“¡Sacala que me cago, sacala que me cago!, clamaba el muchachito mientras Ezequiel lo penetraba, en pelo y en cuatro patas, que es como a él le gustaba” … es el potente inicio de “La voluntad de los cuerpos” (Lengua Suelta Ediciones), la última novela de José María Gómez.

En la ficción utópica del autor, Ezequiel es el líder de una organización de varones cuyo objetivo es introducir a toda una generación en las delicias del sexo anal. Para ello cuenta con una casa ubicada en los suburbios de la ciudad y con un ejército concupiscente de hermosos muchachos dotados en cuerpo y alma: Ramón, un huérfano bonachón increíblemente provisto entre las piernas; Fermín, un mediocampista pijudo y sentimental enamorado de Miguel, el rubio arquero de su equipo de fútbol; Estanislao, un cuarentón proveniente de la clase obrera de pantalones de bulto tibio y no menos abultados; Pedro, un hombre alto y delgado de ojos azules que tiene el don de la versatilidad en la cama … 

Junto a tantos otros, estos hombres iluminados emprenden la tarea política de penetrar y de esa forma redimir a las masculinidades hegemónicas. Quizás el hecho de que merced a esas cópulas anales, todxs los cuerpos -sea de varones, mujeres o trans- devengan penetrables y eventualmente femeninos de a luz a una nueva era democrática sexual y sea el punto de partida necesario, para una justicia aún mayor.

Embebido de las ideas de Paul Preciado, Gómez parece expresar que, si el capitalismo precisó del cercamiento de las tierras para instaurar la propiedad privada y del cercamiento del ano como zona erógena para fabricar a los verdaderos hombres (“cierra el ano y serás propietario: tendrás mujer, hijos, objeto, tendrás Patria”); colectivizar el ano, volver biopuerto al agujero rosado que se ubica en el centro de las nalgas pueda emprender la utopía social contraria.

El hecho de que la novela tome la forma de un informe derivado de la confesión de un sobreviviente a un funcionario judicial, da cuenta de que aquella gesta erótico- política y cuasi - religiosa fracasó. A su vez, el destino explícito de secuestro-desaparición y muerte de la mayoría de los militantes anales, los asimila a los sueños truncados de los grupos de lucha armada latinoamericanos de los años setenta. 

 Sin embargo, en la ficción de Gómez ya no se trata de aquella izquierda que tradicionalmente se desencontró de y renegó de la homosexualidad al grito de “no somos putos ni faloperos”, sino que, muy por el contrario, hija de los sueños de mayo del ’68 y de Stonewall (“Abraza a tu amor sin dejar el fusil”) reivindica fervientemente a las sexualidades disidentes como condición sine qua non de la revolución.

Volver a Pasolini

La idea de Gómez no puede ser más pasoliniana. En efecto, en “Teorema” (1968), el genial poeta, novelista y cineasta Pier Paolo Pasolini, describe a un bello joven que se introduce en el seno del hogar de una familia burguesa. Instalado como huésped, el ángel (o demonio) seduce y termina penetrando sexualmente a todos los miembros del clan: al padre, a la madre, al hermano y a la criada. Hacia el final de la obra, todxs terminan transformados por las acciones sexuales del huésped, pero particularmente el padre enloquece y dona la fábrica a los obreros. De esa manera, el sexo anal se convierte en lenguaje del amor que subvierte al poder patriarcal y metáfora de la revolución social que pulveriza a la clase dominante.

Gómez evoca los dorados tiempos de la generación beat (el escritor Allen Grinberg que frecuentemente supo ensalzar las virtudes sexuales del ano en sus poemas es citado literalmente) y los proyectos de nuestros años sesenta que unían rebelión social con rebelión sexual. Aquellos sueños que terminaron escritos con sangre en las paredes de las calles -en un arco que va desde París hasta Córdoba, pasando por Praga, Chicago o Tlatelolco - y se expresaban en grafitis tales como “Cuánto más ganas tengo de hacer la revolución, más ganas tengo de hacer el amor” o “Abran el cerebro tan a menudo como la bragueta”.

Hoy que, plasmado en personajes tales como Trump, Bolsonaro o Milei, la rebeldía como el sexo parecen haberse vuelto de ultraderecha y en que, situado en una larga tradición machista recalcitrante, el ano lejos de su potencial función erógena se reduce a su función excretora. En tiempos en que el culo, el sexo y la fisura anales aparecen como el lugar recurrente y obsesivo del oprobio y del insulto en el discurso presidencial argento (desde “Nadie le toca el culo a Caputo”, pasando por “Mandriles, ensobrados, les cerramos el orto”, la brutal “El Estado es el pedófilo en el jardín de infantes con los nenes encadenados y bañados en vaselina” hasta la más reciente “No necesitamos un burócrata metiendo el dedo a ningún lado, porque ya saben donde termina el dedo y, más que el dedo, termina siendo el brazo lo que meten. Si tuvieran un negocio de vaselina, estaría más felices festejando”), la novela de Gómez adquiere particular vigencia y actualidad y se erige en notable texto de subversión.

En definitiva, Gómez ha legado una novela excepcional con ribetes clásicos que se erige en una nueva versión de “El banquete” de Platón porque la sabiduría se alcanza socráticamente a través del amor a la belleza de los cuerpos; Decamerón argento gay; Biblia de iniciación homosexual; contramanifiesto sexual al texto fundacional literario argentino, “El matadero” de Esteban Echeverría; saga placentera a "El niño proletario" de Osvaldo Lamborghini; respuesta radicalizada y verdaderamente libertaria a la mojigatería, los dichos presidenciales y al intento estatal de censura de “Cometierra” de Dolores Reyes… Como el mejor remedio y efectivo antídoto al pánico anal de Milei se podrían recetar fragmentos similares al que sigue:

“El pibe era hermoso y tenía un culito pequeño, lampiño, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón. Igualmente, y en eso era un afortunado, tenía una plasticidad envidiable, era capaz de tragarse una pija como la de Ezequiel, sin contar la de Ramón, Estanislao y, en menor medida, Pedro, quien fue el primero que se lo cogió. A todos los amó, estaba en su naturaleza. A mí también me amó, a su manera. Nos acostábamos sobre el pasto de la canchita de fútbol del colegio, observábamos a los muchachotes aguerridos y apostábamos a quien de los dos le romperían el culo primero. Lo decíamos así, a lo bestia, pero para nosotros era un asunto que nos enternecía, nos emocionaba…”