Quien visite la bella Ciudad del Cabo, acá enfrente en al fin de Africa, se va a encontrar un bien preservado fuerte holandés. Adentro hay varios edificios a la inglesa, incluyendo un inesperado salón de baile, la residencia del gobernador y oficinas de gobierno. Es un museo muy bien llevado, con esas cosas que se van juntando con el tiempo -calesas, un arsenal a yesca- en los edificios viejos. También es una atracción con esas figuras a veces repetitivas, los guías que repiten aburridamente el guión histórico. Pero hasta en la mayor modorra, el argentino parará la oreja cuando escuche que los ingleses tomaron la colonia holandesa en 1806, que el comandante era William Carr Beresford y el almirante Sir Home Popham. Es demasiada coincidencia.

Resulta que la expedición inglesa fue producto de que Napoleón había tomado Holanda y nadie quería que la colonia del Cabo, llave del comercio a Oriente, fuera ocupada por franceses. Los británicos armaron una flota y una expedición fuerte, predicada en la idea de que los "holandeses del Cabo", hoy más conocidos como afrikaners, iban a resistir. Pero resultó que los locales no tenían ganas de pelea, preferían el amparo de una potencia protestante, como ellos, y que el fuerte era falso: sus  muros masivos son taludes de tierra pisada disimulada con lajas de piedra. Dos cañonazos y los disolvés.

Fue un paseo militar, con más bajas por accidentes que por combates, y los ingleses se quedaron hasta 1948. Beresford y Popham se encontraron con una flota y un ejército en perfecto estado, miraron el mapa y vieron que enfrente, justo enfrente, estaba el Río de la Plata. Sin órdenes ni permisos, decidieron invadir el imperio español en su final al sur y regalarnos la primera de nuestras tan formativas Invasiones Inglesas.

Entre tantos que vinieron, ganaron y después perdieron estuvo un capitán inteligente y de buena pluma, Alexander Gillespie, que años después publicó un libro que es uno de nuestros clásicos, Buenos Aires y el Interior. Son casi trescientas páginas perceptivas y balanceadas, con algunas observaciones agudísimas, que abren contando la campaña por acá, de la que muy pocos habían oído hablar en Gran Bretaña. La cosa se pone interesante cuando Beresford pierde zonzamente la guerra que le plantea Liniers, que lo primerea y desanima con astucia. Y se pone muy interesante cuando Gillespie destaca la creciente distancia, la brecha diríamos hoy, que separa a criollos de españoles.

Beresford y sus oficiales estaban convencidos de que era imposible que los españoles les hicieran frente, el tipo de altanería racial que te mete en problemones. Como la invasión había sido improvisada sobre la marcha, faltaba inteligencia de las cosas más básicas y alguien que hablara el idioma. La flota que bloqueaba el río fue destruida por un pampero, viento que nadie conocía. El desembarco del ejército español-criollo fue comandado por un francés, Santiago de Liniers, que nadie sabía que existía. El campo bonaerense, por entonces porteño, resultó un mar de caballos que permitió a los guerrilleros moverse a toda velocidad.

Hasta los curas combatían, como los de San Francisco que permitieron que se cavara un túnel desde su convento hasta un cuartel inglés, por abajo de la calle, para volarlo con 36 barriles de pólvora. Si no era por un soldadito con el sueño ligero, hubiera sido un desastre para el enemigo. Con tal mala inteligencia, Beresford empezó a sentirse flanqueado, reaccionando y no accionando, y cometiendo errores gruesos en la defensa de la ciudad. Todos terminaron encerrados en el fuerte hasta rendirse. Y ahí empieza realmente el cuento de Gillespie.

El capitán observa cosas peculiares, como que en Buenos Aires había más mujeres que hombres, que los españoles eran obsequiosos con ellos y mentirosos, que los criollos los odiaban sinceramente, que casi no había escuelas y que el periódico que publicaba el gobierno de ocupación era un objeto nuevo y desconocido. Buenos Aires era una aldea donde se comía bien y barato, donde hasta había verduras, el vino no estaba mal, pero no había ni un café ni una librería, apenas alguna fonda pasable. Había un teatro, pero hacía rato que estaba cerrado.

