Chunchuna Villafañe es un nombre que evoca una época, un estilo y el espíritu de quien supo trazar su propio camino, una mujer con una independencia tal que desafía el paso del tiempo. Su imagen -de belleza enigmática, elegancia fuera de serie y energía arrolladora- se ha convertido en símbolo de una feminidad libre y auténtica, que se resistió a toda etiqueta. Fue modelo, actriz, madre, arquitecta, interlocutora de personajes culturales destacados y testigo de acontecimientos políticos de gran importancia. Su vida está atravesada por decisiones valientes y giros inesperados; un viaje que abarcó el glamour, la política, el exilio y que concluyó en el refugio de una vida introspectiva, en paz consigo misma.
Es esta identidad marcada la que Virginia Mejía captura en Chunchuna: Confesiones de un ícono pop, una biografía que no se detiene a enumerar logros y etapas, sino que entra en el mundo íntimo de Elba Villafañe Marcos, conocida por todos simplemente como Chunchuna. En una narración fluida, Mejía ofrece un retrato de esta mujer que fue mucho más que sus muchas caras bonitas. La obra revela a una persona de fuertes convicciones, un espíritu indomable y una personalidad magnética que dejó una huella imborrable en cada camino de su vida.
Como se apunta en el prólogo, la idea del libro surgió de la amistad entre la autora y la biografiada. Mejía cuenta cómo, tras unirse ambas en un proyecto arquitectónico personal, desarrollaron una relación cercana que le permitió acceder a los recuerdos de Villafañe para poder escribir el libro “desde un punto de vista privilegiado”. La autora documentó sus conversaciones, trabajó con materiales de archivo, tomó decisiones fundamentales para organizar una vida en un relato biográfico. Pero además de poner en práctica estas necesidades del propio género, Mejía apostó por dos operaciones particulares: por un lado, trazó un recorte temporal para contar una vida posible de Chunchuna y se posó en ese momento en que ella elige el aislamiento después de años pasados de plena intensidad. Por el otro, definió un claro lugar de enunciación proclive al intentar trasladar en sus palabras la sensibilidad de esta mujer en estado de recogimiento.
El libro se fue materializando en la casa porteña de la exmodelo, donde la autora grababa sus charlas, las transcribía, y seleccionaba cuidadosamente los momentos más significativos, creando un perfil que capta la autenticidad de la mujer retratada.
La biografía, además, recorre cada etapa de su vida en capítulos temáticos que ilustran las múltiples dimensiones de su historia. En el primer capítulo, “Decime Margarita”, se describen sus primeros años, sus raíces familiares y la relación con su padre. De su madre heredó el amor por los caballos y un espíritu libre. Este capítulo explora también su precoz adopción del nombre “Chunchuna” como muestra de su fuerte personalidad y su voluntad de diferenciarse desde niña. El nombre lo tomó de su madre, a quien le decían "Chonchona." Más tarde, durante un encuentro en Roma, el actor italiano Ugo Tognazzi le comentó que, en uno de los dialectos italianos, este término significa "muñeca," un apodo que encajaba perfectamente con su personalidad.
La influencia familiar y cultural fue significativa. Hija de César Villafañe, un militar simpatizante del peronismo, y sobrina de César Marcos, una figura central en la Resistencia Peronista tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955. Desde pequeña estuvo inmersa en conversaciones políticas y culturales que moldearon su ideología. “Mi padre era de los milicos que estaban de acuerdo con Perón. Incluso a uno de sus caballos le puso de nombre 4 de Junio, fecha en la que se derrocó al presidente Ramón Castillo, dando fin a la década infame, recuerda ella. Su tío, César Marcos, era un erudito de la época, leía las obras completas de Marx, y junto a él, ella escuchaba charlas sobre la historia y la organización que surgió tras el golpe de Estado de 1955, que derrocó a Perón. Todos aprendizajes que consolidaron su visión política.
Más adelante, en el capítulo “Fammi guau”, Mejía se enfoca en su paso por la publicidad y el modelaje, detallando las campañas que la convirtieron en un ícono nacional. La biografía se enriquece con una amplia selección de fotografías, recortes de revistas, noticias y publicidades que recuerdan la era de oro de esta mujer en la moda y la publicidad argentina. En los años sesenta y setenta, su figura era omnipresente en los medios, representando a marcas de renombre. Mejía presenta imágenes emblemáticas de sus trabajos en campañas para productos como la crema bronceadora Charmís, la gaseosa Gini y la cerveza Pilsen, en las que su presencia rompía con los estereotipos tradicionales y proyectaba una imagen de independencia y sensualidad. Uno de los anuncios más recordados fue su participación en la campaña de Sylvapen junto al actor italiano Ugo Tognazzi, quien en pantalla le pide con voz sugerente: “Fammi guau”, y ella responde: “No, te hago clic”. Esta frase, tanto en su tono como en su actitud, condensa la energía y el magnetismo que llevaba en cada una de sus apariciones.
La protagonista fue, además, una figura pionera en el sindicato del modelaje. Cofundadora de la Asociación Modelos Argentinas (A.M.A), iniciativa innovadora en su época y expresión de su compromiso con los derechos laborales de las mujeres en la industria. Su activismo le dio un estatus singular entre las modelos, siendo admirada tanto por su belleza como por su actitud de “muñeca brava”, capaz de defender sus ideas en un medio lleno de desigualdades.
