¿Cómo se hace para vivir sabiendo que te vas a morir? Pero no por esa condición ontológica de lo humano. Todas las personas al fin y al cabo vamos a morir. Cada soplo de vida es, a la vez, la posibilidad patente del último suspiro. En eso reside la precariedad de la vida.
Pero no, no me refiero a eso, a lo que apunto es a la cuasi certeza de que la violencia te respira en la nuca, es un contrincante en una carrera en la que por muy poco, apenas centímetros, sacás ventaja. En cualquier momento puede acariciar el pedal del acelerador y con ese pequeño gesto mirarte de lado, sonreírte con la boca ancha y aplastarte. La violencia configura, en este caso, una sabiduría de muerte tan próxima que aterroriza.
¿Cómo se hace entonces para vivir así? Probablemente Débora Torres lo conozca muy bien.
El 23 de octubre del 2020, Débora mató a su ex pareja tras arrojarle combustible y prenderle fuego. Durante la investigación penal se determinó que había sido víctima sistemática de violencia de género por parte de quien resultara muerto. El tribunal de juicio de la ciudad de Formosa (el hecho ocurrió en Clorinda), en un voto dividido, decidió absolverla por entender que su agresión había configurado una legítima defensa desplegada en el marco de aquella violencia. La resolución fue recurrida por la Fiscalía de Cámara. Débora aguardó “con el corazón en la boca” el veredicto del máximo tribunal de la provincia (o se mantenía la absolución o finalmente la condenaban). Hace días, muy pocos, se confirmó la absolución.
Este es el relato corto, carente por eso mismo de los matices de una historia cincelada por el peligro, historia en la que como en tantas otras domina el dramático dilema: morir o matar. Dicho de otro modo, engrosar la lista de femicidios o exponerse a la cárcel como castigo.
Personas como bienes de cambio
Conocí la historia de Débora a través de algunas integrantes de la colectiva feminista Kuña Ñepu’a; “Mujer que se levanta” en guaraní, o que hace la revolución, como me cuentan ellas. La colectiva se conformó en Formosa y acompañaron la campaña por el acceso al aborto legal, seguro y gratuito desde los primeros tiempos.
Luego del suceso, tejieron una red de cuidados en torno a Débora, sus hijes y las mujeres de su familia; todas marcadas por la violencia. La violencia física, psicológica y verbal de sus parejas, o de no pocos varones de Clorinda, donde las mujeres se disputan, para quienes transitan esa ciudad de frontera, como bienes de cambio. La violencia económica de un sistema de reparto de las riquezas en el que ocupan el escalafón más bajo. La violencia institucional de las agencias del Estado que, cuando la denuncia llega, esconden la cabeza bajo el agua. La violencia cocida al cuerpo como una marca ineludible, parecido, muy similar, a la forma en la que se hierra el ganado.
En el encuentro con parte de la colectiva -Débora prefirió no participar, porque, como contó una de las integrantes “Ella reza. Solo reza”-, Ana Caligaris (psicóloga social especializada en género); Gabriela Montaña Arra (psicóloga del hospital de Clorinda) y Vivi Acosta (trabajadora social), habilitan un gesto interesante: el de narrar a Débora más allá, pero también más acá, de lo que puede mostrar un expediente judicial.
Clorinda ladrillera
Cuentan entonces que Débora es madre de cinco niñes, el mayor tiene quince y la más chica seis. Vivió un tiempo en la ciudad de Buenos Aires y trabajó como cartonera, después regresó a Clorinda en donde viven su madre y su hermana; su hermana, añaden “también tiene muchos niñes”.
