“Pretender el olvido / sería traicionarte / –no podría tanto–”: Julia González no sólo no olvida a su hija Catalina, sino que le dedica un libro para devolverle todo lo que gracias a ella aprendió. Es así como la catarsis se transforma en belleza, en una conmoción que seguramente sentirán quienes se crucen con La proyección en el mapa. En febrero de 2015, la poeta y periodista parió una beba que vivió 33 horas. Fue un caso de trombofilia, un trastorno en la sangre que tiene solución si es diagnosticado a tiempo. Por eso ella hizo público su caso, para “aportar información y ayudar de alguna manera”. Este, su segundo libro de poemas, es “una forma de cerrar un ciclo”.
Dice su amiga poeta Cecilia Martínez Ruppel en el prólogo: “Sanar una experiencia del pasado es comprenderla”. Y leer La proyección… (Peces de Ciudad) es seguir el itinerario de su autora, sus estrategias para reponerse de lo que ha definido como un “game over certero y fatal”. La fundamental fue instalarse en México, junto a su pareja, Martín. Durante dos años vivieron en San José del Cabo, en un monoambiente con vista al mar. “Teníamos que curar una herida y en México estaba el anzuelo de que la música era considerada un trabajo. Y eso fuimos a pescar mientras empezábamos de nuevo”, ha escrito González. Martín es músico y allá pudo vivir de lo suyo. Ahora, de nuevo en Buenos Aires desde hace tres meses, la periodista recuerda a aquél lugar como “un paraíso” hecho de sol, un mar turquesa y palmeras.
La proyección en el mapa es, entonces, “un espejo entre dos mundos, dos momentos, dos países”. En efecto, así es como se dividen los poemas: en porteños –creados antes de partir– y mexicanos. “Madrugaba bastante para trabajar acorde con el horario de acá; mates por la mañana, playa por la tarde. No había trámites ni burocracias ni mil cosas que pagar. Era otra vida. Parecía que las horas pasaban más lentas, el día rendía más. Un par de fines de semana nos fuimos a acampar a orillas del Pacífico, a hacer el fuego cuando atardecía y a dormir en una carpa con el ruido de las olas golpeando las rocas o un cerrito que estaba ahí cerca. Al día siguiente retomábamos en nuestro auto la península, tomábamos café en la ruta y visitábamos otra playa. Fue una película hermosa, todos los críticos la recomendarían”, relata. Así es como recuerda esos dos años de verano ininterrumpido, que incluyeron dos lluvias de media hora y un huracán.
“Busco perderme en el mar / imitar a la sirena ancestral: / tomar de la oscuridad lo mejor / y limpiarme al fin de tanto ruido”, escribe la periodista especializada en rock. De esa búsqueda trata La proyección en el mapa. También de la “magia del extranjero” y su “vigoroso don del olvido” y de una muerte que “equivale al nacimiento”. Funcionó como canal de “comunicación” entre una madre y una hija (“no pertenezco a tu mundo celeste / pero lo busco cada noche en los vuelos”). “Siempre escribí un montón. Tengo dos libros cajoneados, uno de desamor y otro de amor total, de cuando lo conocí a Martín. De esos no me ocupé, pero éste sí lo quería editar, como forma de cerrar un ciclo y de entregar algo. Sacarme algo de encima. Hacer un recorrido. Siento que el libro ya estaba escrito”, explica en el departamento en el que vive ahora, en Villa Urquiza. Sospecha que no estará aquí por mucho tiempo. Porque quiere vivir mejor, y ésa es tan sólo una de las enseñanzas que le dejó Catalina.
La charla va y viene entre diversos temas. Cuando está por poner la segunda pava para el mate, expresa el que seguramente sea el sentido último de este trabajo: “Tenía que cerrar un ciclo de sanación en cuanto a Catalina. Pensar en lo siguiente, en lo que viene. Siempre va a estar Catalina y todo ese tema. Pero quiero dar vuelta la página. Es una entrega amorosa hacia ella, porque siento que me enseñó un montón. Porque yo podría haber muerto”. En una nota que publicó en octubre de 2016 en Clarín -”Llevé un bebé en la panza que no iba a poder vivir” se titulaba–, narró con detalles el infierno que vivió. Entre otras cosas, padeció preeclampsia, una de las causas de mortalidad en mujeres embarazadas.
La increíble desidia de médicos que invocaban la voluntad “del de arriba”; el desgaste físico y emocional de alguien que tiene en la panza un bebé que, se sabe, morirá tarde o temprano; el deseo que de nuevo se escapa, luego de otros dos embarazos perdidos; la bronca de algo que podría haber sido de otro modo si fuera de otro modo el sistema de salud; el tabú de los bebés muertos en oposición a la maternidad feliz: de todo esto habla el artículo, muy valiente y muy leído. Allí está la información, mientras que en el libro, la catarsis sin datos. “Le agradezco un montón a Catalina el haberme enseñado, por esta situación tan extrema, un montón de cosas acerca de la vida. Me llevó a preguntarme qué vida quiero vivir. Si quedé viva, si soy la que está viva, tengo que honrar, de alguna manera, las cosas que todavía puedo hacer. No quiero consumir cosas, no tengo ropa, por ejemplo. No quiero estructurarme de la forma en que estaba estructurada antes”, sentencia la escritora.
Desde 2005 escribe en el Suplemento No de este diario, fue programadora y curadora de ciclos de poesía y está a cargo de un taller de Literatura y Rock en La Nave de los Sueños. Publicó las plaquettes Fina ropa blanca (2013) y La fisiología del amor (2015). Su primer poemario, Full of love, data de 2011 y es radicalmente diferente al segundo. Aquellos eran los textos de una mujer cargada de erotismo, en cierto modo más salvaje, “liviana y joven, en constante búsqueda del amor”. “Yo era otra persona. Sufría por amor, por una mala elección de un chico. Ahora lo miro y me parece que está bien. Fue un momento de la vida. Pero ahora soy otra persona”, se define. Y esta otra persona comparte, ahora, su profundidad y un aprendizaje.