Los espacios vacíos es un libro nacido en el interior de una cancha de fútbol, en la experiencia del pasto sintáctico y la pelota de cuero, en el crímen perfecto de un gol. No tiene que ver con la inspiración de una mera observadora frente a una pasión popular que no le pertenece. En la pluma de Silvia Castro late un corazón futbolero y una se pregunta cómo hizo para escribir sin diluirlo (nada más desafiante para el lenguaje escrito que hablar de una pasión), cómo hizo para apropiarse incluso de afirmaciones taxativas como suelen ser los decirles del corazón y volverlas un acierto de media cancha.

Si esta autora juega como escribe, es una estratega muy hábil: construye poemas en los que desde varios metros atrás viene gambeteando hasta llegar al remate, y lo hace con una elegancia tal que te deja pensando cómo no la viste venir. La ficha de la precisión de la jugada, como lectora te cae en los versos finales. Cito dos ejemplos, sin querer spoilear: “La pelota detenida en el aire/ es el único techo./ La vemos venir resbalar elegir/ en cuál de nosotras va a empollar/ su huevo invisible” de Ver más vidrio, o “En el área las sombras convertidas/ una vez más/ en mujeres flotantes./ Vivas.” de Laureles. 

Si bien en poesía todos los temas son la poesía, qué lindo resulta mirar por el ojo del poema una escena -en este caso una escena futbolera- con su propio campo semántico, su ley, su ritmo, sus dos tiempos - verso y corte de verso-, y su sentido único, que es la fusión de todo esto. Un espacio vacío es el poema, pero lleno de sí mismo. Como una cancha, no precisa un permanente relato para que hable su espíritu, su razón de existir. En el poema Planta permanente, una pelota es a la vez un hueso suspendido que da vueltas en la altura y no termina de caer. Más allá de la alusión canina, de la expectación perruna por cazar su tesoro, podría estar hablando no solo de fútbol y de canes sino también de desapariciones. Una flecha se impulsa en este verso hacia los restos nunca encontrados, nunca identificados, a las trágicas certidumbres que no terminan de ser.


Y no es solo este poema el que me conduce a este tipo de asociación. En Insoportable levedad, dice: “En la barrera/ todas las camisetas son iguales./ Los números se pegan a la espalda/ y desaparecen”. ¿Qué números, los que indican la posición en la cancha o los que no vemos que somos para la bestia? Desaparecidas del mapa, quedar fuera de juego y volver como fantasma, silueta o poema, espacio vacío que habla. Pienso que todos estos sentidos se me abren porque la poesía es esa costurera de Orlando, la memoria que metiendo su aguja confecciona un vestido con retazos, un patchwork de imágenes que reverberan como círculos en el agua. Ustedes se preguntarán por qué traer a la figura de la costurera para comentar este libro sobre pibas que juegan al fútbol. Bueno, los feminismos son así: cabemos todas.

Para seguir con el raconto de las acertadas y abundantes metáforas que hacen a Los espacios vacíos, cito dos sobre la pelota: en una es como una gallina que empolla un huevo invisible sobre una jugadora elegida por su talento o por el azar, quién sabe; la otra es cuando en un verso nos la muestra detenida en el aplauso (porque la patada será de una, pero el gol es una celebración colectiva que perdura en el recuerdo). Poesía y fútbol son en estos poemas, un solo corazón, dice en Televisadas: “Los goles nos hablan porque su ser es lingüístico./ Pero andá a contar cómo fue que pudo entrar”. Eso: andá a contar sin contar, sin definir como un relator, más bien, en todo caso, elegir la vía del barrilete cósmico para hablar de eso que vuela lejos aunque tenga bien puestos los pies sobre la tierra. Lo cósmico de la poesía es el alcance que nos da la resonancia, ese decir que no se agota en la experiencia personal.

Este libro que puede ser leído como un ars poética, una reflexión sobre el arte de escribir versos, es a la vez un manifiesto feminista que nos devuelve al campo de juego. Pasión y expansión habitan, reconquistadas por las pibas, las páginas plenas de Los espacios vacíos. Dice en el final del poema Gol de mujer: “Hacer un gol como quien comete un crímen./ Con esa libertad que se oculta a la familia/ con el desorden de la urgencia/ con la precisión del último aliento”. Desde este lugar visceral se han escrito estos poemas en los que la autora no suelta nunca la palabra, o lo que es casi lo mismo, la pelota. Dos herramientas aparentemente indiferenciadas de un yo que primero tuvo que aprender a dominarlas, es decir, a reconocerlas fuera de sí, a desnaturalizarlas para integrarlas después. 

Silvia Castro domina la herramienta lingüística, no se le va de los límites en ningún momento y se agradece precisamente este clima homogéneo y concentrado que no se contamina ni se dispersa. Estás ahí mientras leés y en ningún otro lado. O sí, con ese don de bilocación que tiene la poesía, es casi como si también estuvieras adentro de la cancha.