El cuento por su autor

Un cuento (o el empujón para escribirlo) puede tener diversos orígenes: una idea, un recuerdo, una experiencia propia o ajena, algo que leímos en el diario o escuchamos por ahí. En el caso de "San Pedro", se une la experiencia personal y, digamos, una confesión inesperada.

La experiencia, es algo que puede haber vivido cualquier persona que acostumbre acampar: tener que hacer frente a una tormenta (en este caso eléctrica, acompañada de viento y lluvia torrencial) con una carpa no del todo preparada (enclenque, adquirida en la oferta de un supermercado, más adecuada para que un chico juegue a los indios en el living de su casa que para estar a la intemperie). El cuidador del camping en el que estábamos con mi pareja, frente a la tormenta inminente, me propuso una solución que me resultó descabellada. No es importante si le hicimos caso o no; la cuestión es que esa situación, y la propuesta, me quedaron dando vueltas en la cabeza hasta unos días después, y me dieron ganas de escribirla. Pero el hecho, tal como había sido, no pasaba de la mera anécdota. Faltaba algo, un conflicto. Entonces, vaya a saber por qué, recordé la presentación de un libro a la que había asistido tiempo atrás. En ese encuentro, al momento de la cena, posterior a la presentación propiamente dicha, me encontré sentado junto a la editora, a la que sólo conocía de vista. Habíamos intercambiado algunas palabras acerca del libro, cuando ella, sin que viniera mucho a cuento, me hizo un comentario, una confesión sobre su hija, que me pareció de esas que la gente suele “llevarse a la tumba” o, a lo sumo, largar en el diván de un analista. Ese comentario o confesión, fue lo que recordé entonces y lo que me permitió transformar en un cuento lo que, de otra manera, hubiera sido una simple anécdota.


San Pedro

Una luz circular, a media altura, se bambolea a varios metros de nosotros, se acerca. No lo veo, pero sé que es el tipo de seguridad con su linterna. Somos los únicos en el camping, vacacionamos lejos de las fechas obvias para evitar las miradas de la gente, y ya anoche lo vi hacer la ronda acompañado por un perro grande que parecía cruza con lobo. Esta vez viene solo y dice: parece que se viene brava, ¿por qué no llevan la carpa al quincho? Al tipo la voz le salió agitada. Tiene la linterna en la mano y, aunque no me apunta a la cara, apenas logro distinguir su silueta. Levanto la cabeza. Del cielo no se llega a ver nada, ni nubes ni estrellas. Se viene, repite. ¿Por qué no llevan allá la carpa? Ahí van a estar seguros. Giro para buscar a Marisa. Está al lado de las parrillas, de espaldas a nosotros, acomodando las cosas que compramos en el almacén del pueblo. Después miro la carpa. La lámpara portátil que dejamos adentro, encendida, transparenta un poco y hace brillar la lona verde y violeta. No se percibe ningún movimiento en su interior. Pienso en el trabajo que me llevó levantar la carpa, fijar las varillas, clavar las estacas, acomodar la lona, pienso, sobre todo, en que para desarmar la carpa habría que sacar todo lo que está adentro, en que deberíamos sacarla a ella, con lo que nos costó dormirla. Pareciera que el tipo adivina mi pensamiento porque dice: la lleva así cómo está, no hace falta desarmarla. Si quiere, yo lo ayudo. Allá van a estar seguros. ¿Así sin estacas?, pregunto pensando en el piso de cemento del quincho. Sí, no hay tanto viento. Al tipo, ahora que apunta la linterna para abajo y la luz rebota contra el piso de tierra, le distingo la barba despareja y la gorra que casi le tapa los ojos. La radio que lleva en la cintura empieza a sonar. Después de un pitido musical con reminiscencias navideñas se oye, con fondo de