¿Es Manuel Mujica Lainez un creador olvidado, como se suele decir? Hoy encontramos su obra publicada en los más importantes grupos editoriales, como Penguin Random House Mondadori o Planeta, en distintos formatos y colecciones, en Argentina y en España, a lo que se añaden antologías de especialistas. También sigue siendo recordado y vigente en el campo de la crítica académica internacional. Libros y tesis importantes sobre su obra se han ido acumulando no solo antes sino después de su muerte, así como numerosos artículos publicados en revistas especializadas y en libros colectivos. Aunque no ocupó un lugar central en lo que podríamos llamar el “canon universitario argentino” de la post-dictadura, tampoco fue omitido. Es verdad, no obstante, como dice Diego Niemetz en su fundamental estudio Aventuras y desventuras de un escritor. Mujica Lainez en el campo cultural argentino (Universidad Nacional de Cuyo, 2016), que Mujica (pese a su visibilidad, o quizás, precisamente a causa de ella) fue leído durante mucho tiempo “en una clave denigrante”, “como un marginal, un outsider, en el mejor de los casos como un epígono de estéticas anticuadas”. Los prejuicios contra su extracción de clase, su dandismo, su personaje provocador, crearon la tormenta perfecta como para que la atención se centrara sobre la celebrity con su aureola de frivolidad y glamur, mucho más que sobre una obra rigurosa, ambiciosa y compleja, merecedora de una lectura seria. Hoy, a cuarenta años de su partida, están dadas las condiciones como para que esa lectura se profundice y se intensifique.

La pasión por la Historia, cercana y lejana, tanto criolla como europea, contribuyó a que Mujica Lainez fuese percibido por parte de la crítica universitaria local como un escritor “anticuado” y hasta cierto punto “decadente” o “decadentista”, nostálgico de un pasado perdido. Sus temas preferidos obturan la novedad de la perspectiva y de los procedimientos de escritura que en realidad lo sitúan como un adelantado, un precursor de la que Seymour Menton llamó “nueva novela histórica”. La injerencia de lo fantástico, lo mítico y lo sobrenatural que rompen el pacto del realismo, el uso de la parodia, la ironía, lo carnavalesco, lo vinculan con la gran novela latinoamericana de Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Elena Garro, Augusto Roa Bastos. Su trabajo sobre la subjetividad, que entrelaza lo autobiográfico y lo autoficcional en la construcción de personajes históricos (como sucede como el duque de Bomarzo), también su tratamiento de la sexualidad y las distintas formas del deseo, se anticipan a tendencias que son de plena vigencia.

Puestos frente a su obra, lo primero que llama la atención es su vastedad y variedad. A unas catorce novelas, se suman cinco libros de cuentos, seis de biografías y ensayos, dos tomos de crónicas de viaje, también poesía, entre otras publicaciones y recopilaciones de textos dispersos, sin olvidar su labor de traductor de Shakespeare y de Racine (autores especialmente vinculados con su propia poética). La cantidad está acompañada por una calidad que asombra desde el principio. Las décadas entre sus veinte y sus cuarenta años están marcadas por un intenso aprendizaje, así como por su temprano ingreso al periodismo cultural. En esa época escribe biografías (las de Miguel Cané padre, Hilario Ascasubi y Estanislao del Campo) y primeros relatos (la novela Don Galaz de Buenos Aires, los textos narrativos/ descriptivos de Estampas de Buenos Aires). A los cuarenta años, publica nada menos que Misteriosa Buenos Aires, precedida el año anterior por Aquí vivieron (1949). A los cuarenta y cinco, ya han salido tres grandes libros de su llamada “saga porteña”: Los ídolos (1950), La casa (1954) y Los viajeros (1955). Y una década más tarde, habrá dado a conocer dos novelas fundamentales de su “ciclo europeo”: Bomarzo (1962) y El unicornio (1965), que nos llevan a la Italia y la España del Renacimiento.

