“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Nadie que se considere lector desconoce las tres oraciones que hacen las veces de preámbulo a Cien años de soledad, tótem de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX y pilar central en la obra del colombiano Gabriel García Márquez. No es casual que la superproducción seriada de Netflix, adaptación fiel hasta el más mínimo detalle de la novela, comience precisamente con una voz en off que recita, respetando las comas y los puntos, esas mismas palabras. La gran apuesta de la plataforma para este final de año es, en realidad, la primera entrega de dos tandas, ocho episodios y otras tantas horas que recorren la primera mitad del texto, describiendo la vida en Macondo desde su fundación, atravesando las primeras generaciones de la familia Buendía y sus descendientes, con sus Aurelianos y Arcadios poblando la ciudad en crecimiento.

Apoyada oficial y formalmente por Rodrigo y Gonzalo García Barcha, hijos del escritor fallecido en 2014, y con dirección del argentino afincado en los Estados Unidos Alex García López y la colombiana Laura Mora, la ambiciosa saga intenta no traicionar las expectativas de los lectores casuales o expertos del texto seminal al tiempo que se permite jugar con las posibilidades audiovisuales a la hora de trasponer la prosa poética de García Márquez a un medio muy diferente al original. Se trata, en cualquier caso y más allá de los peros que puedan oponérsele, de un acercamiento respetuoso a una de las grandas obras del boom latinoamericano, en particular esa vertiente etiquetada como “realismo mágico”, que por estos días vive un renacimiento en las pantallas, sumándose así a las recientes adaptaciones de Pedro Páramo, gracias al largometraje del mexicano Rodrigo Prieto, la miniserie de HBO basada en la novela de Laura Esquivel Como agua para chocolate, y la próxima a estrenarse La casa de los espíritus, rodada del otro lado de la cordillera con el aporte central de Prime Video, producción de la propia autora, Isabel Allende, y el papel protagónico a cargo de Dolores Fonzi.

ÉRASE UNA VEZ EN MACONDO

“El vínculo con García Márquez como lectora ha sido estrecho, como les ocurre a casi todos los colombianos. Pero, paradójicamente, el libro que más me costó leer en la juventud fue Cien años de soledad. Tuve una relación problemática con el libro, no lograba entrarle, me costaba entender sus formas. En cambio, con otras novelas de él, como Del amor y otros demonios, la situación fue distinta, y de hecho en algún momento soñé con adaptarla. Cuando hicieron la adaptación cinematográfica en 2009 me dio mucha tristeza, porque ya no iba a poder hacerlo. Así que lo de Cien años de soledad se me volvió como un reto: entrar a ese mundo al que todo el mundo accedía y que a mí me costaba tanto. Mucho después de haber leído casi toda la obra de García Márquez regresé a esa novela y me di cuenta de que allí estaba todo. Llegué al corazón de una manera distinta a como lo hacen otros lectores, que parten de allí para abrirse a otros textos, a otros mundos. En mi caso fue al revés”. La realizadora Laura Mora, nacida en Medellín hace 43 años, la directora de dos largometrajes que recorrieron infinidad de festivales de cine, Matar a Jesús (2017) y Los reyes del mundo (2022), recuerda así las primeras lecturas de la obra maestra del Gabo, aunque reconoce que, a partir de su participación en la serie, que le demandó hasta ahora dos años y medio de trabajo, ha leído el texto muchas veces y ha logrado finalmente ser parte de su cofradía de acólitos. Entrar a ese universo para nunca más abandonarlo.

“Ahora el libro es como la Biblia, donde uno va a buscar el salmo todos los días. Y, de hecho, creo que su obra ha influido en cómo miro y entiendo el cine”.

El primer episodio, dirigido por García López, relata el escape de los primos José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán de las garras del espectro que los visita día y noche, los líderes del grupo de hombres y mujeres que atraviesan campos, llanuras y montañas hasta que el último aliento los empuja a fundar Macondo a la vera del río y, sin saberlo en ese momento, bastante cerca del mar. Es el prólogo de todo lo que vendrá y, siguiendo las directivas de la letra impresa, sienta asimismo las bases de la simbología sociocultural que recorre el relato desde la primera hasta la última escena. Luego vendrán los cimientos del poblado, las primeras dificultades y alegrías, los hijos e hijas oficiales y bastardos, y el encuentro del hombre físico con la posibilidad del pensamiento y la investigación, merced a ese gitano con pinta de chapucero que esconde las llaves de la alquimia, la astronomía, la fotografía y el latín, entre otras artes y ciencias. La transformación del Macondo primitivo en un Macondo pletórico de invenciones, a la par que la vida biológica (la comida, el sexo, los anhelos del cuerpo que hacen temblar la casa como si ocurriera un terremoto) amplía sus horizontes en ese cuarto aislado de las demás habitaciones de la casa, siempre en construcción. Eso es antes del crecimiento de los descendientes de Úrsula y José Arcadio y todos los demás, antes también de la visita de la oficialidad, encarnada por el regente y, más tarde, el sacerdote católico. Antes, desde luego, del fusilamiento.

