El cuento por su autor
Escribiendo me he enseñado a mí misma a enfrentarme con mis prejuicios. “Lavado, depilación, limpieza de cutis” es eso. Aunque no soy (del todo) como la protagonista del cuento, voy a la peluquería solo a cortarme el pelo y como muchas, solía pensar que a las mujeres jóvenes y hermosas la vida les sonríe más que al resto. En una época iba a un salón en el centro de Córdoba, en el que había, además del peluquero, chicas tiñendo, haciendo limpieza de cutis y manicura. De un corte de pelo al siguiente, las chicas ya no eran las mismas, habían sido reemplazadas por otras, pero una pelirroja muy llamativa estaba desde hacía tiempo, por lo que pensé que tendría parte en el negocio, sería la novia del peluquero o tal vez la amante del dueño. La chica estaba siempre de negro, con pantalones y remera muy apretados, el pelo lleno de rulos, rojo como una llamarada, un color de piel “magnolia que mojó la luna” y se paseaba como una pantera entre las clientas, preguntando ¿te hago las manos? Una tarde de poca gente, en algún momento quedamos solas y entonces ella se acercó y me dijo al oído: ¿No te harías una limpieza?, hoy no he trabajado nada. Me hizo una limpieza y mientras, me contó que estaba separada, que tenía dos chicos y que era un lío con quien dejarlos porque lo que ganaba no le alcanzaba para niñera. Al resto me lo inventé.
Lavado, depilación, limpieza de cutis
Mi orgullo por las mañanas era enorme, así como
era de pequeña mi resignación por las tardes.
Reina Roffé
¿Te esculpo las uñas?, la mujer pelirroja miró al mismo tiempo que ella, los dedos mochos, las uñas al ras; nadie en su sano juicio podría creer que esas uñas estuvieran hechas para ser esculpidas, en el caso de que las uñas se esculpan.
Eran casi las siete y ella había dudado entre meterse en la peluquería o seguir hasta el supermercado para comprar fruta, queso, café, mucho café que es lo que toma por las noches mientras trabaja. Ella sólo va a la peluquería para cortarse el pelo, no le interesan otras frivolidades, ni hacerse las uñas ni teñirse, ni depilarse. Una vez, hace años, para el casamiento de una sobrina, por insistencia de su hermana, fue a una peluquería del centro para que le hicieran brushing. Te va a quedar bien, le había dicho su hermana, y ella había pedido que se lo hicieran; pero después, por la tarde de ese día del brushing, bastante antes de vestirse para la fiesta, mientras regaba unas plantas en el pasillo, se llevó la mano a la cabeza y la sintió abultada, ridícula. Entonces se metió en el baño, se mojó el pelo y salió al balcón para que se lo secara el aire. Quiere decir que ella, antes, a veces, lo intentaba, pero después, con el tiempo, cambió de idea y ahora ya no necesita que le hagan las uñas, ni que le tiñan el pelo, ni que la peinen, sólo cortarse el pelo cada tanto para no dar mala impresión.
Estaba con la cabeza echada hacia atrás mientras la asistente la enjabonaba, cuando la pelirroja se inclinó sobre su cara, clavó los ojos cargados de rimel (grandes ojos verdes, lindos ojos, pensó, aunque un poco irritados por las trasnochadas) en los suyos y desde ahí, desde arriba mismo de sus ojos, preguntó ¿Te depilo, querida? Ante todo, ella detesta que le digan querida, y también detesta, como ya se ha dicho, hacerse nada de lo que hacen en las peluquerías, nada que no sea cortarse el pelo, y eso por necesidad; tiene la suerte de trabajar dentro de su casa, sin que nadie la vea, es una gran cosa a su edad. Pero la pelirroja insistió: Estás llena de canutos. Ahora ella tiene ganas de asesinar a la pelirroja, ganas de decirle que los canutos le encantan, que si hay algo en el mundo que le da gusto es tener las cejas llenas de canutos, pero las enseñanzas de las monjas primero y las de la escuela normal después, y antes y más tarde los buenos recuerdos de su madre y de su abuela, vinieron a ponerle el bozal y entonces se limitó a sonreír - un esbozo de sonrisa que declaraba guerra por siempre a las pelirrojas-, como podía nomás, en la ridícula postura de cabeza hacia atrás, con las uñas de la asistente rascándole el cuero cabelludo y con las cervicales a la miseria; es que ella se gana la vida arreglando textos científicos, para ver si alguna vez alguien los entiende, porque cada día que pasa los científicos escriben de un modo más incomprensible -más estudian peor escriben-, con una sintaxis vergonzosa y repletos de errores, pero si escribieran bien, de qué viviría ella. Qué se le va a hacer, así es la vida, el mal de unos es beneficio de otros, ella ya se ha acostumbrado; en eso piensa a veces, por las tardes, cuando la resignación la vence.