frituras: un individuo en un ciento veintiocho gris, por la veintisiete, cambio. Alguien que responde: ¿cinco individuos? Nuevo pitido navideño y frituras: uno, un individuo. Ciento veintiocho gris, cambio. Copiado, responden. El tipo silencia la radio y, ahora sí, me apunta con la linterna a la cara. Tiro la cabeza para atrás y por un momento pienso en una sala de operaciones, en una camilla, en ella adentro de la carpa, inmóvil, calmada, al fin. Antes de volver para el lado de la garita de seguridad, el tipo repite su recomendación y me dice que le avise si necesito su ayuda. El trueno que hace vibrar hasta el piso, hasta los bancos de cemento, no me sobresalta. Sí lo hace la mano de Marisa en mi hombro. ¿Qué quería?, dice. La luz del farol, al lado de las parrillas, no llega a iluminarle la cara, pero conozco su voz, está preocupada. Dijo que lleváramos la carpa al quincho, que acá no iba a aguantar la tormenta. Marisa mira la lona verde y violeta de la carpa, iluminada desde adentro, me aprieta un brazo. ¿Te parece?, dice. El tipo dijo que se puede llevar así como está. Sacando solo las estacas, supongo, pero sin desarmarla. ¿Y si se despierta?, pregunta Marisa. Respiro hondo, levanto los hombros. Pasa que si no aguanta, va a ser peor, digo. En el momento en que el relámpago ilumina el camping con una luz grisácea, irreal, Marisa está con las manos en la cintura, los brazos en asa, mirando al piso. El trueno, aún más fuerte que el anterior, tampoco parece conmoverla. Hace un tiempo me hubiera acercado a ella, la hubiera agarrado de la cintura o le hubiera pasado un brazo sobre los hombros. Ahora me quedo clavado en donde estoy, como las estacas de la carpa. Suspiro con fuerza. Vamos, vamos a levantar las cosas, digo. Le voy a pedir al tipo que me ayude a llevarla. Marisa no dice nada. Empieza a caminar para el lado de las parrillas y las mesas. Me acerco a la carpa, apoyo la nariz en una de las paredes de lona iluminada. Distingo su silueta ovillada y creo notar un ligero movimiento. Quizá es solo un reflejo, un movimiento involuntario producto del sueño, quizá no. Tanteo alrededor de la carpa hasta dar con el martillo. Con la parte plana empiezo a sacar las estacas. Lo hago lo más rápido que puedo. Una o dos están demasiado duras y apenas logro levantarlas lo suficiente para desenganchar las cuerdas. Cuando termino espío por una de las ventanitas rectangulares que hay en la lona. Ella no está en la misma posición en que la habíamos dejado. Voy para el lado donde está la garita de seguridad, a unos ciento cincuenta metros. Antes de llegar me doy cuenta de que todavía tengo el martillo en la mano. Me lo meto en la cintura, tapado con la remera. El tipo se está sirviendo un mate. ¿Ya está?, dice en cuanto me ve y me pregunto cómo estaba tan seguro de que le íbamos a hacer caso. Sí, respondo. Asiente con la cabeza. No parece satisfecho, sino conforme con que se haga lo que debe hacerse. Levanta el cigarrillo que estaba en el cenicero y se lo pone en los labios. Ahí adentro tampoco veo al perro. Salimos al tiempo que empieza a lloviznar, finito. Se viene brava, dice el tipo entre dientes, sin que le caiga el cigarrillo que le ilumina de rojo la parte derecha de la cara y me hace pensar otra vez en el sanatorio, en el quirófano, en vendas manchadas de amarillo. Llegamos hasta la carpa trotando. Un relámpago lo vuelve todo plateado, hace que las lonas curvadas de la carpa parezcan la cúpula de un observatorio astronómico. Pienso en extraterrestres, y en ella, adentro. ¿La desenganchó?, pregunta el tipo y miro para el lugar desde el que me llegó su voz, porque no se ve absolutamente nada. Sí, sí, digo cuando entiendo que habla de la carpa