Íngrid me despertó golpeando airadamente la puerta de la habitación. Gregorio no estaba conmigo. Se había levantado temprano para la reunión agendada con los médicos. Al salir caminé hasta el comedor y me senté en la cabecera de la larga mesa. La mujer llegó minutos después, moviendo lentamente las delgadas piernas dentro de la falda acampanada y con una bandeja entre las pálidas manos. Apoyó el desayuno, con algo de descuido, en el segundo asiento de donde me encontraba, de esa manera indicaba mi verdadero lugar.

A Íngrid, mi suegra, hacía muy poco que la había conocido, apenas algunas semanas. Lo que me llamó la atención en ella fue su rictus que delataba un esfuerzo para mantenerse jovial. Al hablar, la última sílaba parecía quedar en suspenso hasta que la cerraba imitando una queja. Y la rareza en sus ojos, que irradiaban una luz tenue y aguachenta, denunciaba tormento.

Por momentos daba la sensación de que se perdía en sus pensamientos y le costaba regresar y al hacerlo controlaba la hora desde su reloj pulsera con ansiedad como si llegara tarde a algún sitio, pero en realidad casi nunca salía de la casa. Ese mismo gesto realizó antes de empezar el desayuno y luego ordenó que no tardara mucho porque debía cumplir con la rutina de ejercicios.

La casa fue un regalo de casados. Gregorio me había confesado reiteradas veces que su sueño era vivir en el medio de las montañas suecas y yo, por complacencia, mantenía un estoico semblante de alegría al decir que esa idea también me entusiasmaba. La refaccionó antes de que nos mudáramos. Contaba con spa, pileta con hidromasaje, un gimnasio exclusivo, un cuarto con una enorme biblioteca y una habitación totalmente vacía y limpia. Aseguró que podíamos pasar temporadas enteras sin bajar a la ciudad. Lo que no me avisó en ningún momento fue sobre la visita de Íngrid y la capilla que mandó a montar días después en la que la vieja pasaba todas sus mañanas.

Desde el primer momento entendí que mi esposo y su madre estaban pendientes de algo en común mucho más fuerte que la relación filial, pero también supe que podía igualar y ganar ese amor a cualquier precio, aunque todo hubiese empezado mal. En la noche de bodas, cuando todo el mundo estaba borracho, mi reciente suegra hizo detener la música, tomó un micrófono y dijo señalándome con un dedo que no era gran cosa, pero tenía un buen corazón. Me defendí con una sonrisa que se petrificó en mi cara toda la noche.

Durante la luna de miel en el viaje que hicimos a una isla caribeña, me había olvidado por completo de ella. Dejaba que mi cuerpo se regodeara con la música rústica del yate que habíamos alquilado para invitar a algunos amigos políticos, actores famosos y médicos cirujanos. Una noche llegando al hotel, Gregorio recibió la llamada de uno de sus médicos. Ingrid se había descompensado. En ese instante comenzó a hacer las valijas. Traté de convencerlo para quedarnos y terminar nuestro viaje, pero dijo que nos marchábamos, con voz deshilachada, como si recién hubiese dejado de remar en un bote pequeño para llegar hasta el cuarto que empezaba a ser una habitación de hotel vacía de nuestras pertenencias.

Al día siguiente estábamos en la clínica esperando para verla. El director del establecimiento era amigo muy cercano de Gregorio, enseguida lo puso al tanto de todo. Me negué cuando me pidieron que entrara a la habitación para saludar a Ingrid. No quería verla. Ni podía escuchar su voz, con solo el susurro de la anciana que se escapaba al abrir la puerta del cuarto privado, me hizo pensar a un gusano de extremos afilados que subía del estómago a la garganta. Escapé del lugar inmediatamente.

 

Lo escuché entrar durante la madrugada. Salí de la habitación y empecé a rastrearlo por la casa. Estaba cerca de la ventana mirando el paisaje con algo de desprecio o disgusto, como si la luna y el cielo fuesen un vino ordinario que terminaba de beber. Después endureció los gestos y me informó, con detalles, sobre la enfermad de la madre. Cuando terminó con el parte médico, me contó acerca de la posible solución al padecimiento.