La pintura de una historia cercana prolongada en el presente de la narración atraviesa la saga porteña, que muestra el apogeo y la caída de un mundo estético e histórico, el de la rica burguesía que conoce el esplendor en los años ochenta del siglo XIX. Quiero detenerme especialmente en las novelas que integran esta saga, porque nos ofrecen claves fundamentales de toda su novelística.

 

LOS PORTEÑOS DE ANTES

Los ídolos introduce el tema de la temprana amistad amorosa entre varones, que no llega a la consumación sexual y se entreteje con la pasión por el arte. La primera parte de la novela aborda la relación entre el narrador médico (cuyo nombre no se explicita) y su amigo Gustavo. Ambos están obsesionados, desde la pubertad, con la obra única y deslumbrante del poeta Lucio Sansilvestre, retirado del mundo literario. Se trata de Los ídolos, a cuyo estudio Gustavo (de una familia rica y prestigiosa) elige dedicar su vida. El vínculo de ambos encontrará un espejo distorsionado en la amistad que ha unido a Sansilvestre con Juan Romano, muerto en la primera juventud, que acaso sea (sospecha con horror Gustavo), el verdadero autor de Los ídolos. Esta usurpación intuida precipita, intuye el médico, el accidente en el que Gustavo y Sansilvestre mueren juntos.

En la segunda parte de Los ídolos aparecen otros personajes de la familia de la “torre en llamas” (profética de las sucesivas catástrofes que aguardan al linaje), emblema heráldico del clan al que Gustavo pertenece, y que reencontraremos en libros posteriores. Se muestra al médico y a su amigo compartiendo las vacaciones de la adolescencia en la estancia “Las Rosas”, un territorio anacrónico, donde dominan la intemporalidad, la atmósfera legendaria, la consagración a estudios y labores inútiles, regido por la anciana Duma, alma mater que impone a todos su marca de posesión. La “rareza” o excentricidad que lindan con la locura, compartida por los miembros de la familia patricia, se vuelve violenta y grotesca, deformada como un espejo de feria, en otra familia: las mujeres, madre, hija y nietas con trastornos mentales, que viven en el puesto principal de la estancia, rodeadas por los restos o las sobras que la dueña ha descartado de su vivienda. La consagración estéril a tareas disparatadas es el destino de las parientas pobres, protegidas por Duma, ocupadas en bordar la copia de un enorme tapiz medieval francés. Copia de copias, duplicación vana, esa obra absurda de setenta metros de largo terminará arrumbada en el altillo del caserón familiar. Algo similar ocurrirá con un proyecto de novela insoportablemente erudito sobre Juana de Arco, pergeñado por el tío Sebastián, hermano de Duma.

En La casa, siguiente novela, la narración está a cargo de un personaje insólito: la casa misma, construida en 1885 y sometida a demolición en 1953, mientras la novela termina de escribirse. Su primer dueño es el senador Don Francisco, padre de otro Gustavo y pariente del Gustavo protagonista de Los ídolos. La casa habla en primera persona de sus días de gloria y de su dolor presente, y hablan, también, sus objetos y obras de arte, donde los seres humanos representados no tienen menos alma que los de carne y hueso. Una pareja de fantasmas: el del adolescente Tristán, asesinado por su hermano mayor Paco, y el de un enigmático caballero con aire de poeta romántico, acompañará a la casa hasta su final. Solo la casa y las creaciones que la embellecen pueden verlos. Omnisciente como un dios, gigantesco panóptico en su totalidad, ella sabe lo que sus habitantes hacen en su interior y sospecha sus más íntimos sentimientos, algunos inconfesables, como ocurre con Francis, único hijo de Gustavo y de María Luisa, excepcionalmente sensible pero frágil, dotado para el arte y el refinamiento, inclinado hacia las ciencias ocultas y también hacia el homoerotismo, que morirá muy joven. Por su personalidad y sus talentos, Francis hubiera sido el heredero ideal para la gran mansión de la calle Florida, Aunque los gustos estéticos los distancien, porque la casa se vuelve cada vez más anticuada, es el único de los suyos que puede valorarla.

