Hay dos hechos en la historia de la ciudad sobre los cuales se ha dicho y hablado profusamente. En determinada franja etaria, la cantidad de personas que dicen haber estado en uno o en otro, acaso en los dos, supera largamente la capacidad de cada una de las locaciones usadas oportunamente.
Más aún, sobre ambos se han escrito infinidad de artículos y, como si fuera poco, al menos un libro de cada uno.
Por circunstancias, probablemente azarosas, como muchas de la vida, estuve en los dos lugares, con un intervalo de casi siete años. Cuando sucedió el primero, transitábamos un período democrático y gobernaba Juan Domingo Perón. En el segundo padecíamos a la dictadura cívico militar genocida.
Selección argentina vs. Combinado rosarino
La noche del 17 de abril de 1974 se convirtió en una fecha emblemática del futbol rosarino.
En ese momento no comprendí ese fenómeno. Tomé dimensión del mismo a medida que me “convertía” en rosarino.
Por aquellos días, cursaba el secundario en el Nacional de Venado Tuerto, habíamos decidido, con mi amigo (mi hermano) Raúl, ver a la selección argentina que se preparaba para el Mundial de Alemania de ese año, el primero en el que la albiceleste participaría y que podíamos ver en directo por tevé.
Habíamos acordado con mi viejo (tenía su actividad comercial en Rosario, de lunes a viernes) que nos encontraríamos para ese evento.
Nos tomamos el Arito o el Central Casilda (mi memoria duda entre esos dos transportes de colectivo). Finalmente, llegamos una hora antes a las inmediaciones de la cancha de Ñuls. Nos encontramos con mi padre, vaya a saber cómo. Aunque resulte ocioso recordar, no había celulares en esa época. Isidoro sacó tres plateas en el sector que estaba detrás del arco que da al Hipódromo. Había ido un par de veces a la cancha de Central, pero era la primera en la de los leprosos. El lugar elegido me pareció bueno para poder disfrutar a esa selección que disputaría el mundial y en la que estaban los mejores jugadores del futbol argentino. La formación que se anunció por los altoparlantes del estadio estaba integrada por Santoro, Wolff, Togneri, Sa y Tarantini; Brindisi, Telch y Poy; Houseman, Potente y Bertoni. No presté atención a la formación del equipo rosarino. Yo quería ver al que representaba los colores argentinos.
A poco de empezar, se observó el toque del “combinado rosarino” (así se lo denominaba) y el desconcierto del seleccionado nacional. El apoyo de los que me rodeaban y de todo el estadio, con oles incluidos, ese disfrute de los locales contrastaba con mi bronca de pibe que se ilusionaba con “su” selección.
El ole era cada vez más estruendoso y el andar del equipo nacional un poco más que horrible. Mi viejo llegó a comentar en el entretiempo que Pepé Santoro transpiraba y tiritaba.
El equipo rosarino (cinco leprosos, cinco canallas y un charrúa) destilaba buen futbol. Había jugadores de gran calidad como Jorge González, Zanabria, Robles, Oberti, Kempes, entre otros. Representando a Central Córdoba estaba Tomás Felipe Carlovich, a quién no conocía y que después fue un personaje cuasi mitológico.
La leyenda dice que la descoció ese día. Mi memoria no lo pone en ese lugar. Seguramente estuvo a la altura de ese fervor que despertaron en rosarinos de Ñuls y Central, pero fue todo el equipo el que toqueteó de lo lindo.
En años posteriores, ya instalado en Rosario (en un par de años cumpliré medio siglo), tuve la fortuna de verlo en el Gabino en varias oportunidades y comprobé su clase.
Cuando sostengo que no fue para tanto lo del Trinche esa noche, hay quienes creen que adhiero a los Refutadores de Leyendas, sobre los que ha escrito deliciosamente Alejandro Dolina. Todo lo contrario, estoy dispuesto a sostener cualquier ilusión o mito que se precie de tal.
Recital de Queen
Otro mito rosarino. El recital de Queen del 6 de marzo de 1981. Como en el partido del 74, muchos dicen haber estado ahí, otros hubiesen deseado estar y afirman haber estado y otros creen haber estado. Como en el otro caso, si todos los que dicen haber concurrido a ese concierto, la cancha de Central (el Gigante) hubiese quedado chica. La de Ñuls en aquel partido mítico, ni hablar.
