La obra de la escritora uruguaya Armonía Somers, presente pero no “central” ni “constante” durante la segunda mitad del siglo XX a ambas orillas del Río de la Plata, estuvo caracterizada por incomprensiones y prejuicios, irregularidades editoriales y desencuentros. Con su primer libro publicado, una nouvelle aparecida poco antes en una revista, en una versión más breve, La mujer desnuda (1950), sacudió la escena literaria local, despertando toda clase de conjeturas en los medios periodísticos y culturales, a partir del desconocido y particular nombre y apellido que firmaba esa historia, intensa y delirante, de desposesiones y deseos. Una sacudida que se repitió con su libro de cuentos El derrumbamiento (1953), y especialmente con el que lleva el mismo nombre -escrito en 1948-, convertido en un verdadero clásico, numerosas veces leído, analizado y discutido. Libre y desprejuiciada, con desparpajo e irreverencia, la literatura de Somers se ganaría, por caso, la crítica de un colega como Mario Bendetti, quien algún tiempo después revisaría y cambiaría de posición.
Nunca incluida, marginada y apartada del “boom” editorial latinoamericano, Armonía Somers pasó por dos períodos, de prácticamente una década cada uno, sin publicar libros, aunque siempre escribiendo, y en general manteniendo una presencia, con cuentos y relatos, en revistas y diarios. Y en 1986 aparecen -sólo por casualidad- sus dos últimos trabajos: las novelas Viaje al corazón del día, publicada en Montevideo, y Sólo los elefantes encuentran mandrágora, publicada en Buenos Aires. Esta última fue escrita durante los años 1973 y 1974, durante una convalecencia, y en momentos previos a la dictadura, por lo que su autora decidió dejar pasar el tiempo, pensando incluso que podría llegar a ser un legado y publicarse póstumamente.
Durante la década de 1990, Somers continuó recibiendo atención, incluso por parte de la academia en toda América y Europa, y será el editor Edgardo Russo, con El cuenco de plata, quien rescate desde los 2000 gran parte de la obra: junto a las dos novelas mencionadas, Un retrato para Dickens y Tríptico darwiniano, entre más títulos; a los que se suman los más recientes Cuentos completos (2021), un volumen de más de 600 páginas, publicado por la española Páginas de espuma, y una edición ilustrada de La mujer desnuda (2022), por Criatura Editora, de Uruguay. Y ahora, al cumplirse un “doble aniversario” de la autora -nacida en 1914 y fallecida en 1994-, como parte de la “Colección Archivos” de la Universidad de Poitiers, aparece, en su volumen número 70, coordinado por la investigadora y profesora María Cristina Delgado, la edición crítica de Sólo los elefantes encuentran mandrágora, publicada por la cordobesa Alción Editora.
UNA NOVELA DEL DELIRIO
Personaje o figura “Sembrando Flores” es el nombre de quien protagoniza esta novela barroca, desmesurada y excéntrica, que rompe los moldes de la típica narrativa lineal para convertirse en un conglomerado de múltiples textos: un verdadero patchwork, donde confluyen -con y sin articulación- toda clase de trozos y retazos literarios, muy diversa y variada índole, “estilos” y “formatos”: hay numerosos personajes y más llamativos nombres; autobiografía y biografías; folletín y novela gótica (con vampirismos varios); relatos históricos e ideologías; recetas de cocina, animales y leyendas; cartas y toda clase de notas y anotaciones; peripecias varias, aventuras y hasta iglesias y curas. Es una narrativa donde el elemento biográfico (la autora, hija de un padre anarquista y una madre católica) se conjuga con los espacios (rurales y urbanos) y las tradiciones y formas literarias. Por su parte, el ensayista y escritor Wilfredo Penco, en “La posesiva ficción como acto de pertenencia”, un texto que abre el volumen, destaca a Sólo los elefantes encuentran mandrágora como “el gran proyecto de la desmesura, los tiempos superpuestos y contrapuestos, los espacios cerrados sobre sí mismos y a la vez abiertos a la intemperie más violenta, las voces múltiples, feroces, indómitas, delirantes y agónicas”. Además, la ubica en tándem con la novela Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, y menciona un texto que Armonía Somers leyera en el Cabildo de Montevideo, apenas seis meses antes de su fallecimiento. Allí, ella dijo: “Escribir es exponerse, dar la propia nota disfrazada de acontecer ajeno”. El artista y su arte, entonces, unidos en su presente, como una sola y misma cosa.