Todo aquello me estuvo dando vueltas en la cabeza, más bien rebotando en las paredes del cráneo durante días. Gregorio parecía sumirse en una profunda aflicción al ver una y otra vez a Íngrid dirigirse a la capilla para rezar o lo que hiciera en ese lugar.

Una noche antes de dormirnos lo abracé. Entonces experimenté algo difícil de explicar; era como si todo el cuerpo de Gregorio contuviera con fuerzas impulsos eléctricos y al tratar de relajarse, sucediera lo contrario: cada fibra de sus músculos se alimentaba de urgencias. Encendí la luz y le dije que lo haría, que estaba segura y sabía que todo iba a salir bien.

A la mañana siguiente desperté sola, sin Gregorio, como casi era habitual. Pero esa vez escuché unos livianos golpes en la puerta y al abrirla ingresó Íngrid con el desayuno y lo dejó sobre la cama. Sostuvo su mirada en la mía por algunos instantes, pude deducir agradecimiento y cierta congoja que me llevó a pensar que había duda en ella, y aquello me fortaleció. Después se marchó sin decir palabra, sin dictar ninguna orden para cumplir a lo largo del día.

Pasaron las semanas apaciblemente y mi actividad específica era recorrer cada habitación luego de realizar mis actividades físicas. Intentaba elegir una por si alguna vez nos decidíamos a agrandar la familia. Además, Gregorio no quería que saliera de la casa, ni que hablara con otras personas.

La noche anterior a la cirugía necesitaba estar con Gregorio, pasar todo el tiempo posible con él antes de que a primera hora llegaran los médicos y su equipo de profesionales. Lo busqué por algunos cuartos de la casa sin hallarlo, llamé a su teléfono celular sin éxito. Luego caminé con desidia hacia la habitación de la madre. Estaba recostado en la cama con ella que daba un aspecto de deidad visitando por unos instantes el mundo terrenal. Me limité a decir un corto discurso para dar ánimo y valentía, de inmediato, algo aturdida, volví sobre mis pasos y llegué a mi habitación.

El primer día que me quité el vendaje, mi marido miró la herida con curiosidad y fijamente como si intentara resolver una fórmula compleja. En los momentos de control diario con el médico, él lograba desarrollar cualquier tema para conversar, lo hacía con gestos de satisfacción y logro que ocupaban la cara completa. Aquello le parecía sensato. Yo lo dejaba hacer para que mantuviera esa alegría y un poco de lucidez.

El proceso de recuperación fue parsimonioso, con una progresiva sensibilidad hacia todo. En esos momentos percibí que el Gregorio que había conocido, se evaporaba lentamente con el paso de los días y afloraba otro a quien podía entender mejor sus actitudes y hasta anticipar sus acciones; como el día que apareció en la habitación con gestos de chico retraído, los párpados aguantando la gravitación atmosférica encima de los ojos duros y comprendí que había problemas de dinero y sugerí vender la casa y mudarnos a lo de Íngrid.

Desde el primer momento que desperté de la anestesia supe, sin que me lo dijeran, que Íngrid no había resistido al trasplante, que el corazón que había estado en mí ya no funcionaba, se había ido junto al cuerpo de mi suegra. Cuando pude dar los primeros pasos los dirigí hacia la capilla para rezar por nosotras. Lo hago todas las mañanas y me tranquiliza por completo.

 

Han pasado algunos meses desde la cirugía, y ya me siento casi perfecta. Le pedí a Gregorio que me llevara a la ciudad para comprarme ropa. Al salir del probador con una falda corta acampanada de color crema, él me miró como si por fin se quitara de encima el desconcierto de haber sido concebido y sonrió ufanamente. Advertí que desde ese momento en adelante nos esperaba una larga vida.