“El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga. Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible”. Guy de Mauspassant.
Metáfora
Dulce sombra caída del cielo que destruye el color enceguecedor del día, trastoca formas mecanizadas y despierta los misterios de un cuerpo más liviano, más joven, alegre y animado. Tiempo de visitas amigables y no tanto, de ruidos que por cotidianos se tornan siniestros. Voces lejanas atenuadas por el olvido. Ideas promisorias y evocaciones desastrosas. Momento de extrañar, temer y amar. Tal vez sea, como señala Borges, un intervalo de sombras que divide los crepúsculos, o la madre de parcas tranquilas que tejen nuestro destino. Antiguo e inagotable vino en el que nos sumergimos diariamente para saber algo más del tenue delirio que nos habita.
Quizás, tan sólo, una hermosa metáfora del deseo.
Acción
La noche atenúa la claridad que posee la potencia unificante del ojo. La mirada pone distancia, recorta, diferencia planos. Es uno de los rostros del dios Apolo, el que hiere, siempre, desde lejos. Cuando cae la noche se abren las puertas a las potencias laberínticas del oído, a una sensibilidad largo tiempo olvidada, donde todo se acera, confunde, mezcla. Lejos de ser oscuridad la noche se pinta con el color de las palabras, su tono es la incertidumbre penumbrosa que susurra al oído los últimos restos del día.
Interrumpe el ruido hechizante de la rutina cotidiana. Rompe con la necesaria y omnipresente instrumentalidad del lenguaje. Nos hace permeables a la verdad de la lengua. Su inutilidad, placer y terror se funden en palabras tan innecesarias como vitales. Revaloriza el ruido del murmullo lenguajero. Hablar es, en la noche, una de las formas de la música. Es del orden de las resonancias, el rezo y las ansias, ancestrales y de reverberaciones venideras.
Silencio
La noche siempre estuvo asociada con una mujer bastante polémica, un poco injusta e implacable. No se le conocen amigos ni amigas y está relacionada, desde siempre, con un profundo, incómodo y eterno silencio. Sólo la noche la espera, le ofrece su mesa, la convida con el mejor de los vinos y le afloja la lengua. La noche conversa con la muerte, la más inmediata, la de todos los días.
El dormir es una experiencia cotidiana y universal y por eso mismo sumamente rara y extraña. Algo con lo que no nos llevamos demasiado bien, por exceso o por defecto. Porque no está en el campo de nuestra voluntad, porque no sabemos bien donde empieza ni donde termina, el dormir es como la antesala del morir. Ahora bien, si dormir es una experiencia un poco inquietante ver dormir a otros lo es mucho más. Qué madre o padre no se ha levantado a posar la mano sobre el pecho quieto de sus hijas o hijos dormidos para comprobar el estado de su respiración. Cuantos habrán golpeado con su codo el bulto que reposa diariamente a su lado para que emita algún sonido, que dé, al menos, una misera señal de vida.
Ruido
La noche nos habla de la muerte, el ronquido también.
¿Por qué roncamos?
Esta es sólo una hipótesis provisoria: Roncamos porque amamos. Sólo ronca un ser que ama. Quien ronca es alguien sumamente preocupado y ocupado por los otros. Tanto que tiene que avisarles permanentemente que está ahí. Sabemos que existen maneras más elaboradas de hacerlo; aún así, el ronquido vale como una de las formas más rudimentarias de decirles a los otros que aún estamos vivos, que no se inquieten demasiado. Escucha mi amor, rrrrjjjjj... Enojate, insultame, empujame, que de esa manera sigo cumpliendo mi trabajo, de seguir haciendo miserables, no sólo tus días, sino también tus noches. Ya que no puedo de otras maneras quiero ver si, al menos así, te quito el sueño.
El problema del ronquido debe ser abordado como la continuación, en la noche y bajo formas insospechadas, de las disputas y aporías del amor cotidiano. La noche está siempre entre los amores y la muerte, los silencios y la palabra, los sueños y el despertar.
Artificio
El ser humano, cuando cree descubrirla la erige, la crea. Es por tanto algo que debe hacerse, puede rechazarse, destruirse, nada tiene de natural. Es profundamente humana. No es un dato empírico de los sentidos, no es oscuridad, ni momento del día. Ella no está ahí, ni afuera, ni adentro. Está en el tiempo, sobre el tiempo, contra el tiempo. En su intempestiva naturaleza artificial el tiempo queda enrarecido, trastocado, descentrado. La noche no tiene orillas, ni principio, ni fin. Se hace y sabe a efímera eternidad.
Cuento
Nunca es una. Las hay mil y una, pero no una. No se la cuenta como los días, de a uno, sino de manera fragmentaria. A veces no se las cuenta y otras se las descuenta. Esta resta es la operación matemática más practicada por los seres humanos. Venturosos aquellos que puedan contar las noches que han, cobardemente, descontado. ¿Quiénes se atreverán a tener en cuenta lo que más valdría no contar?
La noche es cuando se la cuenta. Es un cuento sin final ni principio. Repetido hasta el hartazgo, esperado, tranquilizador, amoroso, aterrador, siempre compartido en un susurro tan íntimo como tenebroso.
He aquí la lógica de la noche: es cuando se la cuenta, sino no es. Cuando se la cuenta cae. Esto es propio de la noche. Ella cae y no nos avisa. No se asoma como el alba, se hace de golpe y en cualquier momento, a pleno sol o durante la penumbra de la mañana.
El poeta Pepe Nuñez nos lo dice bellamente: “La noche viene de noche aseguran entendidos, yo he tenido en plena siesta noches que lo han desmentido”
Saber
La noche nos despierta y nos invita a salir. Toda noche invita a salir, por eso es metáfora de la amistad. Mejor dicho, a salirnos del peso obligatorio de tener que ser uno siempre igual a sí mismo. De portar y responder a una identidad imperturbable. Pedro Saborido señala que “la identidad es una tentación a la que hay que resistirse”.
En este sentido, la noche es una de las formas de esa resistencia. De día el circuito del mercado necesita identificar a cada uno en su lugar, uniformemente, sin demasiados adornos y distinciones. La noche corta con la farsa del yo e impone el reino de la máscara, el disfraz y el sueño. Es decir, de la verdad más recóndita para cada uno. Nos muestra que nosotros los que sabemos, no sabemos lo más importante: “que nosotros somos los más lejanos para nosotros mismos”.
Deseo
No, che!. Porque algunas cosas dan asco, decía Friedrich Nietzsche, y otras sólo sirven para destruirnos, sentencia Sigmund Freud.
Quizás uno de los fines del trabajo psicoanalítico vaya en la dirección de poder decir y decirse: esta es mi No, che.
*Psicoanalista – Docente - Escritor.