Inclinado a la vertiente “arqueológica” de la crónica y de la ficción histórica, que lo relaciona con cumbres elogiadas y también criticadas (La gloria de don Ramiro, de Larreta o Salammbó, de Flaubert), Mujica por momentos trabaja la novela casi como un catálogo de pinacoteca, de biblioteca o de museo de arte decorativo. Pero la vinculación estrecha de las subjetividades personales y de sus destinos con los objetos, tensa la trama y neutraliza el posible agobio; lo mismo sucederá en Bomarzo. El friso descriptivo tiene en sí mismo un sentido: ofrece una historia cultural de la alta burguesía criolla, con sus sueños de grandeza y su ostentación rastacuera, en sus aspectos ridículos y también admirables. En la multiplicidad y variedad lujosa y algo bizarra de sus objetos, el conjunto, sostiene la Casa, logra, sin embargo, una armonía única y singular.

La alianza de dinero, prestigio y poder político que apuntala el pequeño reino no será eterna. Los sucesivos herederos no están a la altura del proyecto que la engendró. Durante los últimos años de Gustavo, burgués encantador, inútil y hedonista, se empieza a vivir a crédito. Después de su muerte quedan el hermano mayor (Paco) encerrado en un sanatorio siquiátrico, y en la casa el otro hermano, Benjamín, junto con las dos doncellas de doña Clara, la matriarca fallecida. El resentimiento (causado por la inferioridad personal, en el caso de Benjamín o el profundo rencor social, en las mujeres) envenena y paraliza sus vidas. En sus dos últimas décadas, la casa que heredan las mucamas, a su vez expoliadas por amantes y parientes, sufre una decadencia atroz e irreversible que concluirá con su venta a una empresa constructora de departamentos.

Los viajeros (1955), tercera novela de la saga porteña, es narrada desde un joven outsider: Miguel Ryski, miembro de la encumbrada familia de la torre en llamas por parte de su madre, pero extranjero a ella por parte de su padre, un artista y prestidigitador polaco. Este matrimonio desparejo ha escandalizado al grupo endogámico materno. Sus tíos argentinos son, sin embargo, los verdaderos desclasados. Lejos de la gloria prócer de la cabeza del linaje, héroe de la batalla de la Vuelta de Obligado, descienden de la “oveja negra” que despilfarró sin retorno su parte de fortuna. Ahora son solo los sobrinos indigentes de la millonaria tía Ema, asilados (y aislados) en el ala más pobre de la extravagante estancia “Los Miradores”. Una niñez pasada en Europa mientras fluía el dinero ejerce sobre los tíos: Baltasar, Elisa, Gertrudis, Fermín, una especie de alienación perpetua. Ahí, en ese mundo idealizado, está la verdadera vida, la que suponen merecer, la que podrá salvarlos de su condición humillante y dependiente. Solo del otro lado, creen, podrán ser verdaderamente quienes son. Miguel, huérfano después de la muerte de sus padres en un accidente, es su obligado pupilo, consagrado junto a ellos, como un niño monje, a preparar el viaje con todas las herramientas de la erudición libresca. El tío Baltasar espera obtener el dinero necesario para el gran viaje con los réditos de una monumental traducción de la obra completa de Víctor Hugo a la que consagra su existencia.

A Miguel se le prohíbe dedicarse a la vida social con los compañeros de colegio y con la gente del pueblo, considerada inferior por Baltasar, aunque los mayores ingresos de la familia provienen del sueldo de la tía Elisa, subdirectora de la escuela. Pero la vida le ofrece dos compensaciones, en diferentes formas: la amistad de Simón, su compañero de pesca, hijo de los mucamos que custodian celosamente, por encargo de la tía Ema, el ala rica de la casa; por otra parte, el amor de la hermosa Berenice, alumna de Elisa, a quien conoce vestida de paje del Renacimiento en el ensayo de una representación escolar. Resurge aquí el tema del erotismo entre varones, pero la tensión pasional solo emerge del lado de Simón, no desde Miguel, que ama a Berenice, si bien nunca dejará de verla en su disfraz de paje, estilizada, bajo una forma andrógina.