Ana refiere, mientras las otras asienten, que en Clorinda, buena parte de los varones trabajan como ladrilleros, “es un contexto de posesión machista”, resalta, y cuando lo dice enciende con sus palabras lo que Selva Almada describe con detalle en su novela del mismo nombre. Ladrilleros (Mar Dulce, 2013), es una ficción en la que el paisaje litoraleño se funde con el sonido de la noria, la tierra y el agua, para mostrar sobre un fondo de calor húmedo y pobreza, cómo germinan las masculinidades nocivas que dan espacio a la violencia:
“Los Tamai se habían casado jovencitos y con familia en camino. Antes de decirle sí al cura, Celina le había dicho que sí a su novio, a la urgencia de sus besos que le dejaban el cuello y los hombros llenos de pequeños moretones […] La primera vez había sido incómoda y dolorosa […] Lo habían hecho en medio de un baile […] Tamai la agarró a Celina de un brazo y se la llevó afuera del salón […] Llegaron a un grupito de árboles y Tamai la apoyó contra el tronco de uno. Sintió la corteza áspera raspándole la espalda que el solero le dejaba desnuda. En un puño mantuvo agarrada la bombacha y al otro se lo mordió para no gritar cuando lo tuvo todo adentro al novio. Cuando terminó, se arregló la ropa, aturdida. Él, jadeando, se recostó contra el árbol y prendió un cigarrillo, luego la atrajo con un brazo y la besó en la frente —De parados no preña—, le susurró”
Como la Celina de Ladrilleros, Débora también quedó embarazada siendo muy joven. Años después del nacimiento de su última hija, comenzó a convivir con el padre de la niña en la vivienda que compartía con su madre y el resto de sus hijes. La convivencia, iniciada en marzo del 2020, estuvo marcada por agresiones físicas tanto hacia ella como hacia su madre y les niñes, hasta que en setiembre del mismo año, el agresor, su pareja, abandonó la vivienda. Pero las agresiones no terminaron ahí, escalaron.
Vivir acechada
En octubre de ese mismo año, un día de calor, su ex ingresó abruptamente a la vivienda acompañado por un par de amigos. Venían de tomar cerveza, se habían excedido. Ocuparon el espacio y se dispusieron a mirar un partido fútbol. Débora reaccionó, esa era su casa después de todo, esa siempre había sido su casa; le pidió a su ex que se fuera. Pero nadie abandona su feudo tan fácilmente, él también reaccionó. Le pegó, la pateó, como a un bulto, también agredió a su madre, tuvo que intervenir un vecino. ¿Cómo se siente en la carne, en los huesos, la fuerza bruta del empeine? ¿Qué es eso de confundir cuerpos con pelotas? Debería preguntarle algo de esto a Débora, pero ella, por ahora, sólo reza.
Su ex no se detuvo.
Al día siguiente, antes de ir a trabajar, se aproximó hasta la vivienda y esperó debajo de un árbol a que Débora saliera. Desde ahí le gritó que iba a quemar la casa con ella y los chicos adentro, después se fue a trabajar.
Fue ahí cuando la situación se revirtió. Para ese tiempo Débora ya había formulado cinco denuncias y a estas le habían seguido cinco respuestas vacías, huecas y elusivas. Debió haber pensado en ella y sus hijes carbonizados, debió haber calculado que una procesión de mujeres reclamando justicia no alcanzan para restituir esas vidas, debió haber razonado que otra denuncia sería el prolegómeno de la crónica de una muerte anunciada. Como en el cuento de García Márquez, todos saben, cuando hablan, que la historia va a terminar mal.
Débora fue hasta la ladrillera en donde trabajaba su ex, lo enfrentó, discutieron, le arrojó nafta y le prendió fuego.
Así está narrado “el hecho” en el expediente judicial. Así, bajo esa forma que de tan aséptica se vuelve desafectada. Pero Ana, Gabriela y Vivi pueden añadir otras cosas. Será por eso que logra la escucha, será porque cuando se llega al límite de la violencia los matices que evita la narrativa judicial son los que se necesitan para comprender lo que “el hecho” no explica.
Casi al terminar el encuentro Gabriela dice que ha conversado bastante con Débora en los últimos días. No duerme, apenas come, y otra vez “reza, reza y reza”. Ana agrega que semanas atrás, mientras Débora caminaba por la vereda alguien comenzó a seguirla en una moto, intentó atropellarla y ella dio contra el suelo. Fue a la comisaría a denunciar, el conductor tenía el rostro de un amigo de su ex. En la comisaría desestimaron el relato, ni una exposición le tomaron. Ahora, el recuerdo se tiñe de miedo y solo se escuchan de fondo los reclamos por justicia con tono de venganza.
“Acechada” es la palabra en la que pienso cuando intento imaginar por un segundo las sensaciones de Débora.
Nadie gana con la violencia machista, pero algunas, algunas pierden mucho más.