El esbozo de un pasado. Una mudanza a Atenas, una mujer que había llegado desde París para asegurarse que él estuviera bien. “Algo era algo”, dice el protagonista, en el vaho de una memoria que parece escurrirse como arena entre las manos. “¿Quién está pagando por todo esto?”, pregunta luego, adormecido por los medicamentos en el cuarto aséptico de una clínica privada, lugar altísimo con grandes ventanales que dan al mar. Un doctor se ríe. “De eso tengo que hablarte”, le responde y acerca un sobre blanco de tamaño carta con una serie de mails escritos para él.

En la hipnótica Metempsicosis, la última novela del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, un escritor despierta débilmente mientras está como ausente, “con el pájaro ido, recuerdo que dicen en mi tierra, que está demasiado lejos”. El pasado vuelve de a poco, “es una neblina densa, cambiante, zigzagueante” en una intriga que crece magistralmente entre doctores y psiquiatras, silencios, preguntas, manuscritos, cuadernos y sobres. Le recetan paciencia, una y otra vez. “No se preocupe. Atina está haciendo todo lo posible para que lo dejen salir. Hay que cerrar algunos trámites”, le dice la secretaria de una mujer llamada Atina, a la vez que el narrador apenas si recuerda su propio nombre, y dice que siente que le han manoseado el cerebro después de haber sufrido un episodio.

¿Rehén de un experimento? ¿Víctima o victimario de un hecho doloroso? ¿Fruto de una mera casualidad en un camino ascendente o parte de los designios del destino? Las piezas del rompecabezas se ocultan más que se muestran -con Borges como una referencia explícita en el texto, en el sentido de una inagotable posibilidad de combinaciones- alrededor de un hombre que pelea palmo a palmo contra el cansancio al tiempo que entra a decodificar nombres que les dejaron en unos papeles, casi como claves secretas: “Metempsicosis”, “Rupert Ranke”.

Allí la novela entra en una zona esotérica, mezcla entre locura, el estudio de lenguas extranjeras, religión, fuerzas extrañas y creación literaria, desdibujando los límites entre la realidad y las diversas ficciones, la mitología y los pasadizos de un laberinto enigmático. “En este mundo dominado por la violencia, la hipocresía y el escándalo, nuestro mayores enemigos -me decía yo a mí mismo- no son ni los tiranos de turno ni los banqueros ni los llamados periodistas culturales, ni aun los promulgadores de la lectura diagonal; el gran enemigo de escritores y poetas es la tecnología informática, es la legión de nuevos sabios o nuevos brujos: los programadores que no creen en la palabra escrita y que, sin entenderla, se burlan de ella, la reducen al absurdo y ningunean el oficio de escribir”, se lee en un fragmento, donde los números parecen rivalizar contra las letras y el algoritmo contra la oración.

Varias aventuras se entrelazan así en una novela que tiene algo de epistolar, de novela detectivesca sin detective, de novela romántica y algo de novela distópica-terrorífica, como reflexiona también sobre la literatura en tiempos del presente bajo el contexto de un taller literario. “Nadie nos leerá después de muertos, porque ya nadie, o casi nadie, lee. Él y yo teníamos, como todo el mundo, muchas historias que contar. Aunque sabemos que ya todo se dijo, que ya todas las historias fueron contadas y repetidas muchas veces, que ni Homero ni la Biblia ni Shakespeare ni Cervantes serán superados nunca, sabemos también que los tiempos de hoy no son los de antes y que nada ocurre dos veces de manera idéntica”.

Dividida principalmente en dos partes, con una separata final, aparecen también en escena teorías de la transmigración de las almas, el Papa Francisco, Agamben, tristezas metafísicas, dioses inventados y espacios infinitos. Grecia como gran escenario, museos, historia, filosofía y obras cristianas primitivas, en Metempsicosis se respira un clima de incertidumbre de principio a fin, con un personaje que parece resistir en los devaneos de su mente y la de un entorno que nunca termina de descifrar. “Instinto de supervivencia, pensaba. No me convenía aislarme más de la cuenta; bastante aislado vivía ya en aquella ciudad como extranjero. Pensé seriamente en cortar amarras, en volver a viajar. Pero una voz interior me decía que debía ser paciente. En el momento menos pensado volveríamos a encontrarnos, y todo cambiaría”.

En un círculo que nunca parece cerrarse, en la densidad del relato tanto el amor como la fe se yuxtaponen en destellos cercanos a una constante metamorfosis. “Ya en la cama (enorme esfuerzo, transportarme del áspero sofá a la suave cama) con la ventana abierta, satisfecho de mí mismo con mis nuevos conocimientos, por superficiales que fueran, acerca de la Grecia inmediatamente precristiana, una Grecia más romana, con esta curiosa sensación: más que comenzar una nueva vida en Atenas, yo estaba retomando el hilo de otra vida”.

Rodrigo Rey Rosa y su alter ego en acción, en esa especie de escritura en el exilio -se fue de Guatemala en el 1980, en plena guerra civil-, con una prosa precisa, breve y bella en sus zonas de fuga, que los lectores ya conocieron en otras obras como El agua quieta, Piedras encantadas, Los sordos y Fábula asiática, una trayectoria que lo llevó a ganar el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias en 2004, vuelve a deslumbrar en un texto que tal vez tarde tiempo en ser digerido, pero allí, en el extrañamiento de un goce de perdición literaria, radique su máximo hechizo: la elección certera y sutil de las frases, el encabalgamiento misterioso de la trama, unas referencias librescas y antiguas que nunca suenan desafortunadas ni artificiales, y una apariencia errante de los personajes en su búsqueda de calma y conocimiento espiritual-creativo en un mundo hostil y de permanente desasosiego.

Es a través de ese claroscuro existencial que en el desenlace irrumpen preguntas como “¿estará dispuesta a romper las reglas y evadirse con él del campamento, de su tradición y su pasado?”. Y surge en el horizonte, entonces, una calle lejana y desierta que parece ser un nuevo mojón de lo incierto. “Es muy temprano y poca gente camina por las calles. Un recepcionista somnoliento lo deja entrar al edificio, atraviesa el vestíbulo hasta el pequeño elevador. Sube al noveno piso. ¿No hay nadie en la cantina? Las puertas están abiertas”.