Como la devoción fanática y trágica de Gustavo por Sansilvestre, como la copia del tapiz de Bayeux arrumbado en un desván o la novela inconclusa e impublicable del tío Sebastián, la traducción ramplona, pedestre y laboriosa del tío Baltasar está condenada al mismo destino inútil. Sus parientes, sospecha Miguel, esconden bajo esas causas perdidas el terror a enfrentarse con la propia incapacidad de crear algo propio, nuevo y original. Son idólatras obsesionados por el comentario y la reproducción de lo ya existente, que se aferran paradójicamente al orgullo de la estirpe pura, de las obras únicas. El mayor fiasco de los viajeros, el que les da la medida de su derrota, es la comprobación, certificada por un anticuario extranjero, de que su mayor tesoro: la “Mesa del Emperador”, a la que creen propiedad de Napoleón I, es solo una de las muchas copias de mal gusto que se hicieron a fines del Imperio de Napoleón III).

Pero al fin de cuentas, ¿qué es el mal gusto? En el cosmos generosamente barroco que Mujica Lainez construye, en el cambalache creativo de América, todo cabe y también la copia se resignifica. Ese mundo es mezclado, gloriosamente mestizo, cruza sangres, mitos, lenguas, representaciones, símbolos. También hay mezcla en la casona de la calle Florida y la hay en el diseño de Los Miradores, donde nada es puro y lineal y por eso mismo resulta fascinante: “una dislocada construcción en la que convivían los estilos bastardos, mezcla de "villa" europea, de cuartel y de acertijo”.

Llega el momento en que Miguel, seguro de sí mismo, de su identidad, de sus deseos, de su pertenencia, del amor por Berenice que está dispuesto a defender contra la infatuación del tío Baltasar, sale a las calles del pueblo y encuentra su “canto general”, su epifanía de poeta. “Fue como si descubriera al pueblo, a un pueblo ignorado, aletargado, que despertaba y se estremecía y vibraba por fin, y entonces su poesía se sumó a la de Los Miradores, tan insondable, y a esas otras poesías -la de Bach, la de Racine, la de Rilke- que habían elaborado dentro de mí su impalpable tela, probablemente para revestir al paisaje habitual y para manifestarme su íntima hermosura; y de repente, mientras caminábamos y yo miraba todo con ojos nuevos, experimenté una emoción tan honda y tan apasionada que tuve que detenerme y juntar las manos, en un movimiento natural, como quien reza. Había madurado. Todo se fusionaba dentro de mí y yo lo miraba como si me hubieran quitado una venda de los ojos, y estaba tan feliz que me hubiera puesto a cantar”.

>Un fragmento de La casa, libro central de la saga porteña de Manuel Mujica Lainez 

Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya. Me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas. Que me vean así… así… con el papel del escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores sin color, impuros.

Las huellas de los pecados que aquí se cometieron ha quedado en mí ensuciándome, corrompiéndome, quitándome poco a poco, habitación a habitación, todo lo que contuve de gracia, de belleza, de brillo. Eso que no se veía en los que pecaban, porque su cara seguía siendo igual, serena, pulcra, aristocrática a veces y otras canallesca, pero siempre indiferente, intacta, en mí se ve porque es como una costra que me envuelve. ¡He cambiado tanto, tanto, Dios mío! Y el olor, el olor que nada puede vencer, que persistirá aunque derriben los muros, y que me da náuseas a mí que he vivido dentro de él, encerrada con él durante casi veinte años, sintiendo cómo crecía en mí, dentro de mí, cómo se apoderaba de mí y me impregnaba, de tal modo que si se entreabría la puerta principal la gente que pasaba por la calle volvía la cabeza hacia mí, con repugnancia súbita, porque mi olor a rata, a basura, a cosa guardada y fea, la asaltaba como un golpe a traición, imprevisto en una calle donde los más modestos se esfuerzan por fingir que son mejores y se dan aires de elegancia y donde hasta el recuerdo de que existen olores así resulta obsceno, imposible.

Sesenta y ocho años… En Europa sería joven.

 

Fragmento de La casa de Manuel Mujica Lainez, publicada por primera vez en 1954.