Carrie, de Stephen King, dejó al mundo atónito cuan­do irrumpió en 1974. Forjó la carrera de King. Ha vendido millones, ha generado millones, ha inspirado cuatro películas y ha pasado de generación en genera­ción. Fue, y sigue siendo, un fenómeno.

Fue la primera novela que King publicó. La empezó como relato con la intención de sacarlo en una revista para hombres, circunstancia peculiar en sí misma: ¿qué lo indujo a pensar que una primera esce­ na rebosante de sangre menstrual iba a cautivar a una panda de tipos interesados (como el propio King lo expresa) en ver fotos de animadoras que por alguna razón se habían olvidado de ponerse las bragas? Ese no es, por decirlo con delicadeza, el tema más erótico del mundo, y menos para hombres jóvenes. Poco sa­tisfecho con el resultado, King arrugó aquellas escasas hojas y las tiró a la papelera. Pero su mujer, Tabitha –persona intrépida y a todas luces de tempe­ramento curioso– las rescató, las alisó, las leyó y, como es sabido, convenció a King de que siguiera adelante con la historia. Quería saber qué iba a salir de ahí, y ese deseo por parte de los lectores es quizá la mejor motivación que puede tener un escritor.

King continuó. La novela creció hasta convertirse en un libro con muchas voces: la voz de la propia Ca­rrie –atormentada por su madre (una fanática reli­giosa), por sus compañeras de instituto y por toda la localidad de Chamberlain, Maine–, torpe, consumi­da de anhelo, con granos, ignorante y, al final, venga­tivamente telequinética; la voz de la vecina que pre­senció una manifestación violenta de sus poderes telequinéticos cuando Carrie era una niña de corta edad; varios reportajes aparecidos en la revista Esquire y en algunas publicaciones locales sobre los insólitos poderes de Carrie y la destrucción de la ciudad por el fuego y el agua; el Diccionario de Fenómenos Psíquicos de Ogilvie, sobre el tema de la telequinesia, y Telequinesia, Análisis y Consecuencias; la voz de Susan Snell, la única compañera de clase de Carrie que in­tenta reparar los agravios cometidos contra ella; y el texto académico Explosión en las Sombras: Hechos comprobados y conclusiones específicas obtenidas del caso de Carietta White. Asimismo, se suman las voces interiores de otros personajes, tal como las oye Ca­rrie, quien hacia el final de su vida adquiere dotes te­lepáticas y puede escuchar los pensamientos mudos de otras personas, además de proyectar en ellas su propia vida interior. Todas esas muchas voces, juntas, cuentan la aterradora historia.

Portada de la primera edición de bolsillo de la novela
 

MUJERES SUPERPODEROSAS

¿Qué es lo que me ha intrigado de Carrie? Es uno de esos libros que parece sumergirse en el inconscien­te colectivo de su tiempo y su sociedad. En la litera­tura, parecen surgir figuras femeninas con poderes cuasisobrenaturales en momentos en que la lucha por los derechos de la mujer pasa a primer plano. Ella, de H. Rider Haggard, se publicó a finales del siglo XIX, época en que aumentaba la presión en pro de la igual­dad; su heroína, dotada de poderes eléctricos, puede matar literalmente con solo apuntar un dedo y conce­bir un pensamiento, y en la novela se exponen con gran verborrea las zozobras masculinas ante lo que podría ocurrir –en particular a los hombres– si “Ella la que debe ser obedecida”, pusiera la mira en la do­minación del mundo. Naomi Alderman, cuya novela El poder coincidió con la aparición del movimiento #MeToo, fue un paso más allá y dotó a la mayoría de las jóvenes de la capacidad de matar lanzando rayos de energía, como anguilas eléctricas. Carrie fue escri­ta a principios de los años setenta, cuando la segunda ola del movimiento feminista se hallaba en pleno apo­geo. La novela contiene un par de guiños a esta nueva forma de feminismo, y el propio King ha dicho que él era consciente, no sin cierto nerviosismo, de las im­plicaciones de eso para los hombres de su generación. El villano masculino de Carrie, Billy Nolan, es un salto en el tiempo al postureo del macho fanfarrón de cabello engominado de los cincuenta, que se presenta como un elemento anacrónico pero todavía peligroso. La villana, Chris Hargensen, es la arquetípica abeja reina, una cruel cabecilla de los dramas que se desarrollan en instituto, la versión negativa de “la so­roridad es poderosa”.