El capítulo “Compañera Chunchuna” profundiza en el aspecto más intrigante de su vida: su compromiso político, que se mantuvo firme a lo largo de su existencia. Durante la dictadura militar argentina, se exilió en París junto al cineasta Pino Solanas, con quien compartía sus días en ese momento. En París, se vinculó con personalidades de la cultura como Simone Signoret e Yves Montand, y participó en marchas y protesta por la desaparición de artistas. “Simone quedó fascinada con ella”, recuerda Mejía, y ese encuentro marcó el inicio de una conexión con la escena cultural europea. También conoció al escritor Julio Cortázar, y su presencia en estos círculos la consolidó como una figura carismática. En un intento por expandir su carrera en el cine, viajó a Roma para trabajar en La città delle donne de Fellini, aunque finalmente no se concretó su participación.
Su paso por el cine también estuvo marcado por tensiones personales. Para El exilio de Gardel, su director Pino Solanas (a la sazón, su compañero) eligió a otra actriz para protagonizar la película y esto produjo la ruptura del vínculo sentimental entre ellos. Su rol en La historia oficial consolidó su compromiso con el cine nacional y con los testimonios de la represión. Villafañe interpreta a Ana, una amiga cercana de la protagonista, Alicia (Norma Aleandro), quien regresa a Argentina después de varios años de exilio y comparte sus experiencias y conocimientos sobre las violaciones de derechos humanos ocurridas durante la dictadura militar. Su personaje es fundamental para que Alicia tome conciencia sobre la posible procedencia de su hija adoptiva, lo que impulsa la trama hacia la búsqueda de la verdad sobre las desapariciones forzadas en el país.
Su carrera en Europa la conectó con figuras como Roberto Rossellini y Alain Delon, quien quedó prendado de su encanto cuando visitó Argentina para un festival de cine. Sin embargo, fiel a su carácter independiente, no mostró interés en el célebre actor francés.
LA CASA DE LOS SUEÑOS
Su vida personal y su relación con el amor también recorren las páginas del libro, especialmente en los capítulos dedicados a sus matrimonios y afectos. Su primer matrimonio fue con el cantante de tango Horacio Molina, un vínculo complejo y lleno de amor que duró hasta 1971: “Estábamos haciendo cola en la puerta del cine y un tipo me empezó a decir cosas y Horacio lo enfrentó. Me gustó que me defendiera”, relata en un momento de la obra. Sin embargo, la relación no estuvo exenta de dificultades, y eventualmente el matrimonio terminó debido a las infidelidades de Molina y a la necesidad de Chunchuna de conservar su independencia. Esta separación fue un punto de inflexión, pues decidió volcarse a una vida más libre y enfocarse en su carrera y sus hijas.
Otra faceta menos conocida de la artista, pero que Mejía destaca con gran detalle en el capítulo XI, “La casa de los sueños”, es su pasión por la arquitectura y el diseño de jardines. Además de su trabajo en el modelaje y la actuación, estudió arquitectura y desarrolló un sentido estético que reflejó en todos los aspectos de su vida.
El libro recoge además varias anécdotas de su vida personal, como su encuentro con Yves Saint Laurent en París, quien quedó fascinado por un abrigo que ella misma había confeccionado. Este detalle va a tono con su incesante creatividad y su gran capacidad para experimentar y expresar su individualidad. “Era un saco que había fabricado con retazos de telas para imitar un abrigo del hombre Neandertal”, narra Mejía, mostrando el toque único de una mujer que nunca dejó de sorprender.
Virginia Mejía nos muestra una Chunchuna para quien la independencia no sólo era un acto de rebeldía sino, ante todo, una urgencia visceral para preservar su identidad en un entorno hostil.
Uno de los aspectos más profundos que explora la autora es su incursión en el psicoanálisis con Tato Pavlovsky, práctica que le permitió confrontar inseguridades y miedos profundos. A través del psicodrama, redescubrió su capacidad para escribir y expresar lo que sentía. Esta etapa de introspección le dio una voz más poderosa, como se advierte en sus cartas y en las decisiones que tomó desde entonces, como la de apostar por una vida menos expuesta.
La biografía se convierte así en el espacio textual propicio para una celebración, la de su espíritu artístico, la de andar inquieto, la de quien no cedió a ninguna forma de encorsetamiento, la de la mujer sufriente que pudo superar sus dificultades, y como síntesis de todo: la de esa mujer que probó varias formas de estar en el mundo.
Ahora bien, pese a estos convencimientos, su relato de vida se sostiene sobre una paradoja. Así, mientras ella se construye como una mujer independiente y decidida, cuando se cuenta el cuento de su vida, es decir en esa instancia de acumulación, se proyecta también una cuota de fragilidad pocas veces revelada, sobre esa figura que trae una carta de presentación imponderable. De sus escritos privados vemos emerger una profunda sensibilidad, que por momentos está marcada también con toques de melancolía. Había que desarrollar estrategias primero para ingresar y luego para no dejar de brillar en un orden pautado por el peso de las expectativas y los mandatos de una sociedad que la miraba con una mezcla de admiración y prejuicio, parece decirnos la biografiada en los intersticios que va trazando la escritura de su vida.
En Chunchuna: Confesiones de un ícono pop, Virginia Mejía no solo despliega la historia de una vida singular, sino que construye un retrato que resuena como un eco de generaciones, de convicciones, de una belleza que nunca se acomodó al molde. Desde las luces de la publicidad hasta la oscuridad que la conduce al exilio en París, desde la política comprometida hasta la intimidad de sus pesares, cada faceta revela una profundidad que solo la mirada sensible y afectuosa de Mejía pudo captar en exacta medida.
¿Cómo contar una vida y cómo hacerlo cuando el objeto de interés funciona como prisma para mirar toda una época? Virginia Mejía lo logra, con sus decisiones metodológicas, con una prosa amena y con esa mirada no menos severa por empática que se manifieste. Este libro es el homenaje a esa figura irrepetible, cuya vida, en todos sus aspectos, se parece a una obra de arte.