Lo cierto es que ella se pasa la vida corrigiendo textos de otros y si hay algo que lleva arruinado, además de todo lo que se le arruina a una mujer de su edad, son los ojos y las cervicales. Los ojos se le arruinan porque ella también trasnocha, no como la pelirroja sino sobre la computadora para sacar a tiempo el trabajo, porque se las tiene que pelar sola y como sea; a eso también se ha acostumbrado.
Habría que darle unas cuantas lecciones a esta pelirroja, a ver si aprende que la vida no es sólo bambolearse entre las clientas, con una polera ajustada y unos pantalones negros de cuero. Ella sabe mirar, se considera una persona atenta al comportamiento de los otros, interesada en las necesidades de sus congéneres como espera que alguna vez, de necesitarlo, alguien se interese por las suyas, por eso raras veces se sorprende, es tanto lo que ha andado, lo que ha visto, que raramente se sorprende. Y porque sabe mirar, ha observado que la pelirroja viste siempre de negro, toda ajustada y de negro, y se pasea con la piel lechosa, la cabeza hecha un fuego y los ojos repintados con kohol y rimel. Es el truco de las pelirrojas, bien conoce esos trucos, porque cuando apenas había cumplido veinte, antes que tuviera que dejar de estudiar y empezara a pasar trabajos a máquina, una pelirroja parecida a ésta, con ojos de gata, vestida de negro y más ajustada que ésta, se quedó con Ricardo.
Pero todo eso es pasado, un pasado de hace treinta años, mil veces repasado e inofensivo ya, considera ella, ella que vuelve ahora a esta pelirroja, la de la peluquería. Le parece que ésta, aunque no da la apariencia de una persona inteligente, ha entendido el gesto irónico, porque desde aquella discusión sobre los canutos, ya no la molesta, se limita a pasar a su lado y, cuando la reconoce, dice: Ah, cierto que vos no te hacías nada, y continúa ofreciendo manos, uñas esculpidas, depilación y limpieza de cutis.
¿Te hago las manos?, escucha que la pelirroja les pregunta a las mujeres -a las ocasionales compañeras del salón- que leen revistas bajo el secador. Son esas estupideces las que a ella la sacan de quicio. Las manos están hechas, nena, le dan ganas de decir, pero sabe, ya ha aprendido, que tiene que frenarse, tiene que colocarse el bozal, o cortarse el pelo sola en su casa.
Hay que reconocer, es lo primero que habría que reconocer si fuera necesario, que la pelirroja es atractiva, con una belleza un poco fatal, teñida sí, aunque le parece que aun cuando esté teñida es una pelirroja natural que se remarca el color con la tintura. La piel, tan blanca, le hace pensar en la otra, porque aunque el pasado ha pasado, bien lo sabe, y se ha convertido en pasado remoto, un pretérito pluscuamperfecto que tiene treinta años, ella a veces recuerda a la pelirroja que volvió loco a Ricardo y después lo dejó tirado, mordiendo el polvo. Ya lo sabe ella, una pelirroja ha sido puesta en el mundo para hacer estragos, ridículo trabajar, estar durante horas sentada frente a una máquina si entre los veinte y los treinta alguien puede caer sobre su pelo colorado, y quedarse.
