Gutiérrez fue el que empezó con aquello. Estábamos en la ferretería de Baclini. Nos juntábamos todas las tardes. Bebíamos, mirábamos la televisión y charlábamos. A veces se hacía muy tarde y nos quedábamos a dormir. En el fondo de la ferretería Baclini tenía una cocina, una mesa, cuatro sillas, el televisor y un sillón. Dormíamos por turnos. Gutiérrez trabajaba de mozo. Entraba a las seis de la mañana y salía a las dos de la tarde. Yo estaba desocupado y no quería volver a mi casa. Al museo, así lo llamábamos. Creo que hacía dos o tres días que no nos movíamos de ahí, excepto Gutiérrez, quien una tarde vino con la noticia. Había visto a Grimmy unos días antes, en el supermercado. El otro lo reconoció y se acercó a saludarlo. Estaba demacrado, tartamudeaba y le temblaban las manos, dijo. Grimmy había sido compañero nuestro del colegio secundario. Fue justamente ahí cuando se echó a perder. O, mejor dicho, cuando lo echaron a perder.

Ese tipo le jodió la vida, dijo Baclini. Con lo de ese tipo se refería a Téllez. En cierta medida, todos lo habíamos sufrido, tanto a él como a sus secuaces. Pero el que llevaba la batuta siempre era él. Un ser despreciable. Recordé la vez que me ataron las manos a la espalda y me tiraron del escenario. Perdí dos dientes. De cualquier manera, eso no había sido nada en comparación con lo que le habían hecho a Grimmy. A él sí que lo habían dañado.

Lo peor de todo es que nunca hicimos nada para ayudarlo, dijo Baclini. Yo aduje que el tipo nos tenía acobardados a todos. Que nos sacaba dos cabezas y era el doble de ancho que cualquiera de nosotros. Que ni siquiera él, Baclini, se había salvado. Entonces me miró y se lo pensó un rato. De todas maneras, dijo, algo podríamos haber hecho. Siempre se las llevó de arriba. Gutiérrez vació su vaso de vino y preguntó si alguien sabía qué había sido de la vida de Téllez. No. Ni Baclini ni yo sabíamos nada. Bueno, yo sí, dijo Gutiérrez. Trabajaba en una embotelladora de gaseosas, de sereno. Entraba a las nueve de la noche y salía a las cinco de la mañana. Estaba gordo, pelado, y se la pasaba borracho. Incluso mientras trabajaba. No sé de dónde había sacado la data. Tampoco lo dijo. Observé cómo Baclini se revolvía en la silla. Gutiérrez, sin dudas, ya lo venía meditando, vaya a saber desde cuándo. Ahora lo estábamos masticando nosotros. Baclini dijo que había que hacerle una, una sola, al menos, por todas las que nos había hecho Téllez. A lo que Gutiérrez añadió que sobre todo debíamos hacerlo por Grimmy. Que tendríamos que haberlo visto. La forma en que caminaba entre las góndolas, como un fantasma. Cada dos o tres pasos giraba la cabeza, como si temiera que alguien lo estuviera siguiendo. Es verdad que éramos chicos, que no habíamos tenido la culpa de lo que le había pasado. Habíamos visto todo y no habíamos actuado en consecuencia, quizás porque no había nada que hacer. Lo escuché y luego fui y me recosté en el sillón. Cerré los ojos y las imágenes empezaron a dar vueltas en mi cabeza. Hacía algunos años que no sentía aquella bronca, aquella impotencia. Nunca me había olvidado, es cierto, pero de repente tuve la sensación de que todo había ocurrido el día anterior. No sé si fue a causa del alcohol ingerido o qué, pero cuando abrí los ojos y me senté vi que los otros dos estaban igual. Ninguno de los tres podía hablar. Inmóviles, mirábamos las paredes y el techo, como si la ferretería estuviera a punto de derrumbarse. Al día siguiente, Baclini dijo que había encontrado el revólver que sido del padre. No funcionaba, jamás lo había visto usarlo. Pero, de cualquier manera, para lo que lo necesitábamos iba a servir. Estuvimos toda la noche dándole vueltas al asunto. Que llevaríamos a cabo la venganza ya era un hecho resuelto. Sólo faltaba ultimar las formas, discutir los detalles. Pregunté cuándo. Esta misma noche, me contestó Gutiérrez. Ya nos había dicho que Téllez salía a las cinco. Lo esperaríamos a la vuelta de su trabajo. Tenía tres cuadras hasta la parada de colectivos. Era una zona medio descampada y no pasaría nadie a esa hora. Así que a las cinco menos cuarto de la mañana estábamos apostados a media cuadra de la embotelladora. Fuimos en el auto de Baclini. No habíamos bebido más que cualquier otro día. La euforia venía de otro lado, y lo sabíamos. Éramos conscientes de lo que nos