Sábado 28 de noviembre
En esta ciudad (Buenos Aires) hay gente que amé y de la que perdí el rastro, pero no el recuerdo. ¿Cómo olvidar mi primer viaje? Éramos siete chicos y un Ford Transit. Siete amigos del barrio de Miguettes en una camioneta que habíamos traído desde Barcelona, y que habíamos bautizado Radieuse Aurore (Aurora Radiante), como el título de una obra maestra desconocida de Jack London. Apenas llegamos, Umberto Furtado, un ex campeón de ciclismo de Mendoza, tan buen anfitrión como buena persona, que Luc Mathieu había conocido por casualidad en una cabina transatlántica, nos presentó a Carlos Lassalle, fabricante de bicicletas Olmo, en la ciudad de Morón, al oeste del Gran Buenos Aires. Me encantaba ese nombre: Olmo, el mismo del personaje de Depardieu en Novecento de Bertolucci. Don Carlos, un patriarca como los de antes, rodeado de hijas, yernos y nietos, nos recibía como príncipes y se convirtió con los años, cuando yo venía a refugiarme a Buenos Aires, en mi tío adoptivo argentino; como Diana Saramaga, a la que sus ancestros catalanes y ucranianos le habían legado su esplendor inolvidable, se convirtió, para mí, en el rostro definitivo de la porteña ideal.
Era el final del verano de 1983, unas semanas antes del regreso de la democracia. Íbamos a conocer el sur del mundo, a Río Gallegos, en la costa patagónica. Una patrulla nos había detenido cuando estábamos haciendo tiempo, de noche, en la playa. Control de pasaportes, puesto de policía. Para nosotros, cualquier persona con uniforme argentino, era necesariamente un torturador, un cómplice de la Escuela de Mecánica de la Armada, del capitán Astiz, sospechosos del secuestro de dos monjas francesas, cuyos cuerpos fueron hallados recientemente. Hay veintidós franceses entre los treinta mil desaparecidos por la dictadura, y veintidós franceses fue la cantidad de jugadores de futbol que Francia envió para el Mundial de 1978. Militábamos para boicotear la Copa del Mundo, nuestro primer acto militante importante, después las primeras huelgas en el colegio Paul Éluard de Minguettes. Era una elección crucial: luchar para denunciar la estupidez del deporte cuando se estaba atentando contra los grandes principios, aunque adorábamos el futbol. Aun cuando César Luis Menotti, el director técnico argentino, me había facilitado la tarea rechazando a Diego Maradona, el nuevo ídolo, que nació en 1960, como yo, luchábamos contra eso. Hoy, sigo creyendo que ese Mundial tendría que haber sido anulado. Las frases como: “el deporte no debe mezclarse con la política”, son idioteces. Lo mismo pasa con el Festival de Cannes, por cierto.