El discurso y las prácticas de odio gubernamental libertario, contra la Argentina y su población más desvalida, es como el cólera, cuyo síntoma característico es defecar sin solución de continuidad. Defecar una diarrea acuosa y abundante con olor a pescado, mientras se vomitan hediondas babas biliosas. Encuestas recientes arrojan como resultado que el 75% de la población rechaza ese discurso burdo y soez. Es decir que, incluso entre quienes todavía apoyan este modelo político, se desaprueba la agresividad comunicacional del presidente.

Los excrementos simbólicos libertarios se derraman sobre quienes no son personas de privilegio. El habla cotidiana se contaminó con exabruptos inadmisibles hasta no hace mucho. Personas que por su investidura deberían ser educadas eructan vulgaridades similares a las excreciones del cólera.

Ese lenguaje brutalista cae sobre las clases media, las populares y la mal llamada “clase pasiva”. Nos deteriora y nos deserotiza. Es angustiante que no haya vías de escape placenteras. Recorriendo estadísticas de analistas políticos, de cientistas sociales y de especialistas en sexualidad, se registran más divorcios y más disminución del deseo, más conflictivo en parejas convivientes, mientras aumenta la sensibilidad a las vejaciones y, la juventud pospandémica suele consumir pornografía, pero no practicar sexo.

Existe una tendencia al individualismo sexual y a lo virgo abstinente. Considero que esta anomia se agudiza cuando el poder deja sin recursos a la mayoría de la comunidad. Siempre la culpa es de gestiones anteriores, no se asume nada y se insulta. Anarcocapitalismo es nihilismo, es desierto y, como lo vaticinó Nietzsche: ¡desventurado el que cosecha desiertos!

No existe antecedentes de un jefe de Estado, en democracia, con un discurso tan chabacano y cargado de odio. Ni siquiera el presidente del país imperial (al que venera) se permite agraviar con vulgaridades y obsesiones por las conchas con las que insulta (de tu hermana, de tu madre), ni con anos penetrados (de bebés encadenados, de mandriles, de quienes no piensan como él).

Ni hablar de su insólito desprecio por el país que gobierna, o de la catarata de contradicciones que esparce a troche y moche. Por ejemplo, no es cierto que odia al Estado, lo ama profundamente. Con dineros estatales paga sus viajes fastuosos, su participación en cónclaves organizados por la ultraderecha estadounidense corta-micrófonos. Con dineros estatales engordan desmesuradamente patrimonios y se paga a personas corruptas para que voten “leyes”.

“Hoy todo se hace por intercambio”, dijo la ministra que azuza la violencia. No se refería al intercambio de mercado sino a las coimas legislativas. La corrupción asumida. Robin Hood invirtiendo el sentido: robar a la gente pobre y transferírsela a la rica. No solo cada día desaparece algún derecho, también el lenguaje y las costumbres se contaminan. Esa irritación permanente intoxica el clima social, envenena a la comunidad con odio.

Cuando se aparta el deseo, cuando la política deja de seducir y nos pone palos en la rueda quitando los medios de sobrevivencia, no se puede sino recordar que así comienzan las decadencias de las culturas, de los países, de los imperios y de los bufones del odio.

Pero, ¿qué es el odio? Una pasión triste equiparable a la cólera (también al cólera), el miedo, la envidia y el resentimiento. Una tristeza del alma relacionada con una causa exterior a ella. Usualmente se odia al enemigo, pero el poder libertario odia a sus gobernados y se lo hace saber, eso crea una tensión social que habilita y justifica la violencia.

¿Y qué es lo contrario del odio? El amor, una pasión alegre. La alegría se define por el aumento de la potencia de acción. El verdadero amor es fecundo. Me refiero a cualquier tipo de amor. El amor gubernamental es un sentimiento que se da por supuesto. Los líderes y las lideresas aman a quienes lideran. Pero -por una torsión histórica argentina que recuerda tiempos nefastos- el presidente y sus laderos nos maltratan, no podemos sonreír, el poder no nos ama.

Se va creando un clima que se expande reticularmente por el entramado social. Aumentan los divorcios y la asistencia a especialidades en psicología o psiquiatría o ambas, por un lado, se abandonan estudios, se apaga el deseo libidinoso y se le roba la autoestima a la población, por otro. Se constatan bajadas de libido, las mayores tensiones se producen en las parejas convivientes. Excitarse sexualmente y amar no es fácil con el estómago vacío y la psiquis sumida en la incertidumbre.

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No hay libertad sin sustento económico. Las costumbres, bajo un gobierno rústico, se degradan. ¿Libertarismo?, sadismo puro y duro. Sin armonía en la vida pública, no hay paz en la privada. ¿Quién se entrega alegremente a distenderse si no puede solventar su subsistencia?, si nos dejaron sin justicia, si golpean y gasean a personas indefensas, si se excluye a más de la mitad del país al quitarles protección a mujeres, diversidades y niñas. Escasean los estímulos para amar mientras bombardean con estímulos para odiar. Margaret Mead, realizó estudios sobre violencia y armonía en poblaciones originarias, en Polinesia. Demostró la influencia del entorno en la formación de las identidades. Las diferencias entre culturas no responden a diferencias innatas entre las personas, sino a incidencia del poder sobre ellas. Incidencias que subjetivan poblaciones irritables. Hay que enfrentarlos sin agresión, pero con firmeza. Personas reflexivas y comprometidas pueden movilizar resistencias. No es fácil, pero dejar de intentarlo es comenzar a ser cómplice. Se puede luchar y construir un poder amigable para recuperar la dignidad ciudadana, la beatitud del amor y el placer del sexo, reafirmando valores inclusivos al servicio de una vida jovial, sin cólera.