Un día de 2014, conversábamos en mi peluquería con el Licenciado en Matemática Pedro Marangunic, sobre el libro Crímenes imperceptibles de Guillermo Martínez, mientras Any Miniello, dos sillones más adelante, escuchaba atenta. Yo terminaba de redondear su barba con la máquina de cortar y Pedro me contaba que Guillermo era Licenciado en Matemática y que desde muy joven tuvo inclinaciones literarias al punto de haber ganado una beca con estadía en un camping literario de EEUU. Yo insistía en que el método que Guillermo explicaba en sus entrevistas era improbable: trazar un teorema dentro del cual cabía una novela.
Pedro estaba coorganizando un acto de homenaje a Beppo Levi que se realizaría para honrar al matemático italiano que -perseguido por el fascismo- dejó Italia y vivió sus últimos 22 años en Rosario, donde tuvo cátedras en la Facultad de Ciencias Exactas de la UNR. En la misma Facultad, Pedro, tuvo a cargo las cátedras de Matemática Aplicada y Análisis I, títulos suficientes como para aclararme la teoría que exponía Guillermo. Algo incierto que yo trataba de asimilar intentando ignorar el despelote peluqueril.
Solíamos ser interrumpidos por las sucesivas pretensiones de tinturas o reflejos que a Pedro no le incomodaban, miraba y escuchaba atento. En mi peluquería es normal que una clienta se acerque para mostrar el estado de su cabello y establecer un acuerdo. Retraso el corte de Pedro un minuto, propongo un color conveniente, sugiero una hidratación, un despunte y mis compañeros Yanina o José, continúan atendiéndola. Pero cuando hay poca gente, nuestras charlas se estiran más de la cuenta.
Pedro armaba una broma desde sus propios teoremas y esparcía ciencia hacia los costados desplegando sus chistes memorables con su voz grave. Uno de sus clásicos se basaba en el libro La Cuba Electrolítica. En plena dictadura militar, cuando la gente enterraba sus libros en los patios de sus casas, a un compañero suyo, los militares le habían secuestrado el libro por supuestos contenidos comunistas al respecto de la “cuba” electrolítica. La risa de un adolescente se descubría como si lo hubiera contado por primera vez e iba afinando la voz hasta un agudo ronco que mezclaba con muecas alegres.
Terminamos la charla, sacudí los cabellos del corte con un cepillo, Pedro sacó su peine Minifusor del bolsillo trasero, se peinó, pagó y antes de llegar a la puerta saludó al público con un corto buenas tardes. Any, elogió la conversación preguntando por Guillermo Martínez y en especial por lo interesante que era ese señor.
-Puedo presentártelo Any.
-¿De verdad lo decís?
-Te lo presento si querés. Es viudo.
Ilusionamos al público presente con las teorías celestinas de relleno, de repetir mis ensayos vacíos de hablar por hablar en una corriente chistosa en la que las clientas participaban mientras la espalda del tío Pedro se iba llenando de ilusiones.
***
Any volvió por un corte. Sorprendió la frecuencia. Nos visitaba cada veintiún días. La habíamos teñido, pero no recordaba el corte que a primera vista, no era necesario. Any es contadora, pero ejerció poco porque dedicó su vida a la docencia tanto en escuelas primarias como secundarios y terciarios. Ha militado por un mundo mejor y no salió ilesa. Participó activamente en el Partido Socialista de los Trabajadores en el sector docente. En 1977 la detuvieron y aunque sufrió cárcel y exilio, ya en democracia continuó con su militancia.
-Decime Pablo, este hombre, ¿cómo era su nombre?
-Pedro Marangunic.
-Ay. Lo quisiera conocer… -dijo con su encanto y bondad natural porque Any, siempre sonreía.
¿Y qué podía decirle a don Pedro? Mi confianza y el bagaje que acarreábamos al respecto de las ciencias matemáticas no sumaba los suficientes créditos para hablar del corazón. Hablé vía Messenger con María Laura, la hija de Pedro porque creía que podía intermediar. La había peinado para sus graduaciones de la secundaria y su carrera universitaria de ingeniería industrial. Incluso la iniciamos en las tinturas cuando afloraron algunas breves canas. Entonces le expliqué el asunto.