Para Mora el desafío no fue menor: “La verdad es que nunca había trabajado en un proyecto de esta envergadura, ni lo hubiera soñado. A mí me mueve el amor por el cine, el amor por las imágenes. Cuando aparece algo de estas características uno es un poco más cauto, y la primera reacción es decir que no. Porque claro, quién es capaz de adaptar esa novela, cómo se atreven. Pero me di cuenta de la seriedad y el respeto que había alrededor, la gente inteligente y talentosa involucrada en el proyecto. Entonces, ¿por qué no? Es una verdadera aventura, pero me queda claro que la serie nunca va a intentar, porque sería incluso ridículo pensarlo, ser mejor que el libro. Nunca podría ser más grande que una obra de la inmensidad de Cien años de soledad. El gran desafío fue intentar traducir al lenguaje audiovisual un libro tan literario, de una potencia formal tan grande. Tuve miedo; sigo teniendo miedo. Ahora estoy filmando la segunda temporada, la segunda parte. Lo que puedo decir es que lo hemos hecho con amor y responsabilidad. Y disciplina, rigor”. Los números son impactantes, y se ven reflejados en la pantalla. Los números económicos y la cantidad de personas involucradas. El tamaño de la producción, la construcción de una Macondo en sets reales, físicos, que la cámara recorre capítulo a capítulo, como en los tiempos previos a la explosión de los efectos digitales como método para erigir imágenes. Y el tiempo dedicado a la filmación de cada episodio, que Mora estima en cuatro semanas y media, prácticamente el mismo del típico rodaje de un largometraje independiente. “Eso era importante, tener tiempo para filmar, porque no hay escenas chiquitas en Cien años de soledad. Una conversación entre dos personajes traía aparejado un montón de vestuario, maquillaje prostético y demás elementos que aparecen en cámara”.

MEMORIA Y REPETICIÓN

¿Cómo funciona una cineasta-autora en un contexto en el cual no deja de ser un engranaje más dentro de una enorme maquinaria? Es sabido que en el terreno de las series el realizador queda muchas veces sepultado por otras figuras de relevancia como el creador, el guionista o el showrunner. “Lo que nos dejaron muy en claro de entrada es que para ellos la voz personal era importante. Y somos voces muy distintas: Alex García López y yo venimos de universos opuestos. Eso, a priori, podría parecer una mezcla muy peligrosa. Pero si bien existieron ciertas líneas gramaticales para unificar el universo, fuimos muy libres a la hora de edificar cada capítulo. Esa fue una de las cosas que me decidió a participar. He dirigido capítulos de otras series donde lo más importante era seguir esos lineamientos, simplemente poner en práctica el oficio de directora. Aquí existió la posibilidad de hacer que esos tres capítulos que dirigí, los número cinco, seis y siete, tuvieran la singularidad de mi mirada”. El capítulo cinco, precisamente, que describe un casamiento y la posibilidad de otro, bajo la atenta conducción del sacerdote recién llegado a Macondo, incluye un extenso plano-secuencia que parece haber sido realizado en cámara, sin el apoyo de efectos de posproducción. Mora lo confirma. “Así fue. Hicimos diecisiete tomas hasta que finalmente salió. Saltamos de emoción cuando lo logramos. Otro detalle: el noventa por ciento de mis capítulos los filmé a una sola cámara, a la manera tradicional en el cine. No sé trabajar a dos cámaras, no sé cómo se hace. Tampoco soy muy buena con el artificio de los efectos visuales, entonces mi apuesta fue a hacer todo en cámara, de manera casi artesanal”. En ese mismo capítulo Mora utiliza un mecanismo de origen teatral, el uso de focos de luz en movimiento, para describir el paso de las horas, del día a la noche y de vuelta al amanecer. “En el fondo, mi idea era alejarme, muchísimo, del concepto de realismo mágico como una aproximación fantástica y abrazar la idea de la aproximación poética”.

Entre nacimientos y muertes, pestes y búsquedas alquímicas, enfrentamientos entre ciencia y superstición, deseos y miedos, amén de la constante amenaza de la locura y esa maldición de cien años que anticipa el título, los ocho primeros episodios de la miniserie reconstruyen con actores, escenografías y una cámara siempre móvil el cosmos creado en tinta sobre papel por el gran escritor colombiano. Las discusiones sobre fidelidades y traiciones al texto serán muchas, y seguramente los bandos de adoradores y enemigos se dividirán de inmediato. Suele ocurrir cuando una obra literaria canónica es llevada a la pantalla, sobre todo si se trata de una primera vez. “No puedo responder la razón de esta coincidencia”, reflexiona Mora respecto de este nuevo boom del realismo mágico en el audiovisual latinoamericano, una casualidad que también puede ser entendida como moda. “Pero lo interesante es que aquel boom latinoamericano implicaba una literatura en sus formas más excesivas, tan difíciles de adaptar. Por ejemplo, yo amo Pedro Páramo, es uno de mis libros preferidos, y no podía creer que iba a existir una película. ¡Ese libro sí que me parecía inadaptable! Creo que en un continente que tiende tanto a la desmemoria, estos libros que ahora llegan bajo esta nueva forma, me gustaría pensar que pueden acercar a las nuevas generaciones a entender las tragedias que nos han habitado. Y que son tan repetitivas, no podemos salir de ahí. Cien años de soledad es eso, ¿no? Una historia de gran repetición. Colombia es un país muy desmemoriado, y ahí seguimos atascados. Espero que estas adaptaciones de grandes libros, que lo son precisamente porque no pierden vigencia, puedan ponernos a reflexionar sobre lo trágicos que somos los latinoamericanos”.