estábamos jugando, y las consecuencias sólo podíamos verlas en el pasado. Estaban en el baño de la escuela, en el gimnasio, en cada una de las escenas que habíamos visto y vivido. Cada uno tenía sus motivos personales, de eso no habíamos hablado jamás. En un momento dado Baclini dijo ahí está. Debe ser él. Gutiérrez se enderezó y asintió con la cabeza. Téllez llevaba una mochila al hombro. Caminaba despacio, encorvado, y el humo del cigarrillo iba dejando una estela azulada en el frío estático de la madrugada. Baclini puso en marcha el motor. Aceleró. Gutiérrez había dicho que Téllez iba desarmado. Además ya no era el tipo invencible que habíamos conocido, eso era algo que se veía a la legua. Los quince años que habían pasado desde la última vez que lo habíamos visto para él habían sido devastadores. Yo iba sentado en el asiento trasero. Tenía la manija de la puerta en la mano. Transpiraba, supongo que de asco y de miedo. Cuando el auto subió a la vereda, Téllez dio un salto y quedó apoyado contra un tapial de ladrillos. Baclini clavó los frenos y le gritó que se quedara quieto. Luego se bajó. Arrodillate, las manos en el piso, dijo. Gutiérrez salió del auto y se puso a la par de Baclini. Tenía algo en la mano. Creo que era un palo de esos que usan los camioneros para golpear las cubiertas. Téllez dijo que no tenía nada en la mochila, y la tiró a un costado. Todo sucedía a una velocidad mayor de la que había imaginado. Me bajé del auto sin saber qué hacer. Estaba esperando una orden, pero no de los otros. Baclini, sin dejar de apuntarle, caminó hasta Téllez y le calzó una patada en el estómago. Téllez empezó a tener arcadas. Puteaba. Pero no se movía. Gutiérrez afirmó el palo con las dos manos y le asestó varios golpes en la espalda. Téllez los asimiló y comenzó a vomitar. Me pregunté cuánto aguantaría así, en cuatro patas, sin derrumbarse. Baclini lo embistió nuevamente. Esta vez fue con una patada en la cara. La cabeza de Téllez apenas tembló. Entonces supe que algo no marchaba bien. Sobre todo cuando Téllez giró la cabeza y nos miró a los tres a la cara. No creí que nos hubiera reconocido, pero si noté que no tenía miedo en absoluto. Era como si se hubiera dado cuenta de que el arma que empuñaba Baclini no funcionaba o de que no estaba dispuesto a utilizarla. Fue ahí cuando se puso de pie, recogió la mochila, todo sin dejar de mirarnos, y empezó a trotar hacia la esquina. No sé qué me ocurrió en ese momento. Lo cierto es que me largué a correr tras él. Que lo alcancé y le di una patada en los tobillos. Trastabillé y me incorporé de inmediato. Téllez estaba tendido en el suelo. La mochila había ido a parar un par de metros delante de su cabeza. Comencé a patearlo con todas mis fuerzas. Él intentaba cubrirse. Gritaba, pero no se le entendía o yo no entendía lo que estaba diciendo. No sé cuánto tiempo duró aquello. Lo siguiente que recuerdo es que estábamos otra vez dentro del auto. Amanecía. Baclini había estacionado el auto frente a una casa y fumaba un cigarrillo. Gutiérrez, sentado ahora en el asiento trasero, todavía jadeando, miraba los coches pasar por la ventanilla. Me miré las zapatillas manchadas de sangre y pregunté dónde estábamos. Baclini me miró. Primero a mí y después a Gutiérrez, por el espejo retrovisor. Luego dio una última pitada al cigarrillo antes de arrojarlo a la calle. Vamos, dijo. No debían de ser más de las seis de la mañana. Baclini llamó a la puerta. Esperó unos segundos y volvió a llamar. Antes de que volviera a hacerlo, la puerta se abrió. Ahí estaba Grimmy. Nos hizo pasar a la cocina. Su mujer le estaba dando la teta al chico, dijo. No habían dormido en toda la noche. Por otra parte, la casa era bastante precaria. El living al que habíamos ingresado carecía de ventanas y tenía apenas un sillón de dos cuerpos y un viejo televisor sobre una mesa destartalada de caño. La cocina tenía una puerta ventana que daba a un patio de un metro por dos. Una soga colgaba de un extremo al otro, con ropa de bebé y una camisa azul desteñida. Grimmy preparaba café cuando su mujer lo llamó desde la pieza. Le pidió que le alcanzara algo, no escuché qué. Gutiérrez se puso de pie y se hizo cargo de la pava que hervía en la hornalla. Miré a Baclini. Supuse que estaba pensando lo mismo que yo. Quizá Gutiérrez, en cierta forma, había exagerado.