Esta pelirroja es más bien menuda, pero ella considera que a los hombres les ha de parecer que tiene todo ahí donde hay que tenerlo, sobre todo una delantera importante, un verdadero balcón, y un trasero que llama la atención, en fin, todo lo que -además del pelo- vuelve locos a los hombres. Ella supuso que ya habría pasado los treinta y - la que se le ocurrió era una frase grosera, pero no encontró otra más apropiada- se preguntó por qué estaría ahí trabajando, por qué no había pegado el tetazo, y también pensó que, si aún no lo había pegado, ya era tarde para eso. Se le ocurrió que tal vez se acostaba con el dueño del local, descartó que se tratara de la esposa, pensó más bien en la amante, la amante no -rectificó en sus pensamientos- sino una diversión, un amorcito laboral; abusaba del alcohol y de la noche, eso era una fija, ella enseguida se daba cuenta de esas cosas. Ahí está el problema de las pelirrojas, pensó, no saben dosificar lo que tienen y se dejan arrastrar por los excesos, se confían en la abundancia como si la abundancia les fuera a durar toda la vida.
Hay algo que a ella siempre le reventó de los hombres (y la pura verdad es que a esta altura, ya no le importa ser grosera, se ha cansado de usar el bozal): son incapaces de fijarse en otra cosa que no sea las tetas o el culo, no importa qué haga una mujer ni cómo piense, mientras tenga un buen par de tetas y un culo como corresponde, ahí habrá un marido o un amante, o las dos cosas al mismo tiempo. ¿Y las otras? ¿qué queda para las otras? Las otras que revienten, bien lo sabe ella, para conseguir a un tipo como la gente hay que tener unas tetas como las de la pelirroja, de eso está segura, ya ha vivido lo bastante como para saber que así son las cosas, que eso es algo que no tiene remedio. Así es la vida, muchacha, no se trata de una frase hecha, es la pura verdad, el beneficio de unas es perjuicio de otras, bien lo sabe, bien que lo ha aprendido.
Desde la tarde en que fue a la peluquería por primera vez, ella y la pelirroja no cambiaron más palabras que ésas: guerra sorda de unos pocos balines que, por lo menos para ella, empezó esa tarde, la del día en que escuchó la dichosa frase de los canutos. Pero otra tarde, aquella en que dudó entre meterse en la peluquería o ir al supermercado, la tarde de esta historia, la pelirroja se le acercó mientras esperaba que le lavaran el pelo y le dijo al oído: Hacete una limpieza, hoy casi no he trabajado, y ella mordió el anzuelo.
No alcanzó a contestarle que sí y al instante tenía la cara embadurnada con crema áspera; le pareció que la pelirroja se había equivocado de crema, que le habrían agregado arena y se lo dijo: ¿No está sucia esa crema?, parece que tuviera arena. La pelirroja contestó: Es una crema peeling, son nuevas y te dejan todo lisito. Vendría a ser como un lifting, pero sin riesgos quirúrgicos. Ella no necesitaba lifting ni peeling, y en el caso que los necesitara, estaba dispuesta a prescindir de eso, pero consideró que era mejor resignarse, así que se dejó embadurnar la cara con arena.
Le pareció ver un gesto, un ligero acuerdo entre la pelirroja y la chica que iba a lavarle el pelo, porque ésta -que se había acercado para empezar su trabajo- desapareció, de modo que quedaron solas las dos en la pequeña sala de lavado, mejor dicho, quedó sola ella a merced de la pelirroja. ¿Estás muchas horas acá?, preguntó para llenar el silencio. Doce, dijo la pelirroja. ¿Doce?, ella tragó saliva. Es que vamos por tanto, un cuarenta de lo que cobro es para mí. Ella tragó saliva otra vez: ¿Cuarenta?, pensó que era mejor arreglar trabajos de tesis en la computadora y después se le ocurrió que, aunque el dueño del local se quedaba con el sesenta, el cuarenta restante tenía que ser una suma considerable y entonces convenía andar bamboleándose doce horas con un pantalón ajustado y una polera negra, entre las clientas. ¿Y está bien el cuarenta?, preguntó sin comprender por qué preguntaba. Sí, está bueno, dijo la pelirroja, en la otra cuadra, las chicas sacan el treinta.