y las estacas. Agárrela de allá, me dice el tipo indicando uno de los lados. Como no sé dónde señaló, agarro el que tengo más cerca. Ahora, que agarra la carpa del lado contrario, lo distingo un poco más, una sombra un poco más negra que lo que tiene alrededor. ¡Vamos!, dice el tipo y levanta la carpa sobre la que apenas tengo apoyada la mano. Queda inclinada y la luz, adentro, se apaga. ¿La agarró?, dice. Sí, sí, espere, respondo y trato de levantarla de abajo, de los costados del piso. Cómo pesa, dice el tipo y, enseguida, ¿la nena? ¿Con su mujer? Sí, sí, digo y pienso que, por la forma en que estaba acostada cuando miré por la ventanita, ahora debe estar del lado izquierdo, a unos cuarenta centímetros de mi rodilla. El trueno no me dejó escuchar lo que el tipo dijo. ¡Vamos a llevarla!, grita ahora. Empezamos a caminar, con pasos precarios, no coordinados, hacia el quincho. Es debido a esa falta de coordinación, a ese tentar en la oscuridad para un lado y esperar un instante para comprobar, por el tirón de la carpa, si es el lado correcto, que al atravesar un sector de parrillas se produce el golpe contra el borde de uno de los bancos de cemento. Suena como si hubieran golpeado una madera hueca. A pesar de la lluvia insistente, el tipo lo oye y se frena. ¿Qué pasó?, pregunta. No digo nada. ¿Está bien?, insiste. Sí, sí, digo fingiendo dolor. La rodilla, me di la rodilla con un banco. Bueno, dice el tipo después de un momento, ¿quiere parar? No, no, seguimos, digo. Levanto la carpa desde abajo lo más que puedo, para que sobrevuele los bancos que puedan quedar. El sonido del golpe me queda resonando, como un eco, y pienso en la cantidad de veces en que se tropezó y la cabeza le rebotó contra el piso, en las esperas en la sala de guardia donde le cerraban las heridas con La gotita, en las miradas de los chicos y en la de sus padres, que fingían un gesto de consternación o solidaridad para luego mirar, aliviados, a sus hijos que les habían nacido normales. Seguimos caminando, el quincho debe estar a ochenta metros. El tipo tropieza, la carpa oscila y, por un momento, la luz en el interior vuelve a encenderse. Alcanzo a ver su figura, en el lugar que imaginaba, con la cabeza apuntando hacia donde pensaba y, no estoy seguro, pero creo que hay una aureola oscura a su alrededor, en la lona. Ya falta poco, dice el tipo y apura el paso. Nos imagino en un hospital precario, esperando a que se despierte el médico de guardia, un tipo recién recibido, quizá, incluso, un estudiante, que sacará fuerzas, quién sabe de dónde, para aguantarse la sorpresa, la visión de la cabeza descomunal de mi hija, y tratará de hacer memoria sobre lo que decían los libros acerca de cómo se trataban estos casos raros, atípicos. Imagino que en un lugar como este, casi un pueblo, las miradas deben ser más insistentes que en la ciudad. Llegamos al quincho. También hay mesas y bancos de cemento. La carpa entra un poco apretada entre ellos, sin que el piso cuadrado, de lona, pueda extenderse por completo. La apoyo en el cemento lo más despacio que puedo. Ufffffff, Dios, dice el tipo y se agarra la cintura. La luz de los faroles del quincho rebota en la lona violeta. Del interior de la carpa no se ve nada. Gracias, digo. Deje, deje, así está bien, yo la termino de acomodar, agrego y veo que sí, que hay una aureola oscura que parece haber crecido sobre la lona. Bueno, dice el tipo y se queda parado, quizá esperando una propina. Gracias, repito. Tengo que ayudar a mi mujer a traer el resto de las cosas. El tipo suspira o rezonga, se acomoda la gorra, saca otro cigarrillo y va para el lado de la casilla. Cuando lo veo entrar y cerrar la puerta salgo de abajo del quincho y