Cuando muere una actriz que nos gusta empezamos a vivir sin olvidarla. Desde ese día cada vez que volvemos a verla actuar creemos que está viva, poderes de un tablado y de un Cine Graf propios desde donde recordamos escenas, repetimos frases, copiamos los modos y los vestidos.
Con Marisa también los aros, el movimiento de sus manos con un cigarrillo entre los dedos, los guantes, los labios pintados y el pelo, esa melena tan suya que, como la de Gena Rowlands, nos da deseos de ser cepillo. La muerte no respetó las reglas, la muerte jugó sucio, fueron algunas de las palabras que usó Almodóvar para explicar lo que no se explica: la muerte inesperada de una amiga. Paro cardíaco y madrugada completaron la oración repentina que da miedo escribir mientras “extraordinaria persona” y “actriz súper dotada” porfían -bienvenidas las porfiadas- para que reconstruyamos el amor también repentino que provoca mirarla.
Marisa Paredes hizo teatro, actuó en más de setenta películas y otro número igual o mayor de series y era sin caer en lisonjas de ocasión, símbolo de la cultura española, una gracia poderosa y una voz política. ¿Qué escena miramos primero? ¿Una en la que se ríe en Todo sobre mi madre? ¿O una en la que durante un reportaje dice tocándose la cara: “En Hollywood no soportan las arrugas y yo creo que la arruga es bella”?
Escribir sobre la muerte de Marisa Paredes es una despedida en ronda o mejor en un tren en marcha, (una imagen que le gustaba a ella) en la que los devenires ahora eternos desafían cronologías. Ahí está Marisa elegante y lírica cualquiera sea la circunstancia: actuando con un vestido rojo cuando era una adolescente; dando un discurso durante la decimoséptima edición de los Premios Goya; cantando “Ya ves que venero tu imagen divina, /tu párvula boca, que siendo tan niña./ me enseñó a pecar”; presidiendo la Academia de Cine, recordando los consejos de su mamá: “Marisita, hija, lucha por lo que quieres”; haciendo de novia con tocado y tul en Profundo Carmesí (Arturo Ripstein, 1996) o contando su nacimiento durante la dictadura de Franco y el de su hija: “cuando mi hija nació en 1975 y estaba Franco en la agonía me acuerdo que lloré y dije: bendito sea que mi hija no va a conocer esto”.
Una película era mejor si en reparto aparecía Marisa Paredes, mejor amor sobre las voces narrativas y mejores ambiciones, un equilibro de aciertos.