Desde Barcelona
UNO Rodríguez –ya se dijo– está espantado. Por todo y por todos. Veinticuatro horas, siete días. En el acto y reflejo y automático. Sin ir más lejos, la otra noche, Rodríguez se miró al espejo y se preguntó: “¿A quién me parezco cada día más?”. Y luego de pensarlo unos segundos se respondió: “¡Ah, sí!... Estoy igualito al personaje ese en el cuadro ‘El grito’ de Edvard Munch”. Luego se lavó los dientes, se metió en la cama (Rodríguez ya no ve sus series favoritas por temor a que incluyan episodio a emitir en caso de emergencia en el que el protagónico acosa sexualmente a alguien del reparto para así poder ser expulsado sin causar problemas a la trama), apagó la luz y –como a lo largo y ancho y arriba y abajo de los últimos tiempos– se quedó a oscuras.
DOS Y –como también se dijo– Rodríguez no es el único. Todos andan agarrándose la cabeza y la boca abierta y trastabillando sobre patas temblorosas (y Rodríguez piensa en el auto-eyectado a último momento Santi Vila y a quien ahora, en las fotos del Govern “legítimo”, photoshopearon stalinianamente pero no cortándole las piernas, que ahí siguen, fantasmales, sino el resto del cuerpo). Otros pocos, en cambio, ahora no están espantados sino que dan la espantada después de quitar tanta calma. Y explicando con léxico high-tech descompuesto que “ya no estamos en esa pantalla” cuando se les pregunta por la declaración unilateral de independencia. Dar la espantada que equivale a “salir pitando” o a “cagando leches” o a “sálvense quien pueda” o “a los botes”. Y no importa la dirección: la monárquica Bélgica donde el nuevo pero nunca último Poirot rechazó el caso; o debajo de la republicana e ikeaística cama; o 21 de diciembre y a ver que pasa. Apenas semanas atrás pero en otra era histórica, el auto-prócer procesal y diputado de ERC Joan Tardà arengaba en las calles revolucionarias a los estudiantes con un vehemente “Nosotros y vosotros tenemos el compromiso de parir la República, pero quien la ha de capitanear sois vosotros, y si no lo hacéis, habréis cometido un delito de traición a las generaciones que no se han rendido y una traición a la tierra”. Ahora –como aquel dibujo animado del León Melquíades que se despedía con la cola entre las patas y un “Huyamos discretamente hacia la izquierda”– Tardà se encoge de hombros. Y se pregunta y responde –luego de machacar durante meses con que ya no había nadie que no fuese separatista en este mundo– con un “¿Sabe por qué no somos todavía independientes, o no lo hemos sido todavía, o todavía no lo somos, que cada uno lo diga a su manera?... Pues porque no ha existido todavía una mayoría de catalanes que así lo hubieran querido”. Y Tardà sigue hablando y a su alrededor asienten con la misma incomodidad que exuda Ben Affleck haciendo de Batman. Bueno,...
TRES ...no tanta. Porque –mientras otro de los autoexiliados en Bruselas dice que “para algunos independentistas fue doloroso descubrir que la realidad es más complicada de lo que se pensaba”– el sinuoso Artur Mas avisa que “renunciar al proceso soberanista sería un desastre” y que el Procés sigue “perfectamente vigente” poniendo cara de (continuará...). Así que los temblorosos (rogando porque ninguno de estos escuche la flamante canción de Morrissey titulada “Who Will Protect Us from the Police?”, tan apropiada para estos tiempos de chat-nazi-cops municipales, y la convierta en himno de batalla/campaña) piensan que esta suerte de retirada/tregua no es más que pura comedia. Un dar marcha atrás para ganar nueva intensidad e intencionalidad y amenazar siempre desde el horizonte. Mientras tanto yo te robotizo niños. Y tú me pones la música de El exorcista como fondo a un Informe Semanal de TVE sobre el mal trasgo Kurtzgdemont, transmitiendo sus divagues desde la sede central de, para él, “un club de países decadentes y obsolescentes” a abandonar. Y con los suyos pidiendo al resto de los secesionistas que se lo renombre presidente aunque pierda las elecciones “por todo lo que ha pasado”. Y la ubicua y ambigua alcaldesa/ama de llaves Ada Colau da saltitos recordándole cada vez más a Rodríguez al Jeremy de Yellow Submarine: ambigua y ubicua Nowhere Woman que está en todas partes y que, parece, será (ir)responsable de definir el hipotético empate técnico entre los unos y los otros en las próximas elecciones catalanas. Y –como bien apuntó Luis Barbero en El País– “Ellos, solo ellos, son responsables de que Mariano Rajoy, en comparación, parezca un ¡estadista!”.
