El regreso a Oz nunca fue tan oscuro ni tan necesario. Wicked, la adaptación cinematográfica del clásico musical de Broadway dirigido por Jon M. Chu, aterriza en un mundo donde los chivos expiatorios continúan siendo fundamentales para la construcción de discursos políticos que desprecian la diferencia. Sin embargo, lejos de entregarnos la magia encantadora que una historia tan emblemática merecía, la película, que sólo adapta el primer acto del musical, se tropieza con su propia ambición.

La desmesura en un reino sin color

Los 160 minutos de esta primera entrega avanzan con un tono de drama adolescente que empalaga y resta intensidad a una trama que, en sus orígenes, está cargada de simbología política y emocional. Así, la decisión de dividir Wicked en dos partes prolonga la narración de manera innecesaria.

La película, al extender su duración sin aportar dinamismo, pierde una parte del espíritu que el musical original construyó con destreza. Como contraste inevitable, resulta imposible no evocar a The Wizard of Oz (1939), donde los efectos tradicionales no le restaron ni un gramo de fantasía a la historia de Dorothy.

Aquí, en cambio, los efectos digitales saturan la pantalla con un brillo que apenas logra opacar las carencias de la escenografía y el vestuario, que nunca terminan de despegar. Faltó color, quizás, aunque no hubiéramos podido esperar que la dirija Almodóvar, claro está, pero algún buen colorista debiera tener Hollywood. La falta de una estética visual más sólida nos deja con la sensación de que Oz es un mundo apagado, incapaz de igualar la creatividad que su historia merece.

Elphaba y la política del chivo expiatorio

En el centro de Wicked está Elphaba Thropp (Cynthia Erivo), la joven con piel verde que carga con todo el peso de la alteridad. Elphaba es la perfecta encarnación del chivo expiatorio: una figura construida por el poder para depositar en ella los miedos y las culpas de la sociedad. 

Es imposible no trazar paralelismos con discursos contemporáneos que se sirven de las diferencias para alimentar odios colectivos. Hoy, las identidades racializadas, migrantes, feministas y las disidencias sexuales siguen siendo utilizadas por líderes políticos como eje central de una narrativa divisiva. Lo vemos en discursos como el de Donald Trump en Estados Unidos, pero también en Javier Milei en Argentina, donde cualquier idea que se aparte de su visión es catalogada como "comunista" o parte de la "ideología de género" y por ende, algo a extirpar de la sociedas.

La película explora esta dinámica con la metáfora de los animales que pierden su voz, un proceso de deshumanización (o desanimalización) que culmina cuando el profesor Dillamond, una cabra que enseña historia, es separado de su cargo. 

Entre brujas…

La relación entre Elphaba y Glinda (Ariana Grande) es uno de los puntos más interesantes. Aunque la película no termina de profundizar en las tensiones y afectos que las unen, hay una lectura inevitablemente queer en la manera en que ambas transitan su relación. Glinda, la bruja buena, es el reflejo del deseo de pertenecer. Elphaba, en cambio, simboliza la diferencia irreductible, la que no se maquilla para ser aceptada. Esa oposición las vuelve complementarias, pero también marca una distancia que la narrativa deja vibrando como una cuerda tensa.

A pesar de sus problemas, las actuaciones elevan el material, sobre todo gracias a Cynthia Erivo. En una entrevista con el New York Times, la actriz declaró que no quería que su interpretación girara en torno a "lo verde", sino a la humanidad de Elphaba. “Quiero que la gente vea su vida interior”, dijo Erivo, quien también reconoció el peso histórico de su papel como mujer negra en un rol tradicionalmente blanco.

Esta postura, más íntima y comprometida, choca con las decisiones de dirección, que parecen más preocupadas por las formas que por el fondo (más preocupadas en editar las coreografías para Tiktok que en mostrarnos un baile continuo con toda la gracia del movimiento). La propia Erivo y Ariana Grande admitieron que desconocían que la película sería dividida en dos partes al momento de la audición. 

De la novela al musical, del musical al cine

El origen de Wicked se remonta a Wicked: Memorias de una bruja mala (1995), la novela de Gregory Maguire que reescribió la historia de Oz desde una perspectiva política y social. Elphaba, que en el relato original de Lyman Frank Baum era simplemente la malvada Bruja del Oeste, adquiere aquí una profundidad inesperada: es la voz de quienes son sistemáticamente silenciados. 

El musical de Stephen Schwartz y Winnie Holzman llevó esta historia a Broadway en 2003, convirtiéndose rápidamente en un fenómeno cultural. Canciones emblemáticas como Defying Gravity y For Good se convirtieron en himnos de liberación y amistad, siendo interpretadas y homenajeadas en diversas producciones, como Glee, donde la serie popularizó aún más estos temas entre nuevas generaciones.

La película de Chu intenta sostener ese legado, pero termina atrapada entre la pompa y la circunstancia. Es un High School Musical en contexto de medioevo fascista, que pierde la oportunidad de sumergirnos en un Oz tan cruel como fantástico.

A fin de cuentas, Wicked nos deja con la sensación de haber visto un bosquejo de lo que podría haber sido una gran adaptación. Sus aciertos, que los tiene, se ven eclipsados por decisiones creativas que deslucen una historia más que necesaria por su simbología antifascista en los tiempos que corren. La segunda parte tendrá la difícil tarea de remontar vuelo y, quizás, devolverle a Oz el color que no logró mostrar.