Martina cuenta que en el último mes le intentaron robar tres veces. Ella tiene 23 años y atiende un kiosco en pleno centro de La Plata, justo frente a la Legislatura bonaerense, sobre calle 8. Está enojada y habla tensionada cuando cuenta las secuencias, pero se calma y reflexiona al advertir un pequeño gran detalle: las tres veces le intentaron robar comida, y siempre fueron menores de edad.
El último caso fue el que más la movilizó, por la edad y la apariencia del pibe. "Yo sé que no me puedo enojar con él", repite a cada rato, pero su bronca demuestra una cuestión más profunda. "Como él veo cien todos los días, y me vuelvo a mi casa dolorida", dice, y se toma la cabeza cuando recuerda que en Argentina, según el Indec, hay casi tres millones de indigentes.
"Son varios que andan juntos para todos lados, algunos en patas, otros con mocos, pero todos menores de edad y con una banda de berretines", detalla Martina, que cuando no tiene clientes está detrás del mostrador, sentada en su silla bajita, que casi la oculta de quienes pasan por la vereda.
El nene, de aproximadamente diez años y con la cara curtida, el pelo sucio y descalzo, entró con un hermano más grande e hicieron la típica. El mayor, al ser más alto, abrió la heladera de espaldas a Martina, pero con su hermanito adelante, que se guardaba los pebetes en la remera mientras el otro se hacía el que elegía.
Martina los vio y no dudó. "Me estás robando y te estoy viendo", le gritó de entrada. En el momento pensó que su jefa la retaría si se quedaba sentada y no hacía nada, entonces pasó del otro lado del estante y lo apuró de una. Mientras el hermano más grande se iba por los gritos, el otro se quedó a forcejear. Ella cuenta: "En ese momento estaba nublada, hice algo que no volvería a hacer. Traté de sacarle de la remera un sánguche de mierda, pero es al pedo, ¿mirá si sacaba un cuchillo y me apuñalaba? ¿y si moría por discutir con alguien que tiene hambre?"
Tal fue el forcejeo que Martina le quitó el pebete, pero cuando se agachó al piso a recogerlo, el nene se soltó de su brazo, manoteó tres alfajores de la bronca, y se fue volando. Ella se puso a llorar de los nervios, llamó a su jefa y le contó la situación. Rápidamente llegaron al lugar para cubrirla y que se tome el día.
Ella no es oriunda de la ciudad, y sólo hace un par de años conoció en primera persona estas situaciones. Como nació en un pueblo de diez mil habitantes, a una hora de La Plata, poco vio hasta sus 18 años. Al finalizar la secundaria, como la gran mayoría de sus amigos, se fue a la capital bonaerense para continuar con una carrera universitaria. Arrancó con Trabajo Social y luego cambió a Psicología, pero se dio cuenta que el estudio no era lo suyo, al menos con esas carreras, y se dedicó a trabajar.
Además de atender el kiosco, en sus tiempos libres hace uñas. Se armó una página en Instagram y la agenda siempre está ocupada. Ella tiene su departamento, paga sus impuestos, puede ir al gimnasio y cada tanto come afuera, pero laburar de cara a la calle le despierta la conciencia y ve allí lo que nadie puede contarle con palabras por televisión. Asegura que, desde que trabaja en el kiosco, nunca vio tanta gente pidiendo comida a cada rato. "Yo no les puedo dar nada porque es una orden de mi jefa, pero a mí me parte el alma, y siempre que no puedo ayudar pido perdón", cuenta Martina.
A dos días de que le robaran, una amiga le envió un reel por mensaje privado. "Ola de robos en La Plata", decía el video, que mostraba al mismo nene, pero en otro local. Dice Martina: "Hicieron la misma, entra el más grande y se lo pone adelante. La policía los agarra pero después los suelta, porque al ser tan chico no podés hacer nada. A mí me da mucha bronca porque ellos tienen hambre, pero nosotros que atendemos los locales sentimos cada vez más miedo, porque muchos wachos están sacados por la droga y no sabés qué pueden hacer".
A cinco días de haberle robado, el nene se asomó a la puerta de local, y con una sonrisa de oreja a oreja le gritó: "Eh, ¿te acordás de mí?". Ella se quedó en el molde, y si bien sintió temor por un segundo, la sonrisa del wachín la aflojó. Mientras Martina pensaba en silencio sobre aquella situación, el nene volvió sobre sus pasos, pero con el brazo en alto y con un billete de 500 pesos en la mano, que simulaba una bandera blanca pidiendo tregua.
"Mi hermano quiere dos cigarrillos sueltos y me mandó a mí", dijo el wachín en tono desafiante. "Los cigarrillos sueltos los vendemos si nos pagan con cambio nomás", respondió Martina, que confundida por la bronca, agregó: "Encima vos me robaste el otro día, y ahora venís como si nada". "Da, tenía hambre compa", contestó él. El silencio se extendió por algunos segundos, ella estaba naufragando en un mar de dudas, y él al toque la primereó: "Ya sé, dame dos cigarrillos y con lo que queda me llevo una factura, que no merendé nada".
Ella no contestó, pero se paró detrás del mostrador, pegó la vuelta y se acercó a la bandeja de las facturas. "Yo te la vendo si me prometés que acá no venís a robar más", le dijo al nene, que no pudo ocultar su emoción y largó una risita.
Dice Martina: "Juro que lo miré a la cara y no pude contenerme, cuando me sonrió imaginé por un segundo todas las cosas que habrá vivido. ¿Cómo puedo hacerme la pelotuda ante la necesidad de un wachín? Por dentro me destroza su situación y la de todos los que veo que, como él, salen a caranchear para ver si rescatan algo. Sé que está mal que robe, sé que no debería hacerlo, sé que no es el mensaje y que en algún momento va a tener que aprender. Pero yo le di una segunda oportunidad, porque ese nene debería estar jugando".