“Sembrando Flores” entonces, personaje de ficción o autobiográfico, convaleciente en una cama de hospital, padece de “Quilotórax” y posee unos “Cuadernos”, que le (y nos) son leídos por un o una tan presente como evanescente “Ángel” y “Angel” -sin acento-, y donde los relatos, las lecturas, las cartas y demás formas de la escritura conviven, se superponen y solapan, configurando casi un continuo, laberíntico por momentos, para la lectura; en múltiples “circuitos”, donde el densísimo “todo” -más si se aprecia sin pausa alguna y “desde arriba”, o panorámicamente- es mucho más que la suma de cada una de sus partes, cada una de las historias y episodios que suceden: “con tantos cabos sueltos para hilvanar aún. Abigail, y el tiempo congelado del principio que parecía empezar a licuarse por entonces escurriéndose alocadamente”, se lee a poco de comenzar la novela.
De este modo se combinan en un párrafo, por ejemplo, y con una particular sintaxis, los prolegómenos del episodio histórico de la Segunda Guerra Mundial con la historia familiar y también el humor con y por las palabras: “Y de pronto, poco más de un mes después de aquello, concretamente un tres de septiembre, Inglaterra y el mismo día Francia que juntan los perros de sus cotos de caza y salen con todo, por lo de Polonia, contra tu hombrecillo del bigote chaplinesco. Mi abuelo se llamaba El Maestro. Todavía lo recuerdo brindando por él un día 20 de abril, su cumpleaños, se oyó decir a la voz angélica aclimatada en el cuarto del Quilotórax. Y yo me ne frego del maestro endiosado por tu abuelo, replicó descaradamente a lo Cosenza Sembrando Flores. Hacía algún tiempo que ya el Colegio de Señoritas había quedado atrás, hermoso diploma mediante, cuando vinieron a preguntarle, estando sentada leyendo en el banco de una plaza, por cierta Erika Fraudenberg. Pelirroja y troglodita, agregó ella como segundos apellidos de la indagada. ¿Y qué es eso de troglodita? Es que Erika daba siempre a las palabras un significado personal: idóneo por ignorante, troglodita por políglota, ya que hablaba alemán, inglés, francés y esta porquería de español según sus expresiones. Llegó a decir en aquellos tiempos que conocía a un matrimonio cuyas relaciones amorosas eran en forma de triptongo, se entiende que por triángulo”.
Galileo y Giordano Bruno, Shakespeare y Namuncurá aparecen, son mencionados más o menos explícitamente, a lo largo de las múltiples historias, al igual que otro célebre personaje histórico al que se alude, a partir de una referencia al Manifiesto comunista: “Y entonces la mujer se apercibió definitivamente de que era cierto lo dicho quién recordaría por quién, andábamos aún en la prehistoria”. Explicitándose en la página siguiente: “Y un hombre de mediana estatura, de esos que parecen revólveres de plástico en fundas tejidas por la abuela, intentó el cruce: Soy Karl, dijo, vengo a ver qué charlotada han hecho estos en mi nombre”. Hay, también, entre otras, una referencia a su propia obra literaria, recordando aquella primera novela publicada décadas atrás: “En lo relativo a la desnudez, y esto lo digo por algo que escribí en mala hora y que por poco me costó el pellejo, sigo pensando lo mismo que hace tantos años, cuando aún cabía desnudarse, una actitud sólo reservada a la posibilidad de hacerlo sin que los pájaros se asusten, y una forma expresiva como cualquier otra”. E incluso hay páginas con un relato sobre la experiencia de encierro en un manicomio (“un momento, voy a traer el mate y la caña porque esto que viene ahora no se cuenta sin enjuagarse antes el garguero”), en pasajes de bruta intensidad que bien podrían filiarse a los que traen las novelas, en episodios sobre el mismo tema, de Alberto Laiseca, en El jardín de las máquinas parlantes, y de Salvador Benesdra en El traductor. Así, podría también pensarse a Armonía Somers como una madre o madrina avant la lettre del “realismo delirante”, o, directamente, del delirio literario sin más.
