Desde Bariloche
Remera de Boca, bandera mapuche, y unas hojas con dibujitos y mensajes de amor de sus sobrinos sobre el cuerpo. Rafael Nahuel fue velado en su humilde casa de machimbre, del barrio Nahuel Hue.
En torno del cajón gestionado por la Junta Vecinal, familiares y amigos desfilan en una ronda doliente. “Rafita”, vestido con la camiseta del club de sus amores, y una bandera del pueblo mapuche colocada por una parte de la familia.
La noche fue larga. Recién a la una de la madrugada del lunes, la Justicia permitió a la familia llevarse el cuerpo. En la casa de Rafael, esperaban más de 50 personas. Hubo llantos y gritos. Y promesas entredientes de venganza, de los más amigos.
Una cruz plateada en la cabecera del cajón. No hubo ceremonia mapuche, ni enterramiento en la comunidad. Es que Rafael era mapuche pero hace pocas semanas había iniciado el proceso de reconocimiento de esa identidad. Entre los Nahuel hay militantes de la causa de la recuperación territorial, y otros que se mantienen al margen. Existen algunos tironeos sobre el tema. Tironeos que explican la imposibilidad de que Rafael haya pertenecido a la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), tal como aseguró la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich.
“¿De la RAM?, nada que ver”, dice Graciela Nahuel, joven tía de “Rafita”, y la única que quiere hablar durante el velorio. “Nunca anduvo con los mapuches”, agrega, la tía de apellido Nahuel y rasgos de pertenecer al pueblo originario. Sí, pero no. Complejidades que el discurso oficial del Gobierno desconoce cuando homogeneiza su interpretación de la situación en el sur.
Rafa era, según todos coinciden, “laburador; alegre; amiguero; muy hincha de Boca; querible”.
En el proyecto el Semillero aprendía carpintería, “no era líder del grupo”, participaba de las actividades “con mucha vitalidad, haciendo chistes, contento”. Lo dice Cristina Marín, de la Pastoral Penitenciaria, desde la cual trabaja en nexo permanente con el Colectivo Al Margen. “Era muy independiente”, agrega.
En el Semillero “los jóvenes se acercan, se sienten contenido, les prestan la oreja, los asisten con comida, charlas, orientación”.
Hacía algunas semanas había dejado de concurrir al proyecto, compenetrado en el proceso de autoidentificación mapuche.
Ahora, entre llantos, sus amigos lo despiden. Sentados en los bancos que acercó la escuela, en ronda, en el patio de tierra y escombros de la casilla del Nahuel Hue, hablan poco, mascullan enojo.
Rafael se había quedado en el barrio cuando dejó la casa de sus padres. A una cuadra y media levantó una vivienda de tablones. Vivía con un amigo que después de la larga noche junto al cajón, pasado el mediodía vuelve al velatorio y llora.
“En cualquier lugar que se metía hacía amigos”, la tía, orgullosa. “Esto no va a salir nunca a la luz”, la tía, escéptica. Y la sensación que ancestralmente tienen los vecinos del barrio: “La Policía se la pasan matando pobres”. Para los pobres del Alto de Bariloche, la Policía o Gendarmería o Prefectura son lo mismo. Son “la gorra”. Son la representación de lo que hay que temer cuando se juntan en la esquina. Decenas de muertos por violencia institucional en los barrios pobres de Bariloche acreditan esa construcción.
“Como tía lo único que pido es justicia, y que se dejen de decir todas las mentiras de las que hablan. Rafita era bueno; si fuera malo no habría tantas personas acá”, dice y gira para ver el patio de la casa de su sobrino, lleno de amigos y familiares.
Los referentes de las organizaciones en las que Rafael se formó en carpintería y herrería juntan plata para comprar unos chorizos, así familiares y amigos “pueden quedarse y comer algo”. Se quedan, comen, escuchan el responso del Obispo de Bariloche en la misma casa donde vivía Rafael, y en procesión pobre y doliente marchan al cementerio.
Rafita ya forma parte del martirologio de los pobres del Alto de Bariloche.