Fundada por franceses del Aveyron guiados por Francisco Issaly, que transformado en manosanta acabaría retirándose a vivir en una cueva, Pigüé fue el lugar de nacimiento de la pedagoga anarquista Herminia Brumana. Hija de italianos, estudió en Olavarría y vuelta al pago como maestra normal editó su libro de lectura Palabritas, que le granjeó un conflicto con el Consejo Escolar. Casada con el dirigente socialista Juan Antonio Solari, se radica en Buenos Aires dando inicio a su prédica con Cabeza de mujeres, “un libro sobre la mujer dirigido a las mujeres”. Mientras tanto, colabora en la prensa ácrata y da clases en Quilmes y Avellaneda.
Toda su obra, entre la que se destaca Carta a las mujeres argentinas, orbitará en torno del tema. En esa senda dio a luz a fines del ‘39 su estudio sobre el Martín Fierro -el primero escrito por una mujer- bajo el título de Nuestro Hombre, en el que practica una lectura a contrapelo de los lugares usuales con que hasta entonces se había fustigado al gaucho. Con hábiles citas del poema hilvana visiones morales en torno a quien habita “en quienes han venido a dominarlo y han quedado dominados”. “Está en mí, que siendo hija de gringos, vuelvo la vista a Martín Fierro como a mi único ascendente racial y lo siento en mi sangre y lo respiro en mis pensamientos y lo palpo en mis intenciones y lo veo en mis esperanzas y lo llevo en mi corazón”.
Para Herminia el gaucho es aplomado, generoso, hospitalario, “gusta servir y no teme hacerlo porque no puede rebajarlo ningún acto de solidaridad”. Y hasta “ejerce la forma caballeresca de los hidalgos para agasajar a la mujer”. Pero el poema le ofrece evidentes escollos que debe afrontar con laboriosas operaciones textuales.
Cuando el sargento Cruz, abandonado por su mujer, mata a un milico que se mofó de él, lo hace porque “quien respeta como el gaucho exige que se lo trate con deferencia y es ruin hurgar en la herida del corazón”. Todos sus bemoles, algunos de los cuales omite (como la burla de Fierro a la mujer del Moreno), provienen de las injusticias que se le han propinado. Los vicios, el alcohol y el juego, son efecto de su desgracia; su nobleza oficia de contrapeso: no acepta dinero y juzga ofensa a la propina cuando de realizar una gauchada se trata.
Su concepto del trabajo es bíblico; considera que es afirmación del individuo que debe ganarse el derecho a integrar la sociedad trabajando. “Y sin embargo desde mi niñez no oí otra cosa que: ¡gaucho vago!” Quienes lo dicen, argumenta, ignoran “la inteligencia y dedicación que requiere la doma, el enlace, pialar, carnear reses y cuerearlas, esquilar, marcar, castrar, hacer de la nada riendas, bozales, maneadores, lazos, boleadoras, botones de pluma, curar, tusar, charquiar, arrear, apartar hacienda”.
Como en todo héroe épico, señala su “poderosa debilidad” mientras ve a la china dormida “tapadita con su poncho”; saciada su carne, ha florecido la ternura. Ese gesto ha convertido al hombre en gaucho, porque “ve en la hembra su compañera, la razón de su vida que alentará su carne deleznable hasta hacerla divina”.
Brumana dista de la crítica al rol doméstico asignado a la mujer por la sociedad patriarcal, aunque ya era moneda corriente en los feminismo de la época. “La chinita que agasaja al viajero es sabedora intuitiva de que dispensar cordialidad es menester femenino por excelencia”. El quehacer diario, humilde, tenaz, ignorado, “es alegre cuando se lo realiza con amor”. Toda la literatura gauchesca anterior a Hernández es patriótica o amorosa, sostiene. “No exhibe a la mujer como conquista para florearse sino que la dignifica como compañera: no es hembra ni sierva. La chinita de antaño se unía al hombre elegido por quien sacrificaba juventud y belleza sin esperar recompensa”.
Toda mujer tiene corazón de madre, postula. “¿Es acaso esta visión de la mujer aureolada por la maternidad la que lo lleva a respetar en ella la madre?”. Es por ello que Fierro “no se atreve a turbar su conciencia realizando un acto pasional con la cautiva, madre dolorida por la reciente pérdida del hijito degollado por el indio”. No lo hizo porque “pudo buscar en el brillo de las estrellas la luz purificadora que le lavara la sangre”. “Aquietada su carne con la fuerza de su espíritu, no ensombreció ya su frente pensamiento sensual. Venciéndose a sí mismo entra en la categoría de santo” (sic). Ser gaucho es un estado de conciencia. Trozo vivo de naturaleza, “siente la pampa en su belleza, no en su utilidad”. Ajeno a idea alguna de lucro, íntegro hasta el heroísmo, consecuente hasta el martirio, es el motivo por el cual “las mujeres deben amar a Martín Fierro”.
