Nunca fue sencilla la relación de José Pablo Feinmann con la literatura argentina. Podría decirse, de arranque: siempre fue una relación de conflicto, territorio en disputa. No debería extrañar a nadie que así haya sido, que así sea, por tratarse, precisamente, de José Pablo Feinmann (para quien la urdimbre de la literatura estaba indisolublemente asociada a la historia) y de la literatura argentina (desde sus orígenes en el siglo XIX, literatura y política eran inescindibles en nuestra tierra: conflicto asegurado). Feinmann tuvo la pasión de la historia y la pasión de la Argentina. Trasladar esas pasiones a la literatura le costó bastante, pagó sus precios, tuvo sus triunfos y autopercibidas derrotas. A tres años de su muerte, aquí rendimos homenaje a su práctica literaria, repasamos críticamente algunos de sus libros y llamamos a los lectores a seguir leyendo toda su vasta y múltiple obra.
DE SARTRE, BORGES Y SARMIENTO
No cabe ninguna clase de duda de que el modelo del intelectual totalizante y productivo, para José Pablo Feinmann, fue Sartre. La línea filosófica que devela en su gran novela La astucia de la razón, inicia en Hegel y confluye en Sartre. Es la formación de un intelectual comprometido cuyo hilo conductor es el sujeto (no lo que actualmente entendemos por el Yo, sino el sujeto de la razón y de la historia) y que se va a topar sucesivamente con el existencialismo y con el peronismo y finalmente va a estrellarse contra la dictadura militar iniciada en 1976. Pero cuando Feinmann escribe su primera novela, Últimos días de la víctima, publicada en 1979, no es Sartre quien aparece en los epígrafes sino Borges. “Después, muy cuidadosamente, hizo fuego”. Entre el fuego, el coraje como matiz ético de la violencia y el famoso “íntimo cuchillo” del Poema Conjetural, creo yo, se juega la relación de Feinmann con la literatura de Borges. Jamás le importó el desdoblamiento entre el Borges político conservador y gorila y el escritor insuperable. Novelas como Últimos días de la víctima, o El ejército de ceniza no solo son cautelosamente “borgeanas” sino que pueden leerse como expansiones de cuentos de Borges, en la forma y en el aspecto conceptual, ensayístico. La entera relación de Feinmann narrador con Borges está en la antípoda del gesto extasiado y, en el fondo, snob, de citarlo, de imitarle la manera entrecortada de hablar al contar una anécdota con Borges o de recostarse suavemente en él para justificarse y renunciar a la búsqueda de lo nuevo o de lo original porque todo ya ha sido hecho antes y bien por Borges. Si es cierto que Feinmann no fue un narrador experimental tampoco fue un rotundo clásico y, antes que nada, sí experimentó con todas las estructuras narrativas posibles y los géneros, incluyendo monólogos y dramaturgia. Su concepción del lenguaje a la hora de escribir literatura fue casi siempre a la manera del último Borges: progresiva búsqueda de lo sobrio, de la claro, de lo expresivo, del tono o los tonos argentinos lo menos impostados posible, lo más alejado posible de su etapa criollista. La búsqueda del acento (sin abusar de la coma) por encima de la búsqueda del estilo propio. Lo prolífico en Feinmann puede pensarse no sólo en relación con Sartre sino también con Borges, que fue tremendamente prolífico, pero sin aspavientos. Feinmann debe haber observado en Borges el discreto encanto de recopilarse y armar la antología de sí mismo como gesto recurrente. Y, por sobre todas las cosas, y a pesar del Borges internacional de los años 60 en adelante, Feinmann comprendió enseguida, quizás más que el propio Borges, que a Borges lo que más le interesaba en el mundo era la literatura argentina, como se quiera, como fatalidad, destino o vocación. Le encantaba intervenir en la literatura argentina hasta volverla un sinónimo de literatura y de Argentina. Pero la literatura argentina entendida, además, como parte de la historia argentina. Otra vez estas dos pasiones inescindibles que Feinmann seguramente leyó muy tempranamente en Borges y no en Sartre, obviamente.
Y, por último, Sarmiento. Sarmiento como el gran escritor del siglo XIX, Sarmiento como el escritor de Facundo, el Sarmiento de civilización y barbarie, Sarmiento como el mejor representante -el más decidido, el más audaz- de esa coalición entre literatura y política en un país que por mucho tiempo ni nombre tenía, solo unas irónicas Provincias Unidas en permanente desunión y, finalmente, sí, las palabritas mágicas, el adjetivo perfecto y resonante: la historia argentina, la literatura argentina. Todo eso que termina confluyendo en la parte literaria de la obra de José Pablo Feinmann, estuvo antes, de una forma o de otra, en Sarmiento.
LA ASTUCIA DE LA PASIÓN
Me quiero detener, finalmente, en la gran novela de Feinmann: La astucia de la razón. Creo que él pensaba que era su gran novela ensayística. De sus mejores libros junto con su gran novela negra, Últimos días de la víctima, sin dudas. Esa novela le trajo alegrías y sinsabores en su tiempo, los años 90. Yo confieso que la leí tardíamente, es decir, no la leí en su tiempo, los 90. En parte influido por algún par de críticas negativas, demoledoras y mala leche, viejas historias que no vale la pena remover aquí. Pero además de saldar la deuda de mi lectura tardía creo que es justo decir algo más que un elogio al paso o repetir que es su gran novela. Lo diría, pero en otros términos: hay algo ahí. Hay algo decisivo en La astucia de la razón.
