El campus de la Universidad de Australia Occidental está apacible a fines de noviembre, con los cursos casi terminados y el luminoso, infernal verano, tan próximo. Poco se sabe fuera de Australia acerca de la ciudad de Perth, una de las más aisladas del mundo, derramada sobre la costa oeste del país. La cultura pop más reciente ayuda un poco: es la ciudad natal de Heath Ledger, el Joker de Christopher Nolan, que murió a los 26 años. La banda Tame Impala, una de las más famosas del mundo con su psicodelia reinventada, también nació en la escena musical de Perth, como Bon Scott, el primer cantante de AC/DC, nativo de Fremantle. Pero, en general, es un lugar extenso, tranquilo y desconocido, aunque bajo la superficie guarda historias desconocidas y algunas terribles.

En la galería de arte John Curtin, parte de la Universidad de Tecnología, hay una muestra de Brett Whiteley, artista plástico canónico, excéntrico él y su esposa Wendy, ambos de Sydney. Whiteley murió joven, de una sobredosis de metadona. Su obra tensiona la urbanidad de New York y Londres con su país, tan mitificado como complejo. En la sala de al lado, esa complejidad brutal se cristaliza con gran contundencia. Antes de entrar hay una advertencia: se exhiben obras que hablan del maltrato a los aborígenes, dice el cartel, y quienes se sientan tocados deben proceder con cuidado. Es una muestra de dibujos de los chicos de Carrolup, pero antes de contar su historia hay que hacer un poco de historia desprolija. Australia fue pensada por el Imperio Británico como su masiva colonia penal en el Sur, donde enviaba presos políticos, delincuentes menores, indeseables en general e incluso pobres para aliviar la presión social en las ciudades. La colonización le siguió a este proceso y significó, como en todo el mundo, una catástrofe para los pueblos originarios, expuestos a las enfermedades y sujetos de persecución, aislamiento en reservas, servidumbre. En 1905 se hizo ley un plan brutal de integración forzosa: los niños aborígenes serían separados de sus padres, estudiarían oficios para ser útiles a la nueva sociedad, y serían criados en familias blancas y mestizados –en lo posible-- con blancos para erradicar “lo aborigen” de la población futura. Muchos de esos chicos nunca volvieron a ver a sus familias: cuando intentaron ubicarlos, ya habían muerto. Otros se reencontraron con sus orígenes de alguna manera. El proceso de volver a casa, como lo llaman, continúa, pero volvamos a los chicos de Carrolup. Uno de los asentamientos para los chicos nativos en Australia Occidental fue el de Carrolup, que abrió en 1915. El lugar recibió chicos durante décadas: en la práctica, este secuestro de niños persistió en diferentes formas hasta los años ‘70 del siglo XX. Se los llama “la generación perdida” y es uno de las grandes heridas abiertas de la sociedad.

Los chicos de Carrolup vivieron como tantos otros: sin sus padres, desolados, descuidados durante los años de guerra. En 1946, Carrolup marcó una diferencia. Se decidió que un nuevo maestro blanco, Noel White, fuese el director. Y cuando White llegó, se dio cuenta de que no podía comunicarse con los chicos, lo miraban mudos desde sus escritorios escolares. Entonces White, junto con el inspector de la escuela, Sammy Crabbe, creó un programa especial que incluía dibujo, canto, baile, teatro y narrativa. También se llevaba a los chicos de excursión al bush, al “monte”, para que observaran la naturaleza y dibujaran o pintaran lo que habían visto (White no era pintor ni nada parecido). Los chicos vivían casi en la indigencia, porque el Departamento de Asuntos nativos estaba a cargo de la magra financiación. Pero la esposa de White, Lily, consiguió algodón e hizo ropa para los chicos, además de enseñarles a las chicas un poco de costura. También empezó a cocinar para que la comida fuese más rica. Y todo mejoró, especialmente los dibujos. Durante los siguientes años, algunos de los chicos exhibieron su trabajo en las ciudades e incluso vendieron algunas obras a privados y a publicaciones: ganaron dinero, en especial los adolescentes. En 1949, viajaron a una exhibición en la India. Una mujer británica, Florence Rutter, les compró obra para vender en Europa y Nueva Zelanda. Así, de a poco, el trabajo de los jóvenes artistas se hizo conocer, pero también se dispersó. Y llamar la atención no fue una buena idea: las autoridades nacionales decidieron que ser artistas no era lo que deseaban para los chicos aborígenes porque el arte no iba a ayudarlos a integrarse ni a valerse en la sociedad. Tampoco querían que las malas condiciones de vida se conocieran en el resto del mundo: Rutter solía mencionarlas. Así que en 1950 cerraron la escuela. Los chicos fueron enviados a otras reservas o misiones, o sencillamente lanzados al mundo, a que se las arreglaran como mejor pudieran. Antes de morir, Florence Rutter vendió las obras, que acabaron donadas a la Universidad de Colgate, del estado de Nueva York. Y ahí quedaron, en el olvido, perdidas.

En 2004, un profesor de Colgate invitó al antropólogo John Stanton a ver piezas de aborígenes de Australia Occidental que había en la colección. Estaban en una caja cerrada. Stanton, que conocía acerca de la existencia de la colección, no podía creer que ya no estuviese perdida. Después de un tiempo, fue entregada a la Universidad de Australia Occidental y es la que se ve hoy, de forma permanente, propiedad de la galería John Curtin.

Esta no es una historia de “salvadores blancos”, sin embargo. Después de todo, quién sabe si en su afán de benefactores, quizá pensaron que podían vencer al sistema que oprimía a los chicos y acabaron haciéndoles más daño. La decencia, a veces, debe venir acompañada con astucia cuando el poder es totalitario. Fueron esos docentes y coleccionistas quienes ayudaron a los artistas, sí, pero el talento es sólo de los jóvenes, y el problema hoy es cómo darles el crédito. Muchos fueron identificados. Otros nunca lo serán y sus dibujos, francamente hermosos y sensibles y maduros, están presentados como “artista joven alguna vez conocido por su nombre”. En el video que se proyecta en la sala se cristaliza una de las historias, una de las exitosas por cierto, que también obliga a pensar en todas las que quedaron atrás. Alma Toomath, una de las artistas aborígenes más importante de Australia, se encuentra --ya octogenaria y consagrada y premiada-- con esos dibujos que hizo de chica: los creía perdidos. Llora al verlos. A ella la separaron de sus padres y la enviaron a Carrolup en 1940. Más tarde, su experiencia de vida la llevó a estudiar Bellas Artes, a ganar premios, a mostrar su obra en el mundo. Alma Toomath, la última artista viva conocida de Carrolup, murió en 2021 pero su hija, Kathleen, es la manager de la galería en la Universidad y no sólo se encarga de la difusión, identificación y curaduría –en muchos casos se ven reproducciones, porque los originales están en condiciones frágiles-- sino también de la búsqueda y recepción de obra. No está sola, porque el antropólogo Stanton continúa en el trabajo y también miembros de las comunidades aborígenes.

Sucede que en esa caja que se abrió en Estados Unidos había 70 obras de 17 jóvenes artistas. Faltan muchas. En algunos casos, se las encuentra de las formas más insólitas. Hay fotos de los chicos con sus pinturas, imágenes guardadas por la hija del maestro White. Se los ve sonriendo a cámara con su trabajo frente al lente. Es el caso de Ross Jones –su nombre “blanco”, claro: hay que recordar que se les prohibía también hablar en su lengua--, que posó con su pintura bajo el sol, a los 13 años. Un médico neonatólogo la reconoció cuando vio la imagen: la tenía en su casa y la llevó hasta la Universidad en 2022. El propósito de la galería es, además de ver estas hermosas piezas y entender la historia, hacer un proceso de reconciliación y de verdad. Y esto es fácil de decir, pero es bien difícil hacerlo, porque la retórica y la vida son dos cosas distintas. Sin embargo, ahí están esos paisajes tangibles que vieron ojos de chicos de entre seis y catorce años, chicos solos y traumatizados, separados de todo lo que conocían, capaces de encontrar belleza. Estas obras, sin esfuerzo ni subrayado, demuestran el profundo desprecio que implica separar del arte y la expresión a cualquiera, pero especialmente a personas jóvenes en situaciones de pobreza y desventaja. Porque la capacidad de producir belleza también es una forma de escapar del desamparo.

PD: aquí se pueden ver más obras de los artistas de Carrolup www.carrolup.info/gallery/art/