Una nota al margen sobre los nombres. “Chris” de “Christine”, de “Cristo”, es una ironía evidente: Chris es una antisalvadora. “Carrie White” presenta una combinación interesante. “Carrie”, como King precisa insistentemente, no es la abreviatura de “Ca­rolina”. El nombre de pila de Carrie es “Carietta”, una variante poco común de “Caretta”, derivada a su vez de “caritas” o “caridad”: la benevolencia afectuo­sa y compasiva, la virtud más importante de la tríada cristiana “fe, esperanza y caridad”. Esa clase de cari­dad brilla por su ausencia en la mayoría de los vecinos de Chamberlain. (Sí, existe un Chamberlain real, en Maine, y me pregunto qué pensaron sus habitantes cuando descubrieron, en 1974, que la localidad sería arrasada en 1979, el año en que está ambientada Carrie.) De esa benevolencia caritativa y afectuosa care­ce por completo muy en particular la madre de Ca­rrie, una pretendida cristiana devota que conoce los superpoderes de Carrie, cree que los ha heredado de una abuela escalofriante que hacía levitar los azucare­ros y los atribuye a energías demoníacas y la bruje­ría, por lo que considera que tiene el piadoso deber de asesinar a su propia hija. La misma Carrie se debate entre el amor y el perdón y el odio y la venganza, pero es el odio al pueblo el que anida en ella, la lleva al lí­mite y la transforma en un ángel destructor.

En cuanto a “White” (Blanco), uno podría incli­narse por pensar en “sombrero blanco, sombrero negro”, como en la simbología del “bueno” y el “malo” de las películas del Oeste, o “blanco” en el sentido de inocente cordero pascual envuelto en un paño blan­co; y sí, Carrie es inocente, pero consideremos tam­bién el término “escoria blanca”. Más aún, lean el li­bro de Nancy Isenberg que lleva ese título, Escoria blanca; y para más detalles crudos y descarnados, The Beans of Egypt, Maine, de Carolyn Chute. La clase baja blanca existe en Estados Unidos desde sus co­mienzos, y en Maine, el territorio de Stephen King –territorio que él ha explotado ampliamente a lo lar­go de su trayectoria– abunda esa escoria blanca que se remonta a varias generaciones.

King basó las circunstancias de Carrie en dos chi­cas de esa clase baja que conoció en el colegio, ambas marcadas por la pobreza y la ropa raída, ambas acosa­das, despreciadas y aniquiladas por sus compañeros de clase. En el grupo del pueblo, todos eran perdedo­res dentro de la estructura de clases minuciosamente calibrada de Estados Unidos –los colegios privados y la educación universitaria de postín no estaban a su alcance, a menos que tuvieran mucha mucha suer­te–, pero nadie es tan perdedor como para no agrade­cer la presencia de otro en un peldaño aún más bajo de la escala social para utilizarlo como pantalla en blanco sobre la que proyectar todo aquello que le desagrada de su propia posición. Puestos a elegir en­tre convertir a otro en diana de su desprecio y su re­chazo o ser víctimas de eso mismo, casi todos optan por lo primero. Y eso pasó con King, y eso pasa con Sue Snell, aunque después los dos se arrepienten.