Volvemos a Hegel, personaje nada menor de este libro dialógico y apasionado: “Debe llamarse astucia de la razón al hecho de que ella haga actuar en lugar suyo a las pasiones”.
Los hombres y las mujeres que se creen más auténticos porque siguen a sus pasiones y sus instintos, en realidad son manipulados por la Razón, que no es otra cosa que la historia universal, una totalidad, un absoluto. El hombre está a merced de unas tempestades que no maneja, pero eso no lo saben (aunque obviamente lo intuyen) los cuatro estudiantes de filosofía que se reúnen a comer un asado cerca del mar, alrededor de un fuego en la playa, una noche de noviembre de 1965. En otro plano temporal de la novela, uno de esos jóvenes, Pablo Epstein, monologa aterrado bajo dictadura frente a un psicoanalista casi tan astuto como la razón de Hegel.
En el asombroso entramado de un libro que logra fascinar al lector porque jamás se aparta de la realidad pero lo hace mediante la hazaña de suplantar lo imaginario por lo intelectual (la astucia de la pasión, podría decirse invirtiendo el espíritu hegeliano), quiero destacar lo que me parece el corazón de la novela: cada uno de los jóvenes en aquella noche de noviembre de 1965 va a ir explicitando a su turno cuál cree que es para cada uno de ellos “el sentido último de la filosofía”. El larguísimo debate dialéctico encuentra una respuesta final en la figura de Hugo Hernández (alter ego de Horacio González, pero también, en mi opinión, del propio Feinmann en transición hacia la realidad latinoamericana y argentina, o, si se quiere, alter ego de toda una juventud militante de los años 60 y 70). Lo que importa no es tanto cuál será el sentido final de la filosofía para este joven personaje sintetizador, sino el relato alucinado de una noche en Córdoba donde asiste a una charla de John William Cooke que termina en un mano a mano entre empanadas picantes y vino de damajuana con el dirigente sindical Salamanca. Y con Salamanca está su joven asesor o ideólogo (el intelectual, en suma), el flaco Antonio Marimón. Los tres personajes, cabe destacar, son reales. Marimón fue un periodista y escritor, autor de la novela El antiguo alimento de los héroes, acerca de torturas a presos políticos. (Nota confesional: obviamente no conocí personalmente a Cooke ni a Salamanca. Marimón fue mi primer editor periodístico en la revista El Periodista. Lo traté durante unos meses y me llamó la atención el sesgo amargado de su personalidad. Fue un verdadero impacto reencontrarlo en el libro tan vital, tan, diría, canchero, suelto, triunfante, tan bien retratado. Cuando leí el libro de José Pablo, Marimón ya había fallecido. Murió en 1998).
“El corazón me latía con mucha fuerza, sus golpes eran incesantes”, escribe Feinmann esta vez en la voz de Hugo Hernández. “Abruptamente pensé: son como los de un timbal que anuncia grandes sucesos. Allí, en esa casa, en la casa de los mecánicos, en la casa de la calle 27 de abril, estaba René Rufino Salamanca. Y con él, qué duda podía caber, estaba John William Cooke. Allí, entonces, estaba la Historia. Entré”.
Si se puede condensar este momento narrativo y las páginas que siguen con la remanida frase de “una cita con la Historia” (esta vez, sí, con mayúscula), lo decisivo no es con quién sino quién asiste a la cita: asistieron todos los personajes de La astucia de la razón, asistió Feinmann como personaje y autor, asistió la filosofía para morir en ese acto como abstracción y convertirse en otra cosa. Ahí, nace, además, impura, la literatura, y renace otra impureza llamada literatura argentina como híbrido, sin género, sin vestigios de copia de nada anterior, sin red; otra vez Borges, otra vez Sarmiento.
Creo que lo decisivo de este libro que a contrapelo de su título renuncia a las astucias de los artificios literarios, reside finalmente en la entrega de José Pablo Feinmann. Sencillamente, lo entregó todo aquí. Dejó el cuerpo y el alma. Se entregó a todas las pasiones que había venido cultivando pero siempre dejando en reserva un saber, una disciplina, si se quiere, un método. Aquí no hubo reserva, no hubo próxima vez. No hubo ficción calculada. Es, casi, un libro suicida, kamikaze.
¿Es ficción La astucia de la razón? Claro, sí lo es. Hoy, hasta nos animaríamos a calificarla de autoficción. Entiendo que está más próxima a la autoficción que a la literatura autobiográfica, a pesar de su arrebatado confesionalismo. Como sea, sigue emocionando asomarse a esta novela contemporánea, viva y apasionada. Fiel retrato de su autor que fue, volvemos a decirlo tres años después, ni más ni menos que una voz inolvidable, una inflexión y un decir inigualables. La voz de la pasión.