Ya no tendré más hijos, no volveré a sentir el calor de un bebé propio contra mi pecho, la ligera repugnancia al cambiar un pañal y la satisfacción (tan banal, tan completa) una vez el niño está limpio, tranquilo y reluciente. Ni la identificación, ni el reconocimiento, ni el afán de protección. Tres kilos y medio de peso ya no significarán nada para mí. No volveré a creer que algo milagroso ha sucedido y que lo tengo entre los brazos. No habrá más ropa diminuta que lavar, ni cuna de mimbre con cortinas de encaje agitadas por la brisa, ni biberones apilados como torres en el fregadero, ni mantas espumosas de color rosa más pequeñas que mis chales.

Paso por delante de la sección de pañales del supermercado sin detenerme, mirándolos de reojo e intentando recordar la época en que ir a comprarlos era parte de nuestra vida cotidiana y quedarse sin ninguno un drama terrible, tan grave como quedarse sin tabaco unos años antes, cuando nos encantaba fumar y en casa siempre había café, cigarrillos y vino, los elementos clave, pensábamos entonces, de una vida de adultos apenas iniciada.

Y cuando alguna vez, al ir acompañada de mis hijos, tengo el valor de detenerme (los hijos te hacen más valiente y más cobarde, más generoso y más mezquino, más mortal y más inmortal; ser padre es un estado exacerbado), me parece increíble que en un pasado no tan lejano comprase pañales, los escogiese con cuidado y sintiese un orgullo secreto cuando mis hijos pasaban a la talla superior. Entonces Noé y Héctor me miran, sorprendidos, risueños o ligeramente ofendidos según el día y me dicen: “Pero, mamá, ¿qué haces?”. “Venga, vamos a comprar cereales”.

Ya no sé coger en brazos a un recién nacido –queda un hueco en mi cuerpo, el recuerdo de un gesto y de una postura específica, un rastro lejano y desvaído, no muy distinto al que han dejado algunos hombres, ningún cuerpo pasa de forma significativa por otro sin dejar una marca, todos los cuerpos están llenos de huellas, no quedará ni un centímetro libre- y, aunque dedicase el resto de mi vida a vagar por el mundo acunando bebés, no serían ni Héctor ni Noé, y tampoco sería yo.

No volveré a recorrer las calles como si el mundo fuese mío, como si estuviese a mis pies y yo a los suyos, como si fuese a poblarlo de criaturas maravillosas, como los dioses y los jóvenes, refundándolo a cada minuto, dejando un reguero de flores y de deseo en su camino. Ya no voy por el mundo, o casi nunca, susurrando al oído de quien quiera escucharlo: “Ven, te voy a hacer feliz”. Ayer vi a una chica cruzando la calle, llevaba unas bermudas vaqueras medio caídas, botas militares bajas y una camiseta de manga corta sin sujetador. Algo le daba igual, todo le daba igual, su vida pesaba un gramo, la llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, junto al mechero. Ya no dividiré las aguas como Moisés. Ya no volveré a ser un animal salvaje paseando por la selva. Tampoco iré a Londres con mi madre, no volveré a conocer a Grego y a Enric.

Me quedan los viajes con mis hijos y la lectura. En los libros, la salvación completa todavía es posible, como cuando mi madre vivía; fuera, no; en la escritura, no. Acabo de dejar a un hombre del que estoy enamorada y tengo ciento cincuenta años. 

Este texto abre el volumen Ensayo general de Milena Busquets, la autora de También esto pasará, que acaba de publicar Anagrama. Un mosaico de textos breves, una suerte de balance de vida, vínculos, lecturas y escritura.