Portada de la nueva edición de Plaza & Janés
 

EL TERROR MÁXIMO

King es un escritor visceral y un maestro de los detalles nimios. Como dijo Marianne Moore, el ideal literario es “jardines imaginarios con sapos de ver­dad”, ¡y vaya si hay sapos en la obra de King! Escribe “terror”, la más literaria de las formas, en especial cuando se trata de lo sobrenatural, un terror que for­zosamente debe inspirarse en historias y libros ya existentes (y toda esa jerigonza semicientífica acerca de la heredabilidad genética de la telequinesia no es más que una maniobra de encubrimiento, como lo son el origen “natural” de los poderes de Ayesha en Ella y el problema con el agua potable por un experi­mento que salió mal en El poder: ahora ya no es posi­ble decir “milagro” o “bruja” y obtener credibilidad al instante). Pero, en King, por debajo del “terror” subyace el verdadero terror: la pobreza y el abando­no, y el hambre y los abusos muy reales que existen hoy en Estados Unidos. “En mi clase había niños con el cuello sucio durante meses, otros con la piel llena de llagas y eccemas, otros con esa piel tan rara, como de manzana seca, que dejan las quemaduras sin trata­miento médico, otros que llegaban al cole con piedras en la bolsa de la comida y el termo lleno de aire”, dice King en Mientras escribo

El terror máximo, para él como para Dickens, es la crueldad humana, y en es­pecial la crueldad contra los niños. Es eso lo que distorsiona la “caridad”, el mejor aspecto de nuestra na­turaleza, el que nos impulsa a cuidar de los demás. Creo que eso forma parte de la atracción generalizada que despierta King. Sí, nos muestra cosas raras, pero en el contexto de lo real. El reloj, el sofá, las pinturas religiosas de las paredes –todos los objetos cotidia­nos que Carrie hace explotar durante su arrebato– se extraen de la realidad. Al igual que el habitual sadis­mo de los estudiantes del instituto.

Como no quería basarme exclusivamente en mis propias impresiones, decidí preguntar a otros Queri­dos Lectores qué opinaban. Mi primer informante fue Matthew Gibson, ahora sesentón pero adolescen­te cuando Carrie salió a la luz. Leyó la novela enton­ces y se enganchó a Stephen King para siempre. (Debo añadir que no era un lector voraz y que le gus­taba disfrazarse de vampiro en Halloween.) ¿Qué le dice a un hombre joven un libro que empieza con una larga y cruenta escena protagonizada por la biología femenina? He aquí su respuesta:

“¿Cuál fue mi primera reacción ante Carrie? Estoy escribiendo esto en el teléfono, así que igual me voy un poco por las ramas, pero creo que te harás una idea de la experiencia completa.

El libro fue una inmersión experta en la vida de Carrie, que en mayor o menor medida nos reflejaba a todos los adolescentes: tensión emocio­nal persistente, deseos propios de instituto, confusión mental, odio, ira, miedo...; pero, con Carrie White, Stephen King nos llevaba luego a toda marcha hasta que la trama descarrilaba entre lla­ mas y sangre... de un modo muy gratificante para aquellos de nosotros que habíamos visto con compasión y horror la vida y las experiencias de Carrie. Con algunas excepciones, al final mueren los que tienen que morir y la pobre chica da rienda suelta a un poder que ninguno de nosotros ha­bía visto venir. ¡Qué divertido!

La trama tocaba todas las fibras sensibles, fuera cual fuese la edad del lector, porque resul­ taba familiar en muchos sentidos, por nosotros mismos o por alguien a quien conocíamos. King nos hacía sentir cómodamente incómodos con lo que parecían ser todas las situaciones que había­mos experimentado en nuestras propias vidas durante los años vulnerables de la adolescencia, pero de pronto había un cambio de rumbo y len­tamente empezaba a crearse un clima de inquie­tud: ‘¡Jo!’, ‘¡Qué crueldad!’, luego ‘Eso ha es­ tado bien’ y después ‘¡¡Qué pasada, joder!!’.

Presenciar, experimentar o provocar el aisla­miento de un alumno porque parecía distinto; o ser ese alumno y tratar de sobrellevarlo. Es inevi­table compadecer a Carrie, sabiendo como sabe­mos que es una adolescente tímida y víctima de acoso; eso me llegó al alma. Por como King des­cribe su lucha emocional y por la empatía con que retrata al personaje, es fácil identificarse con ella: ¿cómo no iba a ser ‘distinta’? Veíamos su deseo de ser aceptada –de ser normal, como los demás–, y en el baile lo conseguía, hasta que todo cambió.