Ya lo dijo Rodríguez: no va a pasar nada, pero no se va a acabar nunca. Y perdurará una sociedad dividida y rota enfrentada en luctuoso duelo en unas Navidades donde se impondrá el estar screwed sin retorno por sobre el ser Scrooge redimible. Y Rodríguez no tiene fuerzas como otros que –desde hace setenta y cinco años en Casablanca– vienen cantándole La Marseillaise en la cara a aquellos nazionalistas. Hacer votos entonces para que los votos cambien algo. Para bien y mejor. Porque Rodríguez no sabe si los fantasmas existen; pero sí está seguro de la existencia de los espantados: él –complicado en esta irrealidad– es uno de ellos.
CUATRO De ahí –siguiendo el principio vacunante de que al virus se lo combate con el propio virus– que en los últimos días Rodríguez leyera los nuevos libros de Stephen King y de Joe Hill y de David Mitchell y de John Connolly. Y repasó varios inevitables documentales sobre la bestia Charlie Manson (a quien se le adjudicaba el haber sido “el fin de los años ‘60s” y ahora, a su muerte tal vez sea el final del fin de los años ‘60s; por el momento, aviso a tantas necrológicas: Manson no fue un asesino en serie). Y fue a ver A Ghost Story: esa extraña y sentimental película de David Lowery donde everybody hurts y que se ve como se oiría una canción perdida y espectral del merecidamente box-conmemorado por su cuarto de siglo Automatic for the People de R.E.M. En A Ghost Story, Casey Affleck pasa buena parte del metraje debajo de una sábana con dos agujeros. Y la película no da miedo: da tristeza. Nada que ver con las películas de terror terroríficas cuyo visionado –según un estudio de la Westminster University– quema tantas calorías como el ejercicio físico. El resplandor es la más rendidora: 184 calorías. La española REC rankea al fondo: 101 calorías. Y Rodríguez se atiborró de Donuts Halloween para escurrirle el bulto a los sustos reales. Pero prefiere quemar neuronas con las tertulias políticas: allí donde el PSOE toma distancia del PP y de Cs y vuelve a discutirse/cuestionarse el tema del favoritismo hacia el cupo presupuestal del País Vasco de parte de Rajoy (quien necesitó del PNV para aprobar sus presupuestos) para que España cruja un poco más aún.
Y ahora que la Agencia Europea de Medicamentos definitivamente no instalará su sede en Barcelona (según los ingenuos independentistas, por culpa de las cargas policiales del 1 de octubre cuando, en verdad, nada tranquiliza más a una importante organización continental que unos buenos palos como los que se reparten entre antisistemas en cualquier cumbre europea de mandatarios o magnates) Rodríguez también ha leído varios artículos científicos sobre la adicción al susto. Ah, la excitante dopamina que produce esa sensación de estar más vivo que nunca. El cerebro se electrifica, las pupilas y los bronquios se dilatan, el ritmo cardiaco se acelera. Y el aparato gastrointestinal se ralentiza (sorpresa: no es muy cierto entonces eso de “cagarse de miedo”). Un buen susto, parece, te sacude la rutina. Pero lo único que desea Rodríguez es volver a la normalidad sin vertiginosos sobresaltos ni saltos sobre abismos.
Mientras tanto, Espantada + Fantasma = Fantasmada, calcula Rodríguez.
Y después –como ya es costumbre– a seguir restando.