ARMONÍA Y SUS RESCATISTAS
La edición que publica Alción de Sólo los elefantes encuentran mandrágora, con sus más de 500 páginas, es un volumen preparado por una decena profesores/as e investigadores/as de Uruguay y Argentina, prologando y epilogando la novela en sendas secciones. En la introducción de María Cristina Dalmagro, se recuerda el nombre completo de la autora nacida en Pando, Armonía Liropeya Etchepare Loncino, y sus trabajos de toda la vida, como maestra y directora de instituciones -como una biblioteca de museo-, y las influencias en la infancia y juventud: “Un maestro español amigo de la familia, los viajes a Montevideo para asistir a la escuela, conflictos familiares con su padre y con su madre, la tensión entre dos visiones de mundo opuestas: madre católica apostólica romana y padre anarquista, una particular biblioteca con nombres como Darwin, Dante Alighieri, Leopardi, Paracelso, Bakunin, entre otros, marcaron su infancia, su adolescencia y toda su vida”. En su carácter de docente y funcionaria, con presencia pública, Armonía decidió adentrarse, desdoblándose, para las lides literarias, con un nombre -en este caso, apellido- de pluma. Y cultivar el perfil bajo, dando muy pocas entrevistas a lo largo de su vida.
Entre los textos del dossier final a la obra, en la “Recepción crítica”, Agustina Ibañez destaca el trabajo de acopio e información para este libro, con el rol de Jorge Lafforge como editor de Legasa en 1986, y varios puntos del derrotero literario de Somers, desde sus comienzos, cuando Ángel Rama difundió y promovió sus cuentos, pasando por el juicio negativo de César Aira a esta novela tanto en un artículo y en su Diccionario de autores latinoamericanos, la academia (por caso, con los dos ensayos que se encuentran en Atípicos, volumen antológico dirigido por Noé Jitrik), y la nueva edición, la segunda, publicada en España, en 1988, por el impulso de Marcelo Cohen y Nora Catelli, con la editorial Península, junto a una entrevista que le realiza Elvio E. Gandolfo para el matutino español La Vanguardia, y el rescate editorial, como el que realizó en los 2000 El cuenco de plata. Finalmente, la novela saldrá publicada en su país de origen, y luego en sucesivas ediciones allí y en muchos países más. Y se destaca además la valoración de Eduardo Dolpher, quien a fines de 1986 -año de la primera publicación- propuso y estableció filiaciones: “Al interior de Uruguay, la nueva novela de Sommers es equiparada con Don Juan el Zorro de Francisco Espíndola y es catalogada como ‘lo mejor que haya producido la narrativa uruguaya en los últimos treinta años’. Fuera de Uruguay, es hermanada con Paradiso de Lezama Lima, Yo el Supremo de Roa Bastos, Bajo el volcán de Malcolm Lowry y Adán Buenosayres de Leopoldo Marechal”. Firmante además de una “Bibliografía” de casi 60 páginas, apunta y sintetiza Ibáñez: “Entre la loa y el rechazo, el aplauso y el silencio, la obra somersiana supo construir los pedestales de su vigencia”.
Hablamos de una vigencia que se renueva con nuevas camadas de lectores y lectoras, posible ahora con esta nueva edición de Sólo los elefantes encuentran mandrágora; una invitación ya enigmática desde su título, con una planta que es mencionada y aparece en multitud de ocasiones y situaciones a lo largo de toda la historia (escrita) de la humanidad. Una obra, entonces, de espíritu libérrimo y desbordante, y que, según su misma autora, podía ser “la caja negra”, “la tumba de Tutankamón” y hasta “el proyecto total” de su escritura.
>Fragmentos de Sólo los elefantes encuentran mandrágora
Y ella no iba a regalarle su comprimido mágico, doctor Lilium, como usted hiciera con el suyo. Porque quedar dormidos o sin tensiones si uno es como es, o excitarse con un poco de alcohol furtivo si se anda con alguna brecha íntima cual es su probable caso, son recursos así de importantes como alimentar el cuerpo, y no se diga otra práctica tan natural porque está el NO de los Mandamientos. Mas por si resultó positiva aquella cura, por si sus alaridos durante la prohibición no fueron vanos, y principalmente por si usted, luego de quedar abstemio, no se transformó en un hombre de trapo, callado, anónimo y sin fuego como una colilla en la calle después que la han pisoteado y le ha llovido encima, su compañera de infortunio irá a relatarle una pequeña parte de lo suyo, lo mejor que encuentre en la rebusca. Y conste que llama lo mejor a aquello incontaminado aún, es decir sin colisiones entre carne y espíritu, sin guerra y paz de las otras, sin la peste de la pobreza concientizada que es ansia de dinero y poder oculta por andrajos.
