiendo en el escalafón, acaso varias por día. Con la reina tenía un coito al mes, cuando hubiese acumulado mucha energía yin de otras mujeres, manteniendo a la vez su energía yang al no haber eyaculado. Aumentada al máximo su fuerza vital con yin y yang, concebiría un hijo muy sano, fuerte, inteligente y bello.
Los médicos chinos creían que la cantidad de esperma era limitada y la mujer tenía un deposito inagotable de esencia yin. Ella debía tener orgasmos en cantidad: así generaba más energía yin, necesaria para ella y para transferirla al hombre. Ella también se beneficiaba de la energía masculina, menos si no había eyaculación. La mujer debía tener orgasmos y el hombre no: al menos una a favor de ellas en aquel patriarcado feroz.
El hombre debía entrenarse en prolongar el coito reprimiendo el orgasmo. Mientras más la penetrara, más energía yin absorbería y fortalecería su energía vital. Al eyacular pierde su energía yang. El esperma es el bien más precioso, la fuente de su salud: cada pérdida de semen disminuye la energía vital. El sexo permite a la pareja extraer energías del otro. Necesitamos ambas para estar en armonía y saludables: del sexo depende la vida.
La sexualidad también tiene dos caras: amenaza la fuerza vital si uno malgasta su esencia. O puede hacernos inmortales. Según Peng Zhu --sabio en las artes de la alcoba-- “para conseguir la longevidad hay que regular la eyaculación, alimentar la fuerza vital y beber pócimas; si el hombre se desvía de los principios que rigen la unión sexual, se apaga de forma progresiva. Si es capaz de evitar este deterioro manejando el yin y yang, conocerá la vía de la inmortalidad”.