Seguramente recordará usted, lector, la frase del título, atribuida al genial humorista Julius (Groucho) Marx, aunque el Gugl nos dice que la primera versión fue en un diario neozelandés de 1873, mucho antes de que las sopas de ganso y las noches en Casablanca se volvieran íconos del humor, al menos para quien esto escribe.
Lo que podemos decir es que, en la primera mitad del siglo XX –la misma que Discépolo describe en su tango Cambalache–, que alguien dijera que podía tranquilamente cambiar sus principios sin que se le moviera un pelo a Conan era un chiste, algo que se tomaba con humor. De hecho, la frase de Groucho nos hizo reír. Sabemos que él mismo lo estaba diciendo irónicamente. Groucho no era un diputado o senador argentino que, puesto en el Congreso, votase “contra los principios” de quienes lo votaron. Tampoco era un presidente que prometió cortarse un brazo si creaba o aumentaba algún impuesto, pero que si fuera pulpo ya no le quedaría nada que cortarse. Tampoco un/a dirigente incapaz de reconocer su propia desubicación cuando se pelea por algún lugar, cargo o espacio de poder imaginario mientras muchos de sus representados o muchos a los que no representa pero igualmente debería defender sufren un espantoso día a día. Por ejemplo, la burla de ver cómo los medicamentos que necesitan se vuelven, por arte de magia, de “venta libre”, eufemismo que, traducido del neoliberal básico, dice así: “Vos sos libre de comprarlo o no, ellos son libres de aumentar el precio o no, el Estado es libre de facilitártelo o no”.
Groucho no era nada de eso. Como extraordinario humorista de origen más que humilde, sