Rojo, destruido, escolar, amarillo, utilitario....

Y de nuevo: Rojo, destruido, amarillito, utilitario. El escolar es un poco más paciente y se saltea una vuelta.

Estábamos sentados en una escalinata amplia. Conducía a una de esas puertas de herrería minuciosa que cubrían el ancho de la ochava. Una propiedad repleta de ornamentaciones, hermosa hasta en los más mínimos detalles, que crecía unas cinco o seis plantas hasta encontrarse con  una terraza circular, cubierta por una cúpula de escamas plateadas. Una de esas construcciones que muestran el poder adquisitivo del que gozaron las familias aristocráticas de la ciudad en cierto momento, más lejano en la historia que en el tiempo, y que hacen que uno se sienta en las calles de París, o Nueva York. Por supuesto, para alguien que claramente nunca estuvo en París ni en Nueva York.

Ahora que lo pienso, una ubicación bastante peligrosa. Era una de esas esquinas en las que -de sucederse un choque-, los dos vehículos hubieran trepado, disputándose la desgracia, exactamente hasta donde estábamos sentados nosotros. Se me hace difícil acordarme de por qué estábamos ahí. Me acuerdo de tener puesta una campera, pero no de sentir frío, más allá de la temperatura del mármol. La temporalidad del momento se me también hace algo confusa. Si no tuviera tan claro que era el único de esas reuniones que no fumaba, el recuerdo me hubiera puesto un exquisito tabaco entre los dedos. Probablemente sentía en la boca la textura oxigenada de la cerveza fría cuando hace ya varias semanas que los árboles se quedaron sin hojas. Tampoco recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí esperando, ni a quien, ni adonde teníamos que ir después. Pero tengo bastante presente la sensación de extrañeza que tuve hasta que las cosas fueron tomando forma.

‑-Ese auto ya pasó...

‑-¿Cuál?

‑-Ese rojo

‑-¿Si?

‑-Sí...

Silencio.

El mío, más por la incerteza de no saber si efectivamente me había vuelto loco como venía sospechando desde hacía algunos meses, o si era el más lúcido de los dos.

El de él, creo que era más por indiferencia.

-‑Me parece que a ese sí ya lo vi.

-‑Sí ya sé, y uno que esta destruido, ya lo vi dos veces. Son unos cuatro o cinco

--¿Venís viendo los autos que pasan?

...

-‑Mucho más para hacer no hay ¿o si? ¿Tenés hora a todo esto?

‑-No.

...

-‑Mirá, ahí viene la camioneta hecha mierda, en cualquier momento viene un transporte escolar.

 

Antes de terminar la oración, el rodado confirmó mis vaticinios. Ahora por lo menos éramos dos los que no entendíamos que estaba pasando.

Debían ser cerca de las doce porque el tránsito había disminuido bastante. Quien sea que hayamos estado esperando, tardaba lo suficiente como para formar parte del juego. De hecho, a esa altura ya ni siquiera importaba si llegaba o no.

A los cinco coches que había contado se sumaron dos más, en una irregular danza de presencias que acortaba sus ciclos en un ritmo ansioso, una secuencia que se desarmaba en una temporalidad caprichosa, manteniendo algo de su esencia solo en la repetición de sus pasos. El Renault amarillo, la ruidosísima camioneta diesel (todavía no entiendo cómo no fue lo primero que me llamo la atención) el trasporte escolar, un Gol rojo, y un Fiat utilitario. Los nuevos amigos eran un poco más tímidos: un sedan negro y un tres puertas gris de los mas insípidos.

Tengo que confesar que de alguna forma me sentía cómodo, había algo inexplicable que se confirmaba cada unos 5 o 10 minutos y que parecía pasar solo para nosotros. Ahí, en esa esquina, esa noche, a esa hora. Yo lo disfrutaba riéndome en silencio, sin hacerme demasiadas preguntas. En el fondo, creo que me daba curiosidad saber cuál de todas las dimensiones paralelas que vivía en esos días se estaba instalando de forma permanente en ese pequeño delirio inaugural. Era una forma de misterio que de algún modo me generaba una comodidad plena.

 

El amarillito, la camioneta, rojo, negro, utilitario y el siempre brillante grisecito. La secuencia parecía estar constituida. El transporte escolar quedaba por fuera de cualquier patrón.

 

Nunca reparamos en la cara de los conductores, era como si los vehículos establecieran su propia personalidad en la regularidad con la que se presentaban. Me acuerdo de reirme bastante de la camioneta, la destartalada camioneta diesel que venía a ser algo así como un viejo testarudo que dedicaba sus últimas fuerzas a inmolarse por la causa. El pequeño transporte blanco y naranja parecía tener algo de pudor por lo que estaba haciendo a esas horas, todavía con el guardapolvo puesto.

De nuevo, no sabría decir cuánto duró la escena, con unas matemáticas simples podría dar una referencia, pero creo que prefiero dejar que los tiempos hablen de otra manera.

Compartíamos una eufórica sensación de confianza cada vez que los veíamos acercarse desde por lo menos unos 50 metros. Nos sentíamos amigos de todos (incluso del grisecito, que los dos sabíamos, en cuestión de tiempo iba a hacer algo que estuviera totalmente en contra de nuestros principios, pero ya le habíamos tomado cariño). Hasta que las cosas dieron su giro.

Se podría decir que el final de la obra fue digno del despliegue en escena.

 

Los tiempos hubieran dicho que era el turno del utilitario, cuando un viejo Chevrolet todavía mas ruidoso que la camioneta, fue deteniendo su aletargada marcha, con la paciencia propia del veterano de guerra, hasta detenerse enfrente de nosotros, en los primeros metros de la vereda, donde otros autos estacionados esperaban pacientemente algo.

El aire se desinfló sin dar muchas explicaciones.

De un momento a otro la inocencia de esa coreografía urbana tornó de gris a azulina, instalando la temperatura del aire en la escena. Vemos bajarse del Chevrolet a una chica no mucho más grande que nosotros, apenas cubierta por la elasticidad de una pollera y un strapless negro que luchaban con todas sus fuerzas por retraerse a su forma original. En los pies, unos dificilísimos tacos que apenas le permitían caminar.

Nuestra comodidad decidió abandonarnos definitivamente, levitando casi etérea delante de nosotros, para devolvernos toda su violencia con un golpe seco en el plexo solar. La vieja camioneta, indiferente, llego prácticamente al mismo tiempo. Como si hubiera tenido información de primera mano, de alguna conversación en un bar donde viejos borrachos apuestan monedas por teléfono y ven las carreras por Crónica.

La chica da unos pasos torpes y se reclina sobre la ventanilla. Intercambian unas pocas palabras, ríe incomoda, abre la puerta con algo de dificultad y sube. El motor acelera todavía más estruendosamente y se aleja hasta perderse, sin que ninguno de los dos hagamos el más mínimo esfuerzo por seguirlo con la mirada.

Mientras, el resto seguía con su danza ciega, casi mecánica, sin tener en cuenta que el motivo de su recurrencia estaba sometido a estos azares.

En algún punto, seguir sentados ahí dejó de tener sentido. Nos levantamos sin apurarnos y caminamos en silencio. Me acuerdo de sentir lo desproporcionado del peso de mi cuerpo. Caminamos varias cuadras sin rumbo, hasta que las calles perdieron luz y las casas estatura. Nos saludamos casi sin darnos cuenta y seguí caminando otro tanto, hasta que la deriva posó su manto de piedad, dejando caer sobre mis párpados el abrazo cálido, el peso etéreo, del sueño de los inocentes que lloran.