-Ja, ja, ja, Pablo, lo único que te faltaba, que hagas de celestino. Yo le hablo –contestó.
Y Pedro me llamó por teléfono.
-Mire Pablo, yo no sé de qué forma hablarle a su amiga, ¿qué le voy a decir? Que un pajarito, bueno, no, mejor un pajarón, me avisó sobre posibilidades de uniones.
-No sé qué decirle don Pedro.
-El martes que viene haremos la Convención de Beppo Levi. Se hará en el Espacio Universitario (ECU). Si a usted le parece llevar a la señora…
El día del evento hacía frío. Pasé a buscarla a Any y fuimos charlando en el auto. Esperamos a que terminara la exposición de Pedro que habló con otros compañeros disertantes. Aplaudieron, se levantaron y mientras se daban la mano, vi que María Laura se acercó a saludar a su padre. Caminamos despacio hacia el escritorio con Any. Era como llevarla del brazo directo al altar, el vestido blanco reluciente y yo entregando la novia al respectivo posible novio.
La sonrisa de Any barrió todas las dudas y saludó con un beso a ambos. Fuimos a un restaurante los cuatro. La charla y la cena parecían simular la relación de padre y madre junto al hijo mayor y la hermanita quienes, en silencio, advertían la notable afinidad entre Pedro y Any que no paraban de contarse sus vidas. Un poco también los unía la militancia porque Pedro, como docente universitario recorrió con otros las facultades de la UNR hasta que lograron formar un gremio que los representara: Coad.
Algún tiempo después Pedro me tutearía mientras yo le había agregado el mote de tío sin sacar el usted. En agradecimiento por mi celestina intervención, había recibido de regalo un vino de alto vuelo enófilo.
Hubo una especie de reguero, de comentarios sobre un peluquero que había puesto de novio a una contadora con un profe de la Facultad. En la peluquería llegaron a preguntarme si yo conocía al peluquero. El fenómeno se dio particularmente en restaurantes donde una clienta escuchaba, la otra contaba la anécdota y otra más decía: “¡es mi peluquero!”.
El viernes 4 de octubre de 2024, luego de diez años de noviazgo, Any y donPedro se casaron un mediodía. Se festejó en un restaurante con vista al río. Un mes antes Any había enviado las invitaciones en un sobre de papel couché en cuyo interior las palabras, fecha y hora, estaban iluminadas de corazones y prosperidad.
A las diez de la mañana, Any fue a la peluquería para que Yanina le hiciera el peinado. Una jueza del Registro Civil completaría la parte legal del casamiento en el mismo restaurante al que llegué puntual junto a muchos invitados que esperaban a los novios.
Desde una mesa que funcionó como escritorio, la jueza de un lado, los novios del otro, se formuló la primera pregunta: “¿cómo empezó todo?”. Un casamiento de esta envergadura cuyo novio tiene casi 80 años y la edad de la novia no se dice, requería de una explicación. “En la peluquería de Pablo”, contestaron al unísono los tortolitos.
Como yo no conocía a nadie salvo a María Laura, parapetado desde atrás del todo, engullía los canapés que una solícita moza iba proveyendo hasta que me pidieron que me acercara a la mesa matrimonial. Se contó la historia brevemente. Saludé moviendo los brazos y me vino una mezcla de emociones, de entender que pasaba algo increíble y que yo había sido el puntal de esa felicidad.
“Ahora puede besar a la novia”, le dije al tío Pedro, mientras la jueza explicaba si aceptaban toda esa cosa matrimonial que consta en actas y hasta que la muerte los separe. Aplaudimos bajo la iluminación natural del sol, cuyo ventanal vidriado del restaurante lo reflejaba. Y yo, cerca de una lágrima redonda y emotiva, miraba al lado de María Laura, cómo el tío Pedro y Any se besaban, y todo era una algarabía de abrazos y felicidades.