Salí con cierto sabor amargo. Te dicen andá y hacé este trámite, comprame este remedio. En mi cabeza era “¡estoy para atrás, rajá y conseguime un buscapinas!”. Al mal tiempo, buena cara. Salí con la prisa de siempre.

 

Afuera soplaba un vientito rancio y olía a silencio, de ésos que se cortan con serrucho. En ese entonces, vivía relativamente cerca de la avenida principal. Decidí hacer el camino largo. Algo tenían estas pausas breves. Caminé lento.

 

La calle estaba muy vacía. Los negocios se regalaban a un cliente que había desaparecido tras la gran pandemia. No se solía ver mucha gente andando en el pueblo como en otros tiempos. Seguí. Vi la farmacia cerca. Entré.

 

La entrada modesta, blanca, limpia me recordó esas naves espaciales de la serie Star Wars o de las que vinieron luego. Tenía 36 grados y medio. Normal. Pasé. Ese día atendía uno solo en la caja. Era una de esas mañanas...

 

Allí sentados, algunos, otros, de pie y muchos, buscando objetos de último momento. Revolvían estantes con perfumes que no iban a comprar. Mientras la empleada de la entrada. Era su esclava y su cómplice (todo) eso al mismo tiempo.

 

El consumismo macabro de quien sale a la farmacia por unos cotonetes, un perfume, que sé yo, los atrapaba como hechizándolos con una magia rara. Pocos éramos los que no sucumbíamos. Cuando la empleada no los veía, las señoritas y señoronas, se tiraban un poco de perfume fingiendo probarlos. “éste no me gusta, no es el que busco”- decían. Mientras la otra que estaba al lado, fingía estar en la misma. Después se lo pasaban por debajo. Pobre perfume. Llegaba vacío como las billeteras de todos éstos.

 

- ¡Siguiente, por favor, dejen esos perfumes, pueden probar, pero si los quieren usar los compran! - exclamaba entre cansado y furioso por el altavoz un hombre de mediana edad y a medias calvo.

- Señora, ¿va comprar el perfime o no?

- Perdón, no me gusta, este demasiado fuerte y el otro es demasiado dulce para mí - contestó la vieja.

- Entonces, déjelos... - dijo el hombre a medias sin expresión.

- ¡Ah, qué mal educado es usted, señor! - dijo esperando una explicación.

- Clonacepan, Levotiroxina, Lotrial 10 salen 4.530 pesos. ¿Cómo los va abonar, señora?

- ¡Qué caro!¡Este país se va a la mierda!

- Señora, ¡¿va pagar o no?! - dijo subiendo la voz.

La vieja fruncó la cara de modo despectivo, hizo cara de asco y le entregó los remedios. Le dio dinero en efectivo. No iba por obra social. Clásico.

La paciencia de todos empezaba a atascarse como el tiempo en un reloj de arena. Lento pero seguro. De fondo, sonaba wos con sus rimas extrañas. 

Mi mujer solía decirme que era “el Sabina de esta época”. La puta madre con esta época. ¿Todo tiempo pasado fue mejor?

La vieja se fue. Wos se calló su desgraciada boca con suerte. Todo el aire estancado, caliente y oloroso de fragancia, tensión, disgustos, algún que otro perfume, salió al abrir la puerta. Nos invadió de repente, una gran ráfaga de aire frío que hizo sacudir los chupetes, mordillos y baberos en la sección bebés, cerca de los preservativos que también bailaron. “Forro si no querés bebé” me decían mi abuela y mi vieja cuando era pibe. Al final el destino hace lo quiere. Me quedé mirando los baberos un rato, los preservativos...

 

Una chica casi adolescente sacó un pack de afeitadoras rosas y una caja de texturados. Pidió una caja de Alplax. El reloj de arena estaba al revés de la cuestión con esta chica. Una mujer de unos cuarenta y taco largo llevaba una beba en brazos. Al lado iba un púber (parecido a ella) de unos trece o catorce años que en ese momento era su hombre protector. El macho ya había pasado por ahí. 

Sentí cansancio. Pronto iba ser mi turno. Esperé. A fin de cuentas, todo es cuestión de tiempo. Eso. Nada más.