En ese momento supe que aquello acabaría mal. La tensión creciente incluso mientras se su­ ponía que era aceptada –¡qué alivio!– y de pronto... plaf, ¡cae la sangre! Una montaña rusa de marginación, inclusión, matices religiosos en apariencia pequeños que estallan cuando la ma­dre se trastorna totalmente... Todos aplaudimos su muerte.

Una visión aterradora de tantas cosas familiares”.

Margaret Atwood (Foto: Luis Mora)
 

RITOS DE INICIACIÓN

Mi segundo informante fue Craig Stephenson, un amigo también de más de sesenta años, que es psicó­logo junguiano. Me dirigí a Craig porque me intriga­ba el texto académico ficticio de King sobre Carrie White titulado Explosión en las sombras (The Shadow Exploded, en inglés). ¿Debía eso entenderse como The Shadow, Exploded (La sombra, refuta­da) –es decir, vamos a diseccionar y desmitificar “la sombra”–, o era exploded como verbo, y el texto académico relata cómo “la sombra” literalmente ex­plotó y lo pringó todo? ¿Y de quién era esa sombra, dado que toda sombra es proyectada por alguien o algo? ¿Y qué clase de sombra era? ¿Era “la Sombra” del antiguo programa de radio –que casi sin duda King conocía–, aquella que acostumbraba a decir: “¿Quién sabe qué formas de maldad acechan en los corazones de los hombres? La Sombra lo sabe, ¡ja, ja, ja!”? Esa Sombra tiene telepatía, como Carrie, y sin duda conoce las formas de maldad que infestan los corazones de los hombres. ¿O es una Sombra en el sentido junguiano: esas mismas formas de maldad in­ terior proyectadas en un chivo expiatorio? Carrie también a ese respecto reuniría las condiciones, y la Sombra es la maldad interior colectiva de sus enemi­gos y, de hecho, de la propia localidad de Chamber­lain, Maine. Esto es lo que Craig dijo:

“Hace mucho tiempo que leí Carrie, así que perdóname por proyectar todo tipo de distorsio­nes sobre la historia.

Sí, si Marie­Louise von Franz interpretara la novela como un cuento de los hermanos Grimm, analizaría la constelación inicial de personajes: 1) el maternaje negativo cristiano obsesionado que da a luz/retiene al nuevo elemento/niña, pero le impide entrar en el mundo; 2) la protagonista introvertida que posee poderes secretos (telequi­nesia) que la madre demoniza/rechaza, y que quiere entrar en el mundo; 3) la ausencia de un principio paterno fuerte que pudiera contrarres­tar la retención/represión del maternaje negativo y sacar a la niña/nueva posibilidad de la oscuri­dad guiándola hacia la conciencia (lo más pareci­do será la profesora amable). Luego, Von Franz analizaría la constelación final: más muerte que en el acto V de Hamlet y la joven posibilidad femenina rechazada sumiéndose de nuevo en lo in­consciente, un intento fallido de la psique de producir un cambio en lo colectivo.

¿Señalaría un antropólogo que se trata de una historia sobre la fertilidad y los ritos de iniciación (Arnold van Gennep)? ¿No es la menstruación de Carrie la crisis con la que comienza el libro? Nuevamente, con respecto a tu pregunta sobre la sombra colectiva, en el mundo de la madre negativa cristianizante la menstruación es ‘la maldi­ción’, y la fertilidad no es un poder arquetípico que debe cuidarse, respetarse y expresarse. La madre rechaza el poder de lo femenino tal como lo experimenta en sí misma porque se sintió trai­cionada por el deseo, y también rechaza la posibilidad de que surja un nuevo femenino con poderes telequinéticos (¿has observado que a menudo en el cine se establece un vínculo entre mujeres jóvenes y telequinesia?: recuerda la hija pequeña al final de Stalker de Tarkovsky y a Kristen Stewart en Personal Shopper, la película de fantasmas de Assayas).