Después del arendición, escribe Gillespie, la tortilla se dio vuelta, con los españoles maltratando a los prisioneros y los criollos "tratándonos con la mayor nobleza y honor". Súbitamente, ahora que no era de chupamedias, los oficiales ingleses eran invitados a pasar su cautiverio en casas de conocidos, hacían amigos, tenían conversaciones abiertas y hasta se casaban con una local, si aceptaban convertirse al catolicismo. Las charlas hasta incluían temas prohibidos, como la democracia y la ilustración, y la idea de independencia futura. El capitán la pasó mal al comienzo, porque lo acusaron de haber maltratado prisioneros. Le saquearon la casa y no lo lincharon porque el dueño lo sacó por los fondos y calmó a la turba. Liniers en persona circuló una carta diciendo que eran cuentos y de un día para otro a Gillespie lo saludaban amablemente en la calle.

En esos tiempos, uno se rendía de palabra, pero de palabra de honor. Pasar por una cárcel o un campo de prisioneros era cosa de días, hasta que te ficharan y te tomaran la palabra. Luego, el gobierno virreinal se comprometía a pagarte "un duro" por día para tus gastos, cosa que Gillespie cuenta que no cumplieron. Era un dinero interesante, porque en esa aldea porteña un alquiler modesto pero cómodo era de tres duros por mes, el precio de un caballo pasable.

El capitán, previsor, había guardado su dinero y algo de ropa en lo de un amigo criollo, con lo que tenía para comer. El resto corría por la "extraordinaria hospitalidad de los criollos" que proveían algo de vida social y de entretenimiento en un pueblo donde sólo se podía ver cada tanto una corrida de toros en Retiro o ir a escabiar a las muchas, muchas pulperías. Música y conversación, sólo en el salón de una familia amiga.

Pero eventualmente los ingleses fueron desparramados por el interior, la mayoría en pagos porteños, algunos en Santa Fe y Córdoba. En la sociedad clasista de la época, hubo una calesa cómoda para Beresford y su estado mayor, matungos flacos y carros para los oficiales, y matungos más flacos todavía para los soldados, pobres ellos. Gillespie fue llevado primero a Luján, donde lo alojaron en las dependencias del Cabildo, un mar de pulgas. Tanto lo picaron, que decidió dormir en el carro que le habían asignado, pero antes se bañó en el río para que no se le llenara la ropa.

Lo mismo le pasó camino a Capilla del Señor, por entonces una aldeíta también pulgosa. Y su destino final, San Antonio de Areco, tampoco lo libró al principio: no cuenta exactamente qué hizo, pero lo de las pulgas cesa eventualmente para ser reemplazado por la obsesión por la dieta. El inglés descubrió que en el campo argentino sólo se comía carne, costaba encontrar pan o sal, había fruta pero no verdura y que una papa era tan rara que te la regalaban como algo especial, pero nadie las vendía... Ni vino casi había, con la criollada dándole al aguardiente, "parecido al whiskey irlandés".

Gillespie se entera que la única autoridad local es una suerte de juez de paz que era un ejemplo de indolencia, con lo que nadie lo controlaba ni a él ni a sus compañeros de cautiverio. Le alquiló una habitación a un señor muy obeso al que nombra en el libro, recordando mal, como "el señor Gourdo", que era de las personas más sensatas y experimentadas que conoció en su vida, pero un día le preguntó muy serio si era cierto que existían los judíos. Varios ingleses fueron asesinados medio porque sí y el capitán comenta que el campo era de una inseguridad alarmante, cosa que va a continuar hasta el gobierno de Rosas. Finalmente tuvo días agradables en la estancia de unos hermanos que mantenían huertos, mucho ganado, un criadero de mulas que los hace ricos -una mula valía lo que cuarenta caballos- y esa cosa rarísima en estas pampas, una huerta.

El capitán eventualmente vuelve a casa y logra llevarse su diario de guerra y cautiverio. Para cuando publica su libro, los criollos estamos en guerra con España y San Martín ya cruzó los Andes. A Gillespie no le extraña, "porque son gente fuerte y de honor, indolente en la paz y dura en la guerra", muy superiores a los españoles como soldados. Pulgas y todo, el inglés nos desea lo mejor para cuando seamos independientes.