Después ya no pudo dejar de preguntar. Tenía dos hijos esta pelirroja y estaba separada, según le contó mientras le pasaba un aparatito que zumbaba como una mezcladora de cemento sobre su cara. Sí, se quedaban solos en la casa, ya eran grandecitos, ocho años la nena y diez el varón, dijo. Una vecina les daba una vuelta. ¿No tenés empleada?, preguntó. Esto no da para empleada, querida, dijo la pelirroja pasándole un algodón mojado en astringente y pasando también por encima de los veinte años de diferencia que las separaban, apenas alcanza para comer.
¿Y tu marido? ¿Mi marido?, se fue cuando nació la nena, hice de todo para que se quedara, pero no pudo ser, dijo suspirando la pelirroja. Ella hizo un gesto de no comprender, un gesto sincero y la otra siguió: Viste cómo son las cosas, una pone todas las ganas, pero a veces no va. Después le aplicó una crema que a ella le pareció extremadamente suave, lisita, una humectante que olía a flores. Pero ¿te ayuda con los chicos?
En ese momento una de las empleadas se acercó, le dijo algo al oído y la pelirroja se distrajo mirando hacia la caja, intentando ver algo o a alguien. Sí que me ayuda, por supuesto que sí, me los quiere mucho, y a ella le pareció que el verde de los ojos se trasparentaba, la última vez que vino de Miami, los llevó a Neverland y les compró unas camperas muy lindas, con capucha, y para el cumpleaños de la nena le mandó una barbie auténtica, de las que hacen allá, la nena es fanática de las barbies. Otra vez se acercó la empleada que le había dicho algo al oído y ella hizo que no con la cabeza; luego se corrió hacia atrás de ella y desde ahí, de modo que ahora no podía verla, aunque sí escucharla de una manera privilegiada porque estaba hablando detrás de sus oídos, siguió: El anteaño también le regaló una muñeca, pero no una barbie, otra de una marca que tiene un nombre difícil, una que sólo se conoce en Estados Unidos.
Ella iba a preguntar si en eso consistía toda la ayuda, pero ahora no quería herirla, ni siquiera necesitaba cuidarse de decir alguna palabra que la lastimara, la verdad era que ya no quería herirla. No se trataba del bozal, se trataba sencillamente de su deseo, y entonces comprendió que lo más digno en una persona como ella, interesada por las necesidades de sus congéneres, era no escarbar más. En algún momento -pensó que la pelirroja había terminado con su trabajo- el silencio se extendió, le pareció que se hacía definitivo, y entonces tomó unas revistas. Caras, Gente, Hola, las hojeó apenas y se quedó con Caras; en las primeras páginas había una nota sobre una perra de Susana Giménez y entrevistas a unas modelos; se detuvo en la sección cocina donde encontró recetas con berenjenas, tenía berenjenas en su casa, tal vez al llegar se pondría a hacer ese pastel de la receta, o una ratatouille, si es que quedaban también zucchinis en el canasto de las verduras.
Ahora sí estaba segura de que la pelirroja había terminado con el trabajo y estaría lista para contarle su pena a otra clienta, pero volvió con una loción tonificante, la hizo dejar la revista, poner la cabeza hacia atrás, cerrar los ojos y empezó a cachetearla. Entonces fue cuando ella dijo, así nomás, de torpe, o tal vez fuera -lo pensó más tarde no sin cierta sorna- porque una pelirroja la estaba cacheteando: A lo mejor vuelve. Sí, dijo la pelirroja, a mí me gustaría que volviera, no sólo por mí, también por los chicos, que lo adoran, pero como él dice, tengo que aprender a no ser egoísta, él tiene su vida allá, trabaja en un boliche y está viviendo con un diseñador famoso…
La pelirroja le retiró la bata. Yo creía que a las mujeres lindas los hombres no las dejaban, dice ella. Qué se le va a hacer, es la vida, el bien de unos es mal de otras, dice la pelirroja. ¿Cuánto te debo?, pregunta ella. Dieciocho, querida, contesta la pelirroja, mientras la acompaña a la caja. Ella ya ha pagado cuando la pelirroja dice: Si te hacés una limpieza cada tanto, la piel te va a quedar divina.