En esa línea refuta la idea del gaucho ajeno al amor por la mujer y la familia. Al volver y hallar el rancho tapera, observa, Fierro no logra calmar la pena de la separación. Incluso su alma piadosa perdona a la que “se voló con no sé qué gavilán”. Lo ha vencido el destino, pero no el amor, al que presiente vivo en el corazón de su amada. Aquel que “estaba haciendo la patria para los otros” siente la injusticia que le fue impuesta y exculpa a la mujer perdida por las necesidades que habrá sufrido. “La recordó siempre y permaneció fiel a esa mujer toda la vida con la fidelidad de los héroes que no sustituyen a la elegida. La lloró en su muerte. Fierro no oculta su tragedia porque no se siente afrentado. Su honor depende de sí mismo”. Esa comprensión de su desgracia es para Herminia signo de refinamiento en quien podría haberse entregado a la venganza por despecho.
El culto de la amistad es uno de los pilares del libro, escribe. Fierro, que fustiga al indio que hizo de su vida un infierno, sin embargo junto a Cruz rescata a aquel cacique que le había dado trato humanitario y lo asiste en su agonía. La pasión del juego que le relata el hijo de Cruz, “que había unido su cuchillo a su corazón al ser cuya vida peligraba”, viene de su desamparo: “quiere vencer al azar con su astucia para sentirse protegido”. Pero cuando sabe que lo respalda una memoria honrosa -el culto de la amistad que profesó su padre-, deja su vicio y se hace hombre de bien. Siempre hay redención; la matriz cristiana inficiona el discurso de la pedagoga anarquista.
El sentido de la libertad era inherente al gaucho, sostiene. “Pueblo capaz de vivir en comunidad aspirando a su mejoramiento social, que es como decir anhelando la justicia, no es pueblo de vagos ni reacios”. Aquellos que lo habían visto sufrir sin reclamo durante la lucha por la independencia y hacerse a un lado cuando los de arriba organizaban al pueblo, es ahora raleado. “Ni su pasado heroico ni su presente limpio pesarían ante los hombres que tal vez por haber leído mucho en los libros de afuera desconocían a los nativos de su tierra”. Para esos malos patriotas “un gaucho será siempre una acusación, aún en su silencio”. “Es mucho hombre para vivir entre miserables”.
El gaucho es anarquista en la medida en que es capaz de orientarse por la sola dirección de su conciencia. Su individualismo solo cede ante causas justas que asume como propias volviéndose el primero ante los peligros, despojándose de todo, su vida incluida. “El clamor por la libertad y la justicia ha seguido lanzándose desde su voz sin boca mortal y le fueron dando forma y sonido almas excelsas de mi tierra. Ahora hay que realizarlo”.
La segunda parte del libro es una exhortación a la mujer argentina. “Amiga mía, muchacha criolla, me dirijo a ti, casi diría preferentemente, exclusivamente, para que realices el mandato de nuestro hombre, que vienes a conocer en sus virtudes y defectos. En nuestro país nada se ha hecho aún. ¿Por qué no habrías de hacerlo tú, elemento nuevo que entra en el panorama actual del mundo, con un sentido más humano que el que tuvieron hasta ahora los hombres?” “Tú eres el fuego que calienta desde abajo”.
Entre las reivindicaciones específicas para la mujer Brumana reclama “casa y cuarto propio para poder cerrarlo por dentro”. “Tan importante como el pan de cada día es la soledad nuestra de cada noche para llenarla con el ensueño, la esperanza o el recuerdo. No es reclamar demasiado”. Pero también apela a la empatía femenina: “aprende a ver en el hijo de la otra mujer a tu propio hijo con los mismos derechos que le asignas al tuyo”. Y amplía: “También me dirijo a ti, la infecunda, que se quedaría en medio mujer si no tuviera corazón de madre para suplir su entraña yerma”. “Tú no tienes hijo y aquella criatura se ha quedado sin madre. ¿No te dice nada tu corazón? Llena un vacío con otro vacío. La naturaleza te ha fallado, pero, ¿qué importa si no lo engendraste?”
Para Brumana la sensibilidad es “trasunto de feminidad pura” así “como la comprensión de la realidad y su traducción en ayuda inmediata”. “Feminidad de hechos, más urgente que de apariencia, feminidad sin gestos pero sí con actos duraderos”. “Por eso te confío, muchacha, el mandato del héroe, y sé que has de oírme”. Imposible no imaginar a Eva Perón, que frecuentaba este tipo de lecturas, refrendando en la palabra y la acción algunas de estas opiniones pocos años después.
Figura señera de la educación, Brumana sostiene que Martín Fierro obliga a una pedagogía igualitaria y humanista. “La escuela que prepara al alumno con finalidad práctica es una escuela interesada, inhumana”. La lectura, las artes y sobre todo la música han de enseñar que la vida tiene por finalidad que se la ame embelleciéndola y que el bien debe practicarse por el bien mismo y no por la recompensa y el temor”. Lugar de “grata comunidad, donde la estrella orientadora sea la solidaridad humana” la escuela debe ser órgano de armonía social.
En el alegato final escribe: “Su altivez me domina porque no me anula sino que me empuja, me alienta, me vivifica y recrea para seguir siendo en los lejanos, en los que no han venido aún. Martín Fierro en su voz universal persistirá aún cuando no subsistamos como país”. Verdad y justicia “no son mitos a adoptar sino verdades a practicar”.