Jorge Luis Borges escribió a propósito de la espera, que “la vida es corta, aunque las horas son tan largas”. El tango aún insiste en que veinte años no es nada, y una vieja y divertida canción popular a veces todavía baila al ritmo de “por cuatro días locos que vamos a vivir”. El inglés J. B. Priestley fue, muchos años antes, más claro y más lejos.

Cada quién mide el tiempo según su momento. Según lo que haga, lo que tenga y de qué lado de la mecha esté. Finalmente no todo son cifras. Lo valioso es lo que pasa en ese tiempo.

Por ejemplo, hoy se cumplen cinco años de Axel Kicillof como gobernador de la Provincia de Buenos Aires, y un año de Milei como presidente de la República. Y claro que no son tiempos iguales. El tiempo de la construcción, por ejemplo, es lento, porque construir cuesta, mientras el tiempo de la destrucción es violentamente veloz. Por otra parte el tiempo de la reconstrucción es aún más lento y moroso, porque primero hay que limpiar los escombros, separar la basura que dejó el desastre y poner en marcha las máquinas herrumbradas por el abandono.

Decidir construir implica una planificación del tiempo. Una estrategia para que el tiempo sea útil. Y en política (la política real, la de gobernar en serio, con una visión de lo que se quiere realizar) el tiempo se transforma en plural y se pronuncia “los tiempos”. Estos precisan acuerdos, equipos, ideas, sumar las experiencias para optimizar lo realizable. Y allí se aprende la diferencia de las palabras “posible” y “probable”.

Gobernar una provincia tan grande como un país, así como la Provincia de Buenos Aires, implica barajar intereses y derechos diversos y legítimos. Aun aquellos que antes no eran reclamados. Aun aquellos que se reclaman solo por joder.

En estos cinco años vimos en la Provincia de Buenos Aires la reconstrucción de los sistemas de salud, la recomposición de los hospitales como el caso del Hospital Evita, de Lanús, donde la gestión anterior había convertido el jardín interior, pensado para descanso de quienes acompañaban a los internados y para paseo de quienes estaban en recuperación, en un basurero a cielo abierto donde las ratas se paseaban a plena luz del día.

Aquella reconstrucción en el mismo hospital Evita, implicó descubrir que en unos cuartos al fondo del nosocomio había una aparato tan nuevo y caro como necesario: un sofisticado y maravilloso equipo llamado cámara gamma (una herramienta de medicina nuclear de altísimo nivel) que la anterior gestión dejó arrumbado en un cuarto donde le llovía encima, ocasionando dos perversiones: el gasto de millones para nada y no dar el increíble servicio para el que se compró: fotografiar por dentro a un paciente sin moverlo y detectar desde un cáncer hasta donde exactamente está alojada una bala. Y allí lo encontraron, abandonado y siendo víctima de las filtraciones de agua que le caían desde el techo, en una absoluta soledad y abandono, en un hospital que tiene más de mil novecientos empleados.

En mucho menos tiempo, el gobierno nacional consigue desarmar el sistema de salud nacional, desfinanciando la salud en general, poniendo especial énfasis en temas puntuales, como el hospital nacional Laura Bonaparte, referencia nacional en atención de salud mental. El presidente Milei consiguió con un solo golpe de lapicera romper otra causa de orgullo nacional: el Hospital Garrahan. Empujando al personal a hacer huelgas y paros y movilizaciones ante el horror de que los niños y niñas que atienden y ven día a día y cara a cara, no queden en la total orfandad y sean finalmente ellos, los médicos, medicas y enfermeras, quienes deban decirles a esos niños, que no hay con qué curarlos y van a empeorar y quizá morir.

No es lo mismo caminar el barro que mirar desde la ventanita de la cúpula del palacio. Si todo esto fuera una película, podría llamarse Los unos y los otros, pero ese título ya está ocupado.

En la primera semana del gobierno de Axel Kicillof, éste pudo ver en papel, negro sobre blanco, el resultado de la frase “ningún pobre llega a la universidad”. Y la lapicera del gobernador no es la varita de Harry Potter, allí no hay Wingardium Leviosa, aunque sí, quedaron en las áreas de educación unas sombras de espíritus oscuros que hubo que despejar llamando gente, armando equipos para reponer, no solo el sistema de lo que había sido abandonado, sino en construir aquello que le permitiría a los bonaerenses suplantar la barbaridad clasista de “ningún pobre llega a la universidad” por la emocionante “soy primera generación de universitarios gracias a la educación pública” dejando en claro que, finalmente, la lucha de clases no era un “invento de los zurditos”, sino una realidad absolutamente tangible, palpable.

En mucho menos tiempo el presidente Milei consiguió desfinanciar las universidades nacionales para asegurarse que ningún pobre llegue a la universidad de modo que el conocimiento y sus resultados queden de su lado de la mecha con un mensaje : allá todos los ellos, acá los pocos nosotros, dejando el panorama y el plan del gobierno absolutamente transparente en varias cuestiones, como el uso del tiempo, y la diferencia entre ese “ellos y nosotros” con una salvedad: la mentira de que es algo absolutamente novedoso.

Para muestra un ejemplo de lo que decíamos al principio: en el año1937, se estrenaba una obra de teatro del británico J.B. Priestley. Hablaba de una familia que festejaba el fin de la primera guerra mundial y decidían qué hacer con el dinero y el tiempo. Lo que me llamó poderosamente la atención no fue la trama -finalmente se trata de una familia que quiere entrar al círculo del nuevo poder- sino la descripción que hizo el autor en el reparto, en el programa. Este dividió los personajes en dos categorías dejando en claro desde antes de comenzar, que había dos puntas de la mecha: Los Conway y Los otros. O sea, allá los muchos ellos y acá los pocos nosotros. La obra se llama El tiempo y los Conway.