Apoyado en el alféizar de la noche sentía un mensaje silencioso que me invitaba a salir de la cama. El sonido del tren que pasa por el pueblo despuntaba en el sueño ocupándolo todo como el hongo kombucha que crecía en la botella y mi madre guardaba en la puerta de la heladera. Tal vez fue ese sonido anacrónico que motivó en mi sueño la figura de un grillo gigante como un tótem de las Islas de Pascuas y me animó a levantarme. No lo sé, pero alguien de otro tiempo instilaba en las sombras de mi pensamiento y me exigía atención. Así que me levanté y descubrí que la oscuridad tiene sus artilugios para iluminar. La casa olía a verdeo y a pimiento dulce; la noche, a romería de perros que han perdido su santo y deambulan en las escaleras de una iglesia. Una pareja de teros gritaba alarmada entre bufidos de las acaloradas plantas de la galería.

Hay ciertas lunas demandantes o psicotrópicas que no te dejan dormir; entonces uno libra una batalla con ella o con uno mismo. Lo sé porque he visto bichos toritos quemados con su música al otro día en mañanas estivales; aparecen resecos, boca arriba y con hormigas merodeándoles encima. Con los insectos pasa eso; los humanos, en cambio, resistimos las revelaciones con una carne más dura de roer.

No sé certeramente cuándo aparecen estas lunas ni cómo encontrarlas en los calendarios. Simplemente suceden y pasan de vez en cuando con una frecuencia incalculable. Sin aviso irrumpen y la mañana posterior uno descubre charlando con su pareja o algún compañero de trabajo que no fuiste el único que sintió sus dedos en el hombro, o un tibio susurro o, tal vez, una energía flamígera que se canaliza y te cuece a fuego lento el alma.

Ciego me cambié y salí a la calle a buscar en la noche el cansancio que necesitaba. Vi el tren detenido cortando en dos la plaza del pueblo y descargando granos en Cargill. Un búho aletargado en el poste de un alambrado levantaba vuelo asustado por el taconeo inseguro de una mujer de labios malvón y rímel corrido. 

El paisaje me distrajo y no había reconocido al niño que sonaba detrás de la oscuridad de los vagones. Me acerqué aún más porque corría peligro su vida en los umbrales de los rieles y más de cerca lo vi de frente. Estaba juntando unas piedras y las miraba como higos maduros. Cuando arrancó el tren, le vi los ojos. Lamenté haberlo dejado solo e inerme tiempo atrás cuando apagué la luz y cerré por última vez la puerta de la pieza. Me tranquilizó saber que nada de este mundo podía hacerle daño. Sentí ternura y envidia porque lo vi libre en la inmensidad de la noche.

En el playón del edificio donde nos criamos jugando a la pelota había un brazo de una higuera que colgaba de la medianera lindante. Esa higuera pertenecía al patio del almacenero de la vuelta; y cuando lo miraba en plano picado desde el décimo piso del departamento veía que cohabitaba con una palmera y un galpón de chapa herrumbrada.

Hoy no existe el almacén, la palmera, el galpón ni la higuera. Tal vez tampoco Pedro, el viejo metalúrgico devenido en almacenero porque la moda trocaba fábricas por canchas de pádel o fútbol cinco. La misma época en que los sábados por la noche me reía inocentemente con algún sketch sobre un empleada pública sin darme cuenta que esas risas y aplausos en el imaginario colectivo daban el tiro de gracia a políticas públicas y construían de a poco la imagen de un Estado tenebroso como un gigante vulgar que había que destruir.

Cuando visito, como en el tango, la casita de mis viejos, en el lugar del almacén y la higuera veo un fastuoso edificio y una pileta con un deck que todos los años tienen que restaurar como un castigo gitano. 

Tal vez todas estas cosas expliquen cierto encanto que siento por algunos lugares, por ejemplo, aquellos cines pequeños, escondidos en el progreso de la ciudad, aquellos que hay que encontrarlos dentro de una galería vencida por los años pero que todavía no son ruina porque algunos clientes no han muerto o porque las palomas no lo abandonan o, tal vez, porque una estación de servicio no se animó a cerrar la compra del terreno. 

Quizá, por eso, me gustan esos cines que te encontrás al doblar una ochava o que sus baños dan a un pasaje con nombre de una batalla de una república de videotape. Me gustan porque sus puertas asoman detrás de un gomero apenas uno se acerca o porque sus marquesinas con bombitas cálidas de árbol navideño de plaza de pueblo resisten como un retazo de otro momento, como jirones del tiempo.

En el playón del edificio no sabía que las manchas babosas como sapos reventados en el aceite viejo de los coches que allí estacionaban eran higos y sus mieles todavía eran ignotas para mí

En una oportunidad, jugando a la escondida alguien guardó, mientras contaba para que el resto se escondiera, unos higos maduros en el bolsillo trasero de mi bermuda; un jean cortado desprolijamente por arriba de las rodillas. Sin darme cuenta, pasado unas horas y cansado de jugar, me senté en un tapial embadurnándome los pantalones con los intestinos de los higos y aguantando las risas de los demás. Desde ese momento blasfemé contra esa planta, sus desperdicios e injurias. Era un niño que aún no había probado el dulce casero de su madre, no había leído los poemas en prosa[de Miguel Hernández ni había acercado sus pies a la orilla de la sexualidad.

El último vagón del tren en retirada terminó con una imagen final de la noche. Descubrí que la bocina del tren ya no alarmaba a nadie sino más bien endulzaba las copas todavía negras de los álamos donde aún posaban algunas Pleyades. 

Ya a lo lejos, al mirar hacia atrás, vi la espalda desnuda de un fauno y descubrí que la música provenía de la siringa de Pan. Al frente, la neblina retozaba difusa en la gramilla como polvo de luna y la araucaria centenaria del ingreso al pueblo, testigo incierto del encuentro, no me reflejaba sino que me disminuía como un laberinto de espejos en Pekos. 

Una alondra se posó en el hombro del niño. Tal vez pretendía las semillas de los higos de su mano. Vi al niño reírse y jugar con ella que lo rodeaba en vuelo circular. Y subida al carrusel anaranjado de Heósforo me anunciaba no sólo el nuevo día sino también una nueva época.

 

*El título está tomado de "Venta de Higos", de Miguel Hernández.