Puede ser que a sus personajes les falte pasión o que permanezca tan oculta que resulte difícil identificarla. Lo cierto es que las películas de Martín Rejtman suceden desde un lugar interno, casi invisible. Todo lo que les pasa a sus criaturas (podríamos preguntarnos qué harían los personajes de Rejtman si alguna vez estallan) se mantiene oculta y se manifiesta en los silencios, en las acciones a veces repetitivas, en esa indolencia que a lo largo de los años se ha convertido en una carga ideológica.

El protagonista de La práctica (estrenada en la plataforma Mubi después de su paso por el Malba) es un profesor de yoga argentino recién separado que vive en Chile pero no pierde nunca su condición de extranjero. El mundo de Rejtman es muy chejoviano en esos diálogos donde la banalidad se convierte en el modo de pensar un comportamiento social. Rejtman se ocupa de mostrar la parte más liviana de un drama a partir de la inercia de sus personajes. Parece que los seres creados por Rejtman nunca toman decisiones, aun cuando intentan giros drásticos con sus vidas, lo que vemos es un dejarse llevar, un aceptar lo que sucede, una voluntad de vincularse desapasionadamente. 

El deseo es un material esquivo y es allí donde radica cierto nihilismo o proximidad con el absurdo. Lo que hace Rejtman es trabajar sobre el realismo pero exagerando o potenciando la dimensión de lo real al extremo de parecer artificial, como si buscara provocar o empujar a las acciones hacia una dimensión donde no les queda otra alternativa que mostrar sus mecanismos internos, su forma como si se tratara de un artefacto que ofrece su funcionamiento a la vista de todos. El público queda en una zona incómoda, desconcertante donde se ha perdido todo disimulo.

Vemos a los personajes (o a las personas, en este sentido Rejtman parece un hiperrealista) tal como son, sin sus máscaras. Es interesante que un director que fundamenta buena parte de su estética en un estilo de actuación inexpresivo, con variaciones sobre la monotonía, sin afectación y sin mucha conexión emocional que debe ser comprendido y asimilado por todo el elenco, sea en realidad un artista que apela a la falta de máscaras, a personajes que surgen ante nosotros con todas sus muletillas, con los recursos y artimañas leves con las que intentan construir una personalidad. Los personajes de Rejtman muestran su precariedad como personas, lo difícil que les resulta llevar adelante sus vidas en esos comportamientos que el director revela en su impiedad. Habría que replantear lo dicho: es Rejtman el que establece un vínculo con sus personajes desde la cámara, la puesta en escena y el guión donde compone desde esa desprotección, como si los lanzara a una historia sin estrategias.

Gustavo (Esteban Bigliardi) está perdido entre la casa de sus cuñados, el estudio de yoga y el orden que le reclama su madre (Mirta Busnelli) en sus visitas a Santiago de Chile o en la pantalla de zoom desde la Argentina. Es un ser en tránsito pero es justamente en ese tiempo donde ha perdido todo objetivo que los hechos ocurren contagiados de su lentitud.

Rejtman es chejoviano porque en las conversaciones insustanciales sucede lo más crucial de las vidas de los personajes, como si entendiera que es imposible hablar sobre lo que nos pasa o nos duele o que cualquier mención al propio drama sería inútil. En este sentido es interesante pensar sus películas en relación con los contextos. Si Rapado parecía caracterizar a la juventud de los 90 y Los guantes mágicos llevaba al ridículo las conductas sociales marcadas por la crisis del año 2001, La práctica entra en relación con todas esas tecnologías del yo que intentan apaciguar o resolver la ansiedad y las exigencias de esta época. Solo que en Rejtman los personajes no parecen estar afectados por esas demandas y las técnicas ligadas al yoga (una suerte de reemplazo de los psicofármacos bastante presentes en sus películas anteriores) tienen un sin sentido que atraviesa a todos los personajes como una radiación que los lleva a permanecer, a seguir, a no entender muy bien por qué están juntos o qué hay detrás de sus decisiones. 

Los diálogos eluden lo sustancial y van hacia algún detalle del entorno, hacia alguna costumbre que parece explicarlo todo como si no se atrevieran o no supieran exactamente cómo abordar el drama que, en la acumulación de conflictos parece volverse más sólido, entero, como si creciera atraído por tantas situaciones que se suceden hasta instalar una constelación de pequeñas anécdotas. Un estado latente donde nadie aguarda una resolución.