Estaba ya bastante afilada en el deletrear cualquier cosa, cuando enderezó hacia algo que le pareció fascinante: la mandrágora. Pues mientras se salvaran en el canasto peces tan grandes que no sería necesario mentir a su respecto, había uno de los echados por Pedro el día del infame saqueo con el título de Ciencias Ocultas, y allí leyó como pudo:
“Esa planta curiosa tiene una raíz muy parecida a la figura del hombre. Ciertos místicos ven en ella el vestigio umbilical de nuestro origen terrestre. Lévi mismo piensa que el hombre, al principio, tenía una forma de raíz. Por analogía, infería que los primeros hombres eran de la familia de la mandrágora”
Y es claro que enseguida quitó la página que hablaba de eso, ya que si todo el mundo se ponía a leer tales cosas estas perdían misterio, y sin misterio no quedaba nada, lo restante era un esqueleto al viento. Como también había arrancado otra con el grabado del unicornio, de modo que mediante el unicornio, y nacida la esperanza de encontrar la mandrágora, iba a continuar cultivando in mente la causa de su manía de guardar hojas frescas, sólo que la mandrágora permanecía prófuga, pues ella desenterraba toda la hierba para ver la raíz y nada del tal hombrecillo. Y sucedió que luego de la milagrosa curación del oído, la Caña volvió un día con algo raro en su semblante. La otra le preguntó si su dolor se le habría traspasado, y ella que no, que cuando la madre curaba lo hacía de verdá y pa’ siempre. Siguió averiguando y a todo un no que la tenía aburrida, hasta que finalmente y como al descuido se la oyó saber algo: quería a toda costa la máquina de fabricar viento. Su dueña tuvo la intención de regalársela en el acto, y de ningún modo el trabajoso parto del deseo le pareció proporcionado al objeto. Pero fue la interesada quien puso precio.
-Yo había pensado dir a buscar tu mandrágora, aunque naides la conoce por aquí, ni mi hermano Septimio que sale por las noches de los viernes con forma de perro de siete colas y se desbarranca en cualquier lao.
(Era el séptimo hijo varón, doctor Lilium, y usted ya conocerá lo que eso significa por estos lugares, transformarse en perro la noche de los viernes, o mejor dicho en lobizón).
***
Y mientras el grueso de la tribu se iba acercando, allí estaba el hombre. Su proximidad le pareció algo terrible, como si a uno le fuera dado un día ver el trueno, el viento, el mugido o cualquier otra cosa de las que se tienen el nombre o la sensación, pero nunca el cuerpo materializado.
-Ya dije la misa, ite misa est- murmuró haciendo un además como si espantara moscas- ¿están todos listos?
Luego miró a una en particular, vio que refulgía distinta dentro de su traje marinero, y aunque descalza porque en el último paquete no habían venido zapatos, llevaba un ostentoso sombrero de paja de Italia.
-¿Cuál es tu nombre?- preguntó buscando la inevitable medalla.
-Sembrando Flores.
-No se gastan bromas con un siervo del Señor.
-Es que yo me llamo así- aclaró la enjuiciada con voz rota por el temor- es un nombre que eligió mi padre, creo que lo sacó de un libro.
-¿Y quién es tu padre?
-Pedro Irigoitia.
-Ajá, el librepensador, el revientaglobos, ¿no?
El Caña grande le hacía señas negativas por detrás del Cura, pero ella no alcanzaba a comprender en qué sentido. Su capacidad de recepción del mensaje no existía aún, de modo que nada valía el mensaje mismo.
-Sí- dijo para su mal- y lo llevaba preso sólo por jugar. ¿Usted no juega nunca?
El Cura se sentó sobre su piedra entre las flores silvestres. Aquello era un desperdicio de tiempo para empezar la cacería, pero él había ya cumplido con la iglesia y no tenía prisa.
-Sentaos todos- ordenó con la voz de lo que era- no hay trueque. Únicamente que ella no forme parte del grupo: la hija de un enemigo de la fe no puede andar en negocios con un Sacerdote, somos representantes de dos bandos contrarios respecto del Todopoderoso Creador.
Estos fragmentos pertenecen al capítulo once "Del trueque".