“Y me fui por la bajada vieja/ Donde un día conocí el amor/  Y crucé por sus calles de tierra/ Con el al alma llena de ilusión/ Pero sólo me esperaba el río/ Acariciándome el corazón. Ramón Ayala

Aprendí a cazar palomas con el cuadrado en una humilde casa de un pueblo perdido en la llanura. Mi abuela, mi primera maestra de vida, solía construir sonoros castillos de palabras sencillas, cimentados en ejemplos mudos. Para cocinar manjares usaba siempre la misma receta, la realidad. 

Partía de lo poco que tenía, aquello que le devolvía la tierra después de haberla trabajado con amor, verduras, hortalizas, aromáticas, tesoros que sabía mezclar mágicamente logrando sabores y olores imborrables, que no sólo viven dentro mío, en ocasiones se despiertan y caminan sobre mi piel de pollo cuando surgen accidentalmente mientras cocino. 

Un poco de maíz y mucha paciencia eran los dos elementos imprescindibles para lograr una buena cacería, el cereal se podía comprar con pocas monedas, la paciencia se adquiere con el tiempo, aseguraba doña Emilia. Durante la sobremesa de una abundante cena de guiso de torcazas, le pregunté a la cocinera sobre un cuadrado inverso al nuestro, un cajón inmenso de madera, centro de una suelta de palomas en un acto en conmemoración del día de la bandera al que había asistido con la escuela. 

Mi interés era saber adónde se dirigía la bandada asustada por el ruido de las marchas militares y los aplausos de la concurrencia. Me quedó grabada para siempre aquella respuesta, “todas vuelven al lugar exacto en el que nacieron, al viejo palomar, al primer nido donde fueron huevos alguna vez”. 

Cuando volví a Rosario a finales de aquél verano, me convertí en un cazador solitario, pero con un final distinto. Mis presas no terminaban en la cacerola, las fortalecía con pan mojado en leche en un jaulón destartalado, para después soltarlas y verlas volar en dirección a sus patrias boreales. 

Creo que nunca abandoné mi primer oficio, en la actualidad soy cazador de historias. Todas las mañanas preparo el cuadrado y espero, coloco mi plástica silla blanca de frente al río, al sol naciente, a la húmeda brisa proveniente de islas entrerrianas. 

Todos los mortales portamos secretos, en ocasiones tenemos la necesidad de soltarlos al viento sin que pierdan la condición de tal. Los individuos escasos de dinero o de fe , aquellos que no pueden liberarlos frente al secreto profesional de analistas o sacerdotes, eligen a gente de paso para depositarlos en anónimos oídos sin importarles el destino final de sus aventuras . 

Es cierto que existen ventajas comparativas para los tramperos que trabajamos en la calle, no es lo mismo hacer catarsis en el interior de un local privado que durante un trayecto en taxi o frente a un puesto callejero, en ambos casos el individuo se encuentra en la vía pública, ningún civil puede solicitarle que viaje callado o que siga circulando por la vereda . 

Don Luis todavía compra la revista Muy Interesante, la paga cada vez que cobra su jubilación, con la excusa de saber si salió la nueva edición , se acerca al cebadero y se sienta en el cuadrado. Coloca el bastón sobre su falda, como cruzando su pierna de palo sobre las dos de huesos, y dirige su atención a un punto en el espacio, hacia un agujero de luz que se forma entre la bajada Puccio y la base del puente del poeta, espera con calma que se llene su aleph adoquinado con la chimenea de un barco de ultramar deslizándose lentamente para poder percibir el río que corre debajo. 

Sostiene que no es lo mismo imaginar que recordar y de la misma forma que contemplar el vuelo de una golondrina implica mirar el cielo también, sólo le basta con observar desde lejos una embarcación en movimiento para rememorar el viejo camino que siempre pasa pero que nunca se va. 

Con la paciencia que me arrimaron los años más algunos bizcochitos de grasa empujados con amargos, esperé agazapado el tiempo necesario para que el anciano decidiera liberar alguna paloma desde el palomar de su memoria. 

De repente, un ejemplar de exposición escapó de su boca aleteando nerviosa, una mensajera sin anillar dispuesta a colorear el paisaje con el pincel de la evocación. Dibujó con palabras la base de la antigua barranca, su única calle lateral de tierra en medio de una zona inundable rodeada de pastizales y habitada por pescadores en casas precarias. Hasta ese lugar llegaba en su bicicleta en la previa de cada partido en búsqueda del Pocho Medina, hábil zurdo que jugaba mejor descalzo que con botines, pieza fundamental del equipo Plaza Alberdi. 

Todo fue rutina hasta el día que se topó con lo inesperado, su fantasía hecha realidad , Guadalupe, hermana del crack, joven con tono de río en su piel y ojos color de helecho, quien le avisó sobre la ausencia del goleador. Preso de una inusual alegría subió la bajada cantando y sin esfuerzo, alegría que se renovaba cada vez que la volvía a encontrar. 

Cuando ya se sentía uno más de la familia, la tragedia mostró su peor cara, al menor de los Medina se lo había tratado el remanso. Durante varios días ayudó a rastrear al ahogado. Presenció cómo los pescadores hablaban con el Paraná como si se tratara de un dios todopoderoso, escuchó sus rezos, sus súplicas para que le devolviera lo que no le pertenecía, arrojó panes bendecidos para buscar al desgraciado en aquellos sitios en donde la harina se hundía rápidamente. 

Todo terminó cuando la prefectura acercó el cuerpo hinchado a la costa para iniciar el velatorio más triste de su vida. Al poco tiempo se produjo el exilio de los pescadores, su amada se despidió en el largo silencio del último abrazo, dijo haber recorrido todas las islas con su bote “ mojarrita” miles de veces, sin hallar un sólo rastro de su enamorada. 

Después, la soledad. Cuando entendió que solamente buscaba en otras mujeres a su bien perdido, para dejar de engañar y de engañarse, optó por refugiarse en la música. Hasta el día de hoy, confesó emocionado, abraza su acordeón a piano de 48 bajos para perderse en el misterio de un gualambao y volver a sentir el mismo vacío en el estómago que le producía bajar la bajada vieja en bicicleta para encontrarse con ella.

Jamás interrumpo ninguna historia en pleno vuelo, sólo me guardo una pregunta para cuando la presa se aquieta, imitando tal vez al seco tirón del hilo, acción final con la que me aseguraba de haber atrapado lo buscado. 

Le pregunté al narrador nostálgico si alguna vez pensó que Guadalupe todavía lo estaba esperando en algún sitio. Fue la única vez que dejó de mirar hacia el este para enfocarse en mis ojos y explicarme con enfado: “De ninguna manera!…usted debería saberlo!…la mujer es más fuerte que el hombre, lleva la vida adentro. Seguramente estará rodeada de hijos y nietos, a lo sumo mi corto apodo andará escondido entre algunos de los nombres de sus gurises”. 

Don Luis partió tan despacio como había llegado, pero esta vez no se fue del todo. Tomé su emplumada historia con el mayor cuidado, la encerré en este cuento mal escrito, la fortalecí primero con metáforas mojadas en falacias y la solté luego sobre esta página para que algún lector anónimo logre planear con ella hasta su zona iluminada, aquella en dónde sentía todo con la fuerza de la primera vez, en otras palabras, cuando aún no había perdido de vista al cascarón de su huevo partido.

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