No hay, pues, un rito de iniciación que im­pulse a Carrie primero hacia la adolescencia y luego hacia la vida adulta. Los antagonistas son las otras adolescentes que se burlan de ella de forma poco caritativa, que rechazan su inferiori­dad (y de ese modo la suya propia), que la con­vierten en chivo expiatorio, y ahí tienes una capa más de sombra colectiva, sumada a la de la ma­dre. En este caso, las antagonistas representan la tendencia ‘diabólica’ de lo consciente colectivo: apartan a Carrie de sí, rechazan lo que ella aporta y crean un abismo imposible entre ‘nosotras’ y ‘ella’. El baile que ellas idean se convierte en una parodia demoníaca de un rito de la fertilidad y una boda grotesca en la que Carrie es marginada, bautizada no con la sangre del Cordero sino con la de un cerdo.

Por tanto, sí, coincido: cuando le cae encima la sangre, Carrie es poseída por la sombra colec­tiva. A partir de ahí, sus poderes telequinéticos arquetípicos se manifiestan solo de forma des­tructiva en un acto de venganza, matando indis­criminadamente, matando incluso a la profesora que falló en su intento de ayudarla. Y cuando está poseída por la sombra colectiva, no puede trans­formarse, no puede llevar a término el rito de ini­ciación; es arquetípica, es monstruosa (como el monstruo de Shelley) y es una persona mons­truosamente sola/psicótica. Sí, ‘La Sombra ex­plotó’... eso lo resume en una sola imagen”.

Sissy Spacek como Carrie en la película de Brian de Palma
 

LA MALDAD DE LAS CHICAS

Mi tercera informante es Esmé, inglesa, y de una generación mucho más joven: tiene veintidós años.

–Ah, me encantó Carrie –me dijo.

–¿Por qué?

–Por la maldad de las chicas. Eso lo capta muy bien. Lo absolutamente malas que podían llegar a ser en el colegio. –Un silencio–. Yo a veces habría que­ rido tener los poderes de Carrie. No para matarlas exactamente. Solo para...

–¿Desquitarte?

–Sí. Algo así.

Ahí tienen, pues: Carrie, en todo su esplendor sangriento y flameante, con su capacidad de atracción intergeneracional y sus varias capas de significación, desde lo cercano y local hasta lo ampliamente folcló­ rico y arquetípico.

Pero Carrie es, sobre todo, una historia trepidan­te. ¿O debería haber dicho “crepitante”?

(Traducción de Gregorio Vlastelica) 

Stephen King (Foto: Shane Leonard)
 
 

>El origen de Carrie

LOS FANTASMAS DE UN ESCRITOR

Por Stephen King

A finales de otoño o principios de invierno de 1972, se me ocurrió una idea para un relato sobre una chica con poderes telequinéticos. En realidad, la idea me rondaba desde que leí un artículo en la revista Life sobre un caso de actividad poltergeist en la casa de una zona residencial. Por lo visto, la actividad en esa casa, una vez examinada más deteni­damente, no tenía nada que ver con los fantasmas. En la familia había una adolescente atribulada. Cuando estaba en casa, volaban objetos –en particular, obje­tos religiosos– por el aire. Cuando ella no estaba, las cosas permanecían en su sitio. El artículo aventuraba la teoría de que gran parte de la actividad atribuida a fantasmas la causan en realidad niños, y que, al pare­cer, las chicas próximas a la pubertad eran especial­mente propensas a esa clase de talento; la idea era, en principio, que se acumulaba dentro de ellas una gran fuerza, accesible solo en esa etapa de la vida.

Pensé que de ahí saldría un buen relato, y empecé a escribirlo. Redacté a máquina el primer borrador a un solo espacio y casi sin márgenes, como siem­pre hacía; el papel costaba dinero, y no podíamos mal­ gastarlo en hojas de más para las primeras versiones. No había terminado aún dos páginas cuando se entrometieron dos fantasmas de mi propia vida; los fantasmas de dos chicas, las dos muertas, que al final, combinadas, se convirtieron en Carrie White. No lla­maré aquí a ninguna de las dos por su verdadero nombre: a una la llamaré Tina White y a la otra, Sandra Irving.

Tina fue a la escuela primaria de Durham conmi­go. Aquel era un bucólico colegio rural de cuatro aulas con unos sesenta alumnos en total. Era regordeta y callada, tan retraída que daban ganas de llorar. En to­das las clases hay un chivo expiatorio, el niño que siem­pre se queda de pie en el juego de la silla, el últi mo de la fila. Esa era Tina. No porque fuese tonta (no lo era), y no porque su familia fuese rara (lo era), sino porque venía al colegio todos los días con la misma ropa. Aún veo aquel conjunto; no tengo ni que cerrar los ojos. La cinta roja en torno al pelo negro (y cierta­mente precioso). La blusa blanca sin mangas, tanto en verano como en invierno, ciñéndose cada vez más al abundante pecho en crecimiento. Y la falda negra, que le caía sin ninguna gracia hasta por debajo de los tobillos.

Un año, después de Navidades, Tina apareció ves­tida de arriba abajo con ropa nueva. Ese otro conjun­to no lo recuerdo, pero sí recuerdo lo feliz que se la veía con esa indumentaria. Creo que incluso es posible que llevara medias de nailon. Y desde luego recuerdo claramente cómo cambió su expresión radiante y espe­ranzada –convirtiéndose primero en sorpresa, luego en ira y por último en alicaída aceptación– cuando las pullas, los insultos y los comentarios sarcásticos llovieron sobre ella. El rechazo de los demás alumnos, en lugar de disminuir, se intensificó. Yo no participé en ese comportamiento, que solo puede describirse como acoso, pero tampoco me opuse. En fin, tenía solo cator­ce años. A esa edad es difícil salir en defensa de algo.

Sandra Irving vivía a poco más de dos kilómetros de la casita donde me crié. No había padre a la vista; solo tenía a su madre y un gran pastor alemán con el absurdo nombre de Cheddar Cheese. La señora Ir­ving me contrató un día para ayudarla a mover unos muebles –yo debía de rondar los dieciséis años–, y me llamó la atención el crucifijo colgado en el salón, encima del sofá. Si tan gigantesco icono se hubiese desprendido mientras ellas dos veían la televisión, la persona en quien hubiera caído habría muerto casi sin duda. Yo ya sabía que eran muy creyentes, con un extraño fervor que excluía a nuestra iglesia metodista vulgar y corriente, pero no tuve una idea clara de su nivel de religiosidad –ni de lo extraña que era– hasta que vi aquel siniestro Cristo que lo domi­naba todo.

Esa religiosidad era uno de los aspectos por los que los demás chicos se mantenían a distancia de Sandy. Otro era su olor: no era un tufo a suciedad, sino a algo raro, algo dulzón y empalagoso como el polvo de una biblioteca. También influía el hecho de que padeciera ataques de epilepsia y vistiera ropa pe­culiarmente anticuada y recatada. Pero, al igual que en el caso de Tina, se percibía también algo más. Algo que proclamaba “¡Rara! ¡Distinta de nosotros! ¡Aléjate!” en una longitud de onda que solo captan los adolescentes. Viene a ser como una emiso­ra de radio pirata del corazón. Yo ya no sintonizo con esa longitud de onda, pero la recuerdo muy bien... como recuerdo la falda negra de Tina y la blusa blan­ca sin mangas despiadadamente amarillenta.

Ninguna de esas dos chicas –por suerte o por des­gracia– poseía el delirante talento de Carrie White. Ninguna acabó la secundaria ni llegó a los treinta años. Tina se suicidó, ahorcándose en el sótano de su casa. Sandy murió durante un ataque de epilepsia en el pequeño apartamento que había alquilado en el pueblo donde todos habíamos ido al instituto.

Esos eran los fantasmas que trataban de interpo­nerse una y otra vez entre lo que estaba escribiendo y yo, que insistían una y otra vez en que las combinara, de algún modo, en un relato que contara lo que po­dría haber ocurrido si realmente existiera algo como la energía telequinética (y por lo que sé, puede que exista). Lo que podría haber ocurrido si el mundo fuera tan justo como implacable con las adolescentes.

Fragmento del prefacio escrito en 1999, incluido en la nueva edición.