En ese 1981 ya llevaba unos cuantos años de rosarino y moraba en un lugar icónico de esos tiempos, poblado de estudiantes, poetas, músicos y vagos entretenidos: la torre de Urquiza al 1900, la más alta de aquel entonces.
Una tardecita de febrero del 81, Damián y Mónica tocaron el portero del 12 “G” y me invitaron a que fuéramos a ver esa banda británica. Arriba del tablero-mesa (vivía con E.A.G., estudiante de arquitectura) había algunas revistas, la Humor y Línea, entre ellas, que configuraban el espíritu ecléctico que anidaba en mí. Algunos libros, como Flores robadas, del turco Asís y Cien Años de Soledad, de García Márquez, profundizaban el eclecticismo. Como Aureliano Buendía trato de recordar ahora aquella tarde remota y se me ocurre que, en lugar de Mónica, había llegado al departamento Samantha, la chica del conurbano bonaerense.
Queen no era mi banda preferida, ni muchos menos. En ese entonces seguía escuchando a Los Beatles (desde hacía más de 10 años), Deep Purple, un poco Led Zepellin y mucho rock nacional, con Charly como estandarte.
Estoy seguro de que me convencieron muy rápido de ir a ver y escuchar a esa banda inglesa. Pero no recuerdo cómo conseguí la plata para comprar la entrada ya que las posibilidades de tener ese dinero a mi disposición, con el “sueldo” de estudiante, eran muy escasas. ¿Se las habré pagado en cómodas cuotas?
Cuando llegó el día, unas horas antes del recital nos subimos al 210, que nos dejó a unas cuadras del estadio. Había canas por todos lados. Llegamos despacito y en silencio y fuimos hacia el lugar asignado, la popular de la segunda bandeja, la que da a Regatas. El escenario estaba ubicado enfrente (a más de cien metros) donde habían sacado el arco de la tribuna sobre Génova.
Una vez instalados fuimos viendo cómo se poblaba nuestra popular y luego el resto del estadio, todo muy tranqui, con adaptación a los tiempos que corrían.
A más de cien metros y desde la altura podíamos ver esos enormes bafles y columnas de sonido y unas torres enormes al lado del escenario que también parecía como de otro mundo (al menos yo nunca lo había visto). A medida que iba llegando la gente y se acercaba la hora, el clima entre los presentes iba tomando color. Cuando Juan Alberto Badía (al que había escuchado tantas veces en Flecha Juventud y en otros programas) anunció que se venían los Queen el fervor se apoderó de la multitud. La tranquilidad del comienzo mutó a la euforia que siguió hasta el final. El sonido, la iluminación, las grúas en acción y los efectos especiales dieron un tono al espectáculo que jamás había presenciado.
Para ver mejor, desde tan lejos, nos intercambiábamos, un rato cada uno, un largavistas que alguno de mis compañeros había conseguido prestado.
Recuerdo a un Freddie Mercury, carismático y con una polenta exuberante en el escenario. El tipo no solo cantaba; se movía con mucha destreza, lo que animaba a la audiencia (nos animaba) a unirse en un canto masivo. Su habilidad para involucrarnos era muy diferente a lo que habíamos observado hasta ese momento en los recitales de los músicos argentinos, más acostumbrados a presentaciones estáticas.
El ida y vuelta de Mercury con la gente se dio en varios temas. Me parece que se destacó más en El Amor de mi Vida, Rapsodia Bohemia, Te vamos a hacer rock y Somos los campeones.
El show estuvo muy bueno y salimos contentos del Gigante. Cantando o susurrando, nos fuimos caminando hasta el Cruce Alberdi.
Fue un momento de juntarse, un momento de amor en la oscuridad.
El azar y los mitos
El azar, determinadas circunstancias aleatorias, como tantas veces ocurre en la vida, me puso en esos dos lugares. El juego y el destino estuvieron ahí.
Como pasó con tantas cosas de esos tiempos (incluida la militancia estudiantil de los 80) no tengo fotos, ni guardé las entradas. Mis acompañantes del primero de los hechos ya no están en este mundo y a los compañeros del segundo les perdí el rastro. Solo tengo mi memoria y el deseo de dar testimonio.