Como suele decir el chiste, el tiempo existe para que no todo ocurra a la vez. Pero a veces, en momentos inesperados, pareciera que todo ocurre a la vez, en una especie de instante fuera del tiempo que acumula algo de nuestra existencia en un punto. O en dos, en piezas sueltas que le dan vuelta a lo que no cesa de no aparecer en cada uno de nosotros y que, por tanto, insiste como revuelta en el lenguaje. Freud notó desde un principio que, al no estar convencionalmente articulado, el inconsciente no conoce la división social del tiempo. De ahí que no creyera en el progreso.
La literatura y el arte nos han proporcionado siempre ejemplos preciosos al respecto. Como aquella descripción de Emmanuel Carrère en su libro Limónov: “Y de pronto todo se detiene […] Elevado al cuadrado, revelado y al mismo tiempo anulado […] Has vivido en un relámpago toda la duración del mundo”.
Para los que estamos en análisis, esto puede remitirnos a momentos clave en que, a partir de una intervención del analista, un nuevo sentido se nos reveló fugazmente. Recordándonos de paso que lo traumático sigue dando guerra, aunque por el reloj hayan pasado treinta años.
Es así como empieza el libro Tres segundos con Lacan, de Esthela Solano-Suárez, narrando esos tres segundos de su análisis con Lacan en que, después de una intervención tajantemente corta, logró escuchar de otro modo lo que ella misma había dicho. Pasar del parloteo contrariado a la desarticulación de la risa. De la creencia del sentido a una lectura inesperada, a una escucha psicoanalítica que “lee más allá de lo que se ha incitado al sujeto a decir...”.
Es también a partir de estos tres segundos que Esthela Solano-Suárez va desplegando una serie de cuestiones fundamentales respecto al psicoanálisis. Sobre todo, respecto a lo que Lacan fue enunciando en los últimos años de su enseñanza, pues el encuentro entre ambos coincide con el ultimísimo Lacan, época en la que, más de la mano de Joyce que de la de Freud, Lacan está buscando una salida a lo inacabable del inconsciente. Salida que le conducirá a reinventar una clínica inédita, la del Otro hacia el Uno capaz de apuntar a lo real del sinthome, de tratar cada caso en su singularidad más absoluta.
Así, el libro logra transmitirnos durante su lectura una experiencia que va más allá de los decires de ambos o de una simple narración. Se trata de la presencia de Lacan analista y su manejo, sus cortes, su manera de operar, sus intervenciones absolutamente sorprendentes, de las cuales resulta imposible hacer ningún manual. No, no hay metodología suscribible en lo que leemos aquí. ¿Por qué? Porque el encuentro entre ambos pertenece a un acto de transferencia.
Tanto, que ella perseveraba y regresaba una y otra vez, a pesar de que las sesiones con Lacan eran “absolutamente traumáticas”. Recordemos con esto que, aunque ya se había autorizado como analista debido a su formación universitaria, Esthela Solano-Suárez cruza el océano en 1975 en busca de un saber hacer que le suponía a Lacan y gracias al cual podrá conducir su análisis hasta sus últimas consecuencias.
Si solo es un acontecimiento la contingencia que nos marca, es inevitable que al hablar de transferencia se hable también de una relación inolvidable. Es algo que se puede percibir en los diversos testimonios de los que tuvieron la oportunidad de analizarse con Lacan: gestos, aquí y allá, que les han dejado una huella indeleble. Como cuando Lacan salta de su silla para acariciar gentilmente la mejilla de una analizante que había vivido los horrores del nazismo en carne propia, transformando así la palabra Gestapo que ella acababa de enunciar por un geste à peau (gesto en la piel). ¿No es difícil acaso imaginar hoy en día algo así?
Y cuando Esthela Solano-Suárez le reclama un día irritada que no comprende nada del sentido de su práctica, Lacan responde: “Querida, es una puesta a prueba”. Precioso, como si esa prueba basada en “vaciar el síntoma de los engaños del ser” incluyera también los engaños del ser analista. O de creer que hay una garantía en el saber de las rutinas, de los tipos, de los diplomas o de las categorías. Quedarse dormidos en tal creencia significa entonces que no puede haber lugar para que nadie se autorice a nada, ya que autorizarse a sí mismo depende no de un saber sino de un hacer, de una praxis en relación con una heteronomía previa.
En este sentido, la autora del libro nos recuerda el dicho de Lacan: “Hagan como yo, no me imiten”, pues la labor de cada analista, de cada analizante, es reinventar el psicoanálisis. ¿No fue lo que hizo Lacan con Freud, e incluso con el arte de Joyce? En todo caso, un buen maestro, se dice desde tiempos muy antiguos, no quiere, ni necesita, ni soporta, discípulos.
Así como Joyce hace que caiga la idea de la apuesta por el sentido-gozado de la voz triturando las palabras, vemos aquí a un Lacan entregado a una búsqueda constante de aquello “que hace resonar otra cosa de lo que se dice en la intención de decir”.
Es algo que aparece desde el primer momento en que Esthela Solano-Suárez le pide una cita, comenzando la partida ahí, justo donde no se la espera: “Después de telefonear semana tras semana, cuando la secretaria me pone en comunicación con él: me presento y le pido una cita. Me dice: “¿Una cita para qué?”. Le respondo que quiero hacer un análisis con él. Me pregunta si es urgente. Le digo que no, que eso puede esperar. Responde: “¡Venga inmediatamente!”.
Si Lacan, en su Seminario 23, nos sugiere que un análisis debe ser una experiencia de riesgo absoluto, es en gran parte porque para él lo que estuvo siempre en juego fue la práctica clínica. No olvidemos cómo la lectura de sus seminarios y sus escritos suele renovarse a partir de la supervisión de un caso o de nuestra experiencia propia como analizantes. La insistencia al final de su vida respecto a que el psicoanálisis tenía que fracasar es también un recordatorio a que éste pueda rehacerse en cada caso. Ciertamente, no es posible hablar en general si no se parte de lo más singular.
De hecho, es la excepción que atañe al Nombre del Padre y al sinthome de su última enseñanza, la que es capaz de poner en cuestión lo que está anquilosado en la repetición, encontrando una salida un tanto loca a lo que no tiene remedio, tal y como el artista lo hace con su obra. Si no podemos escuchar la excepción, mencionaba por otro lado Carl Schmitt, tampoco podremos entender lo general, la perpetua habladuría que nos cansa. ¿No es en parte por este cansancio que, un año antes de morir, Lacan disuelve la EFP que él mismo había fundado?
Tomando como base las consecuencias que tuvo su análisis con Lacan en su práctica clínica, Esthela Solano-Suárez nos recuerda así en el libro que uno solo es responsable en la medida de su saber-hacer. Y que si el fin de un análisis implica, entre otras cosas, una especie de despertar que, como señala Miller, no cesa de no inscribirse, es porque la experiencia de un análisis no apunta a un happy end. Tampoco a la vana esperanza de que se resuelva todo por la palabra. De hecho, si autorizarse a sí mismo consiste en parte en condescender “hacia una vía de la voz que implique otro uso de los oídos y la orejas”, es justamente porque el deseo ha podido despejar una vía en relación con lo imposible, con una puesta en práctica que tiene una dirección muy distinta a la del saber. Por eso su lógica es la del encuentro contingente.
*Participante en la Sección Clínica de Madrid (Nucep). Blog de la ELP, Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. 4-12-24