corro bajo la lluvia finita hasta donde está Marisa. Tiene dos bolsas en las manos y una pila de platos apretada contra el pecho. ¿Qué pasa?, dice en cuanto me ve. Los bancos, digo. Había un banco, el tipo era el que guiaba, yo lo seguía y… Tengo la sensación de ver a Marisa por primera vez, de que su cara adelgazada y ojerosa es la de una persona que no conozco, la de una mujer que si me cruzara en la calle me resultaría indiferente. ¿Y qué?, dice ella. Nada, me golpeé la rodilla. Ahora me mira, esa mirada sí la conozco, es cuando no está segura de creer en lo que digo o cuando, resueltamente, no me cree, pero elige llevarme la corriente. ¿Estás bien?, pregunta con voz apagada. Sí, digo, no fue para tanto. Agarro la pila de platos y caminamos a la par, bajo la lluvia, sin apurarnos, para el lado del quincho. Me acuerdo de una noche en la casa de mi tía; yo tendría unos seis años. Estábamos acostados en la cama de mi prima, ella con la cabeza hacia una punta, yo con la cabeza hacia la punta contraria, la forma en la que nos hacía acostar mi tía, seguramente esperando que así no nos tocáramos. Jugábamos a sentarnos, quedábamos uno frente al otro, quizá nos dábamos un beso y, con la fuerza de resortes, nos impulsábamos hacia atrás, aterrizando la cabeza cada uno en su almohada. Una de esas veces, le erré a la almohada y golpeé la cabeza con el borde de madera. Le dije a mi prima que no quería seguir jugando. Al rato sentí la cabeza húmeda. Me toqué y saqué los dedos pegoteados. Me incorporé un poco; en el centro de la almohada, gris en la penumbra, había una aureola oscura. La lluvia se intensifica pero ni Marisa ni yo nos apuramos. Sí lo hacemos cuando, treinta metros antes del quincho, empieza a caer granizo. Nos metemos debajo del techito de una casilla que está al costado de las últimas parrillas. Desde donde estamos, se ve perfectamente la carpa y la aureola oscura sobre la lona violeta. Marisa está mirando hacia ahí, mira la aureola, estoy seguro. De un momento a otro va a preguntar: ¿Qué es eso? Las piedras de hielo, del tamaño de pelotas de golf, rebotan sobre las mesas y los bancos de cemento, acribillan el techo debajo del cual estamos, parecen a punto de derrumbarlo. Marisa apoya las bolsas en el piso y sus brazos siguen tan laxos como cuando llevaban peso. Yo aprieto aún más los platos contra el pecho y veo, desde un costado del quincho, el que da a la parte los vestuarios, acercarse despacio al perro que acompañaba ayer al tipo de seguridad, el que parece un lobo. Las copas de los árboles, donde está, lo protegen del granizo. Olisquea el aire y el suelo, apunta con el hocico alargado al centro del quincho hacia el que comienza a avanzar, quizá atraído por la aureola oscura que parece haber crecido. La luz de los faroles hace brillar el pelaje oscuro de su lomo, crespo al igual que las orejas. Marisa gira apenas la cabeza. Lo ve, sé que lo ve y que sabe que yo también lo veo. Entonces, dejo la pila de platos en el piso. Y busco, alrededor, sin salir de abajo del techito donde rebota el granizo, algo para tirarle al perro. Miro sin saber bien qué levantar, busco un palo, una piedra que no encuentro en el suelo lleno de pedazos de granizo. Cuando sé que no puedo seguir demorando, me levanto la remera y saco el martillo. Apunto con él hacia el perro que ya está adentro del quincho, avanzando hacia la carpa. Llevo el brazo para atrás y, en el momento en que voy a hacer el envión hacia adelante, en que describiré el arco y soltaré el martillo que volará hasta el perro y, aunque no lo golpee, rebotará en las mesas con el ruido suficiente para ahuyentarlo, en ese preciso momento, siento que alguien me retiene el brazo. Es Marisa.