Desde Barcelona
UNO Macondo alguna vez fue y es y seguirá siendo Boomtown: la capital del Boom --y fantasma vivísimo que recorre Barcelona-- de la que se sigue extrayendo la petrolífera y diamantina y litiosa sustancia de la literatura latinoamericana for export. Ahora, además, Macondo es Macondix: la serie sobre Cien años de soledad que acaba de estrenarse en Netflix, esa suerte de video-aleph donde las temporadas se interrumpen, las comedias románticas se aman, y los true crime sí pagan.
Y por algo Netflix rima con Matrix.
DOS Y, claro, vero o no ver, esa es la cuestión, se pregunta Rodríguez. ¿Tendrá gracia y sentido? ¿Quienes tendrán la razón y la cordura entre tantos columnistas y tertulianos que en los últimos días han ido y venido denostando o celebrando el artefacto en cuestión? ¿Y cuál será ese síndrome que, indistintamente los aqueja y los alegra que pone todo el tiempo en sus letras y labios --como si fuesen coleguitas del Nobel-- ese Gabo (Rodríguez presume que pertenecen a la misma secta que no duda en referirse a Serrat como El Nano)? ¿Valdrá la pena arriesgarse a entrar a la casa de los Buendía y pasar allí una temporada o dos? Y son muchos los firmantes y parlantes que diagnostican que --bien o mal-- todo esto servirá para fomentar la lectura o, en la caso de Rodríguez, la relectura. Pero Rodríguez no está tan seguro de lo último porque, se dice, siempre es mejor recordar primeros amores que reestrenarlos. Y la verdad sea dicha: Rodríguez tiene miedo de volver a contar y que le cuenten Cien años de soledad. Y siempre prefirió la magistral Crónica de una muerte anunciada. Y, lo confiesa, nunca leyó El amor en los tiempos del cólera pero vio la película y... (tampoco va a leer esa miniatura póstuma que autorizaron los mismos quienes subieron ópera magna a esa fluida y torrencial plataforma de streaming desde la que ahora asciende o se precipita, irremediablemente, la bella Remedios). Además, Rodríguez aún se está reponiendo de la reciente Pedro Páramix (que al menos tenía la cada vez más rara virtud de ser una película, de resistirse a ese dictado cuasi warholiano de que no en el futuro sino ahora mismo todo el mundo tendrá una serie de al menos quince episodios emitidos en dos partes) y de la comprobación de que ciertas obras maestras lo son por ser puro estilo leído y no visto. Y que, despojadas de su prosa --a la que intenta agarrarse con fuerza el metódico recurso de esa voz en off omnipresente y textual-- lo que suele quedar son tramas peligrosamente cercanas al folletín telenovelero y folk-goth con fantasmas parcos y vivos amnésicos y celosas mujeres siempre en llamas. Pero bueno: de un tiempo a esta parte --ya es casi un lustro de soledad-- Rodríguez anda preso de mucho, demasiado, tiempo libre. Así que ahí está, frente al pelotón de fusilamiento que le apunta desde la pantalla preguntándose si debería dejarse un bigote así, como el del coronel Aureliano Buendía.
Tal vez entonces...
