Si el inminente BUE no llega a colmar las expectativas que pesan sobre su programación, que tiene en el debut local de Gorillaz su plato más esperado y suculento, el Sónar Buenos Aires 2017 podría incluso opacarlo en el ranking de los festivales del año. Sólo por una sencilla razón: es el batacazo más impensado. Luego de dos ediciones que dejaron mucho que desear y que distaron de la bajada de línea que transformó al encuentro de música, creatividad y tecnología de origen catalán en el oráculo mundial de la modernidad, la que se celebró el domingo último en Tecnópolis sorprendió a todos (se confirmó su realización para el 2018). No sólo porque la organización demostró que aprendió de los errores de producción (finalmente previó algo tan elemental como la hidratación), sino también de sus falencias curatoriales. Y es que antes que atiborrar una grilla con un sinnúmero de nombres que no tienen nada para proponer, en esta ocasión primó la máxima minimalista, al tiempo que atendió al discurso de las nuevas tendencias sonora en tiempo y forma. A pesar de que aún debe atender su área más científica, el Sónar+D, éste fue sin dudas el Sónar más Sónar de los que se hicieron hasta ahora.
Lo que garantizó el éxito de este cuarto capítulo porteño del festival fueron el recital de Sigur Rós y el live set de Gilles Peterson. Lo que los islandeses ofrecieron fue una obra maestra. No se trató de un show conceptual ni nada por el estilo, sino de An Evening With Sigur Rós: un repaso por las canciones más representativas de su trayectoria. Si es que a la inmensidad, la oscuridad y la melancolía se le pueden compactar en ese formato. Y es que Jon Thor Birgisson, el líder del grupo de post rock, más que cantante era un médium con el paisaje vikingo de su terruño, que representaba con tono agudo y ceremonial. Quizá es lo más cercano a escuchar a un ángel que tuvo la muchedumbre que saturó el escenario principal, el Sónar Club, en lo que fue además el cierre de la jornada. Aunque tampoco es que toca la guitarra: le frunce el ceño a su ternura o su furia al frotarla con el arco de cello.
Lo de Gilles Peterson, en tanto, fue una oda salvaje y refinada, al mejor estilo de Oliverio Girondo, al groove. De hecho, como tributo a su debut porteño el productor, y DJ británico arrancó con “La ciudad vacía”, tema del argentino Jorge López Ruiz incluido en su mítico disco Bronca Buenos Aires. Siguió con una expedición por la historia del ritmo. Pero el también conductor de radio de la BBC no estaba sólo. Junto a él se encontraba el MC Earl Zinger, quien improvisó raggas, mantras, métricas y canciones, al tiempo que disparaba efectos desde sus dispositivos digitales. Por más que en su introducción advirtieron que “eran el sonido de Londres”, el tándem, pionero en prender la fiesta en el Sónar, confeccionó una bitácora tropical, psicodélica, exquisita e iconoclasta, que osciló entre el jazz y el techno. Aunque en el medio se sazonó tribalismo brasileño, poder africano, Jamaica y el síncope de todo esto sobre house y disco. Uno de los mejores sets que se vieron en los últimos tiempos por estos lares, aparte en vinilo. Y eso que duró nada más que una hora.
Antes de que el DJ inglés se subiera a las bandejas del Sónar Club, en el mismo lugar el también productor y DJ chileno Alejandro Paz mostraba su perfil como cantante pop. Simultáneamente, en el otro extremo del predio, en el escenario Sónar Complex, los experimentales Vilna daban paso a uno de los actos nacionales más esperados: Catnapp. A casi dos años de su último show ante su gente, la productora y cantante argentina dejó en evidencia el impacto positivo que ha tenido su nuevo hogar, Berlín, en su ADN sonoro. A punta de un licuado de post dubstep, trap y hip hop, la artista pudo condensar una performance oscura y lasciva. La audiencia improvisó una pista de baile. Todavía el sol irradiaba luz y alegría en el Sónar Lab cuando King Coya, proyecto de cumbia y folk digital de Gaby Kerpel (el otro delegado de esa escena en el festival fue SidiRum), y su conjunto de baile, Queen Cholas, repartieron ayahuasca musical en su recorrido sonoro por el norte argentino y sus fronteras.
Si el Sónar Lab estaba dedicado a la fusión, para el que también aportó su granito de arena el flamante ídolo de la música urbana española, C.Tangana, fue asimismo el escenario de las cancelaciones. Después de que el danés Trentemoller decidiera bajarse del evento, aunque nadie lo extrañó luego del fabuloso live set que se mandó DJ Zuker, la estadounidense Tokimonsta siguió sus pasos. “Por una emergencia personal”, según reza su cuenta de Twitter. El Sónar Complex fue, mientras tanto, el lugar de los artistas argentinos. Sin embargo, tras el magnífico show en vivo de Emisor ahí, se produjo un mano a mano entre dos potencias alemanas de la electrónica: el legendario Oval, precursor del glitch y del IDM (repite hoy en Niceto Club), colado entre los de acá, versus Pantha du Prince, que llegó en calidad de figura estelar al Sónar Club. Y es que después de que lanzara en 2010 su discazo Black Noise, el álter ego de Hendrik Weber se ganó el respeto y un lugar que trascendió propiamente su ámbito al sacar al minimal techno del estereotipo.
Lo que repartió el hamburgués ya entrada la noche fueron bifes y bifes del techno más oscuro, discotequero y lúdico. Al punto de que tomó el micrófono para hacer valer su condición de crooner digital. Como antípoda a esto, el que es hoy un crooner analógico es Daniel Melero, quien ahondó en esa faceta tras exorcizar el estigma del “Brian Eno argentino”. No obstante, de una forma u otra su nombre es sinónimo de vanguardia. Por lo que en su significativo show, en un henchido Sónar Lab, el artista, junto a su banda, repasó su obra completa. Desde su actualidad hasta clásicos como “Expreso Moreno” o “Amor difícil”. Así se llega a Sigur Rós. El ahora trío inauguró su repertorio con “Ekki Múkk”, cuya cámara lenta se confundió con la de “Glósoli”, hasta que el estallido rockero del final los dividió. Posiblemente los luctuosos “E-Bow” y “DauIalagiI hayan definido el clima de la performance. Aunque sólo se podía saber eso luego de que quedaran atrás “Vaka, “Festival” y “Kveikur”. Y el cierre con “PopplagiI”. Después salieron a recibir no una, sino dos ovaciones. Pero no hubo más. Sólo la felicidad y una pantalla en la que se leía “Takk”. “Gracias”, en islandés. Y sí. Era la sensación que desbordaba.