Dorita fue la primera en dejar de saludarlo. Él solía encontrarla en el ascensor y hasta llegar al quinto, donde ambos tenían su departamento, alguna palabrita, como para sostener una esperanza, cruzaban. Pero un día notó que ella comenzaba a evitar su compañía y empezó a hacer el viaje hacia el quinto en soledad. Y después de Dorita fue el resto de los vecinos los que también lo eludían y hasta el portero que antes derrochaba amabilidad y sonrisas miraba para otro lado cuando lo veía venir. Y por qué pasaba eso, Osvaldo García, hombre de mediana edad, respetuoso de las leyes y la naturaleza, no alcanzaba a explicárselo. Hasta que una tarde vio a varios vecinos reunidos en la vereda señalando hacia la ventana de su dormitorio. Poco tiempo después lo echaron del consorcio y del edificio.

Algunos ponen redes en ventanas y balcones para impedirles el paso y otros hasta cuelgan viejos cedés en la creencia de que eso las ahuyentará al ver su imagen reflejada en la cara brillante del disco y confundirla con un pájaro enemigo, no falta, incluso, quien confía en no sé sabe qué líquido repelente de olor espantoso, pero él no hacía nada de eso, él dejaba a las palomas llegar hasta su ventana con toda libertad. Son una plaga, dice la gente, no hacen más que cagar cabezas perfumadas o ropa blanca recién tendida cuando no autos apenas salidos del lavadero y hasta bonitos rostros que profesan la antigua costumbre de mirar al cielo con la poética intención de desentrañar a qué se parecen las nubes. Pero él las dejaba llegar sin oposición alguna a su ventana. Y sí que la cagaban, cómo no, y sí que él la limpiaba, no todos los días, es cierto, pero cuando lo hacía lo hacía más que bien. Procedía de la siguiente manera: quitaba toda la caca reseca con una espátula de pintor y la amontonaba en un rincón, luego, con la misma espátula y bastante paciencia y pericia la recogía en la palma de su mano, detalle más bien asqueroso pero que a él no lo perturbaba en absoluto, y la guardaba en una bolsita de papel madera para utilizarla como abono del helecho que cultivaba en el balcón y que estaba cada día más verde y frondoso.

Su amor por las palomas se inició aquella vez que estaba encerando el piso cuando, vaya a saber por qué se le ocurrió mirar hacia afuera y la vio venir enfilando directamente hacia su ventana, parecía una paloma común, una paloma gris plomo con un poco de azul brillante en su plumaje. Algo traía en el pico, no esperaba él que fuera un mensaje de amor de Dorita ni una rama de olivo, el amor era, por ese entonces, apenas una esperanza incierta y la paz, en su opinión, no más que un cuentito para tranquilizar ingenuos a la hora de dormir. Y ahí estaba, Frufrú. Detenida en el alfeizar mirándolo con su ojo amarillo. Traía en el pico una pajita reseca y trataba de acomodarla en un ángulo de la ventana, está tratando de construir un nido, pensó. La pajita resbalaba sobre el metal y Frufrú insistía en acomodarla con el pico y una pata, su pata verde, esa patita que hacía que Osvaldo nunca la confundiera con alguna de las amigas que Frufrú pronto empezó a traer a su ventana con mucha frecuencia, pero una brisa que surgió de pronto hizo volar la pajita que cayó desde el quinto piso. Él abrió una de las hojas y se asomó, entonces vio caer la pajita, vio que el aire primero la sostenía, vio que luego, en un soplo, la elevaba, la vio hacer una pirueta y enseguida, como si abriera sus manos, vio que el aire la soltaba y ahí vio cómo retomaba su caída y vio cómo se depositaba en el sombrero de una señora entrada en carnes y en años que pasaba distraída, allá abajo, por la vereda. Y ahí fue la pajita rumbo a quién sabe qué destino. Pensó que ese sombrero hubiera sido un buen nido para la paloma, a quien él todavía no llamaba Frufrú, eso vino después, cuando un día, durmiendo la siesta, la paloma se detuvo una vez más en su ventana y a él se le ocurrió llamarla así porque su arrullo le evocaba el amoroso sonido del frotar de las sedas de ciertas ropas íntimas femeninas.

La dificultad de Frufrú en construir su nido y el sombrero de aquella señora fue lo que le trajo el recuerdo de tía Liboria y sus sombreros. Recordó, en particular, uno de los sombreros de aquella tía, la Liboria, hermana de su mama, bruja y curandera de gran prestigio en la zona.

El sombrero que recordaba era de felpa verde, aludo y profundo, ese sombrero volvió a su memoria, y era como si lo estuviera viendo, un sombrero ideal para nido que además haría juego con la patita verde de Frufrú. Tía Liboria era ya bastante vieja pero vivía aún ¿y si le hacía una visita? A partir de ahí fue que la cosas empeoraron de manera irremediable.

La tía se lo cedió encantada y no sólo el sombrero de felpa verde sino otros cinco de diversos colores y materiales que formaban parte de su colección.

—No, tía, esto es demasiado, con lo que vos querés a tus sombreros.

—Te los doy con gusto, no te preocupes, yo ya no los colecciono. Últimamente sólo me ocupo de mis hormigas, por eso es que ves todos esos montoncitos de azúcar diseminados por ahí. Estoy tan sola ¿viste? No sabés lo compañeras que son mis chiquitas. Además a mí ya me está llegando la hora, ya me lo avisó San Cipriano. No pongas esa cara, querido, vos seguí con tu vida, yo te voy a ayudar aunque no esté.

Pocos días después hubo que ocuparse ¡qué fastidio! de la cremación de los restos mortales de tía Liboria, justo cuando Osvaldo acababa de instalar los sombreros en su ventana a puro taladro y tornillo autoperforante y se disponía a descansar tomándose una cerveza con maníes salados. Pero, en fin, así son las cosas, pensó resignado, primero los deberes funerarios con los finados de la familia.

Y ahí fue como al volver de cumplir con tan penoso deber, Osvaldo, se encontró con toda la comunidad del edificio “León I” mirando hacia arriba, hacia la ventana de su dormitorio, donde se afanaban decenas de palomas en la ímproba tarea de construir sus nidos en los sombreros multicolores de tía Liboria.

Al día siguiente de que en reunión extraordinaria el consorcio lo expulsara por indeseable y mugriento y la inmobiliaria le informara que, por orden del propietario, no se le renovaría el contrato que estaba a punto de expirar, recibió una nota del municipio donde se le comunicaba que, por razones de salubridad pública, debía arbitrar los medios necesarios para desalojar y/o ahuyentar a sus palomas del edificio.

 

Osvaldo recogió sus sombrernidos y se mudó con Frufrú a la casa de altos de tía Liboria que, siendo soltera y sin hijos, le había donado la propiedad ante escribano público. Todo legal. Antes de dejar el departamento, asegurándose de que nadie lo viera, dio un último paseo por el sótano y otros lugares recónditos del edificio. Junto a una pared medianera de revoque descascarado esparció las cenizas de la tía. Ahora las invencibles hormiguitas coloradas están ya invadiendo las cocinas, construyendo intrincadas galerías subterráneas y mordisqueando, implacables, los cimientos del León I.