TRES Y ya está allí. En Macondix y no en Macondo: cuyo primer trazado, contó García Márquez, surgió a partir de una epifanía, a bordo de un auto, junto a su madre. Es México, es enero de 1965, y una vaca (¿redacción tema: la vaca?) se cruza en el camino a Acapulco. El coche se rompe. Hay que volver a casa pero García Márquez siente que ha encontrado su destino. Un remolino de historias familiares y perfumes de Aracataca se funden en su imaginación y, de pronto, "la tenía tan madura que hubiera podido dictarle allí mismo, en la carretera de Cuernavaca, el primer capítulo, palabra por palabra, a una mecanógrafa". Después, enseguida, catorce meses de trabajo casi en trance. Y no sé sabe si es el principio del Boom latinoamericano pero sí lo es del Wow García Márquez planetario. Y ser sinceros: antes de Macondo está, ya en 1959, la alucinada Danzig de El tambor de hojalata de Grass. Y, antes aún, el pueblo de las Almas muertas de Gogol. Y buena parte del gótico sureño. Y, casi simultáneamente para un lector anglófilo, la Ada, o el ardor de Nabokov. Y no olvidemos a Schultz y a Kafka, este último reconocido por García Márquez como disparador de toda su obra. Y, en su misma orilla, Carpentier y Rulfo y Úslar Pietri y, sobre todo, ese extraño brasilero que es Machado de Assis. Pero no importa. Lo que hacía falta era una novela que funcionase un poco como ese ominoso e iluminador monolito negro en 2001: Una odisea del espacio. Y aquí viene Cien años de soledad para "acompañar" a escritores como Barth, Calvino, Fowles, Angela Carter, Tournier, Pamuk, Toni Morrison, Millhauser, Auster, Rushdie, entre muchos otros.
Ahora, Rodríguez va por el tercer episodio de la serie. Y se la hace muy parecida a La casa de los espíritus. Y piensa que la película basada en el best-seller de Isabel Allende --esa más vendida autora del Boom-- es mejor que esta versión visual de Cien años de soledad porque es más fiel al original; mientras que lo de Netflix se parece demasiado a Encanto de Disney, que ya se parecía tanto a lo de García Márquez, ¿se entiende?
CUATRO Así, a un solo Boom, desde entonces, varios Baby Booms. Y está claro que el Boom y el Baby Boom no son la misma cosa. El Boom --por todas las razones correctas e incorrectas-- se apoyó en la idea de Latinoamérica como utopía ideológica y estética. El Baby Boom acunó glamorosa idea de España como valor económico y estratégico. ¿Volverá a tener lugar un Boom literario latinoamericano en España? Rodríguez lo duda. Ahora, el amor por lo de afuera es más histérico e inconstante (la pre/ocupación pasa más por los locales; y está bien y es lógico que así sea) y obedece a modas y a temores y a culpas y a deudas. Y para los que vienen de lejos, la cosa no va de movida plural sino de avance singular y más Pop que Boom. Es --sonríe Rodríguez-- como en aquella escena de City Lights en la que Chaplin es convidado a cenar una y otra vez por un millonario borracho, quien no duda en expulsarlo de su mansión cuando recupera la sobriedad a la hora del desayuno para volver a agasajarlo esa misma noche y al amanecer de nuevo de patitas en la calle y saludos a Melquíades.
CINCO Y, con precaución, entre episodio y episodio, Rodríguez abre la novela y se va al final (por principio, los libros comienzan a releerse por el final). Y, en las últimas páginas, todo comienza a derrumbarse, llueve por años, las tumbas se confunden, los personajes se recluyen en la casa, regresando al núcleo original y primigenio. Y hay una librería regentada por alguien al que llaman "el sabio catalán". Y, por fin, se decodifican los manuscritos de Melquíades. Y lo que allí se cuenta y se lee --en loop metaficcional cuasi proustiano de tiempo perdido-recuperado en buena compañía-- no es otra cosa que Cien años de soledad.
SEIS Y mientras tanto y hasta entonces, en Barcelona, los habitantes del edificio en el que vivió García Márquez no se ponen de acuerdo en clavar placa conmemorativa en fachada (algunos del consorcio lo recuerdan "maleducado y nunca devolvía el saludo", otros lo evocan como "encantador"). Y la biblioteca que lleva su nombre (frente a la plaza Carmen Balcells y considerada la mejor del mundo en 2023) está en refacciones, a no mucho de inaugurada, por una "patología en los acabados". Y permanece el misterio de ese ojo morado cortesía de Vargas Llosa que llevó al hasta entonces Gabo para el peruano a ponerse ese hielo que alguna vez fue milagro para los pobladores de Macondo desde el primer párrafo de Cien años de soledad.
Y Rodríguez se derrite y la serie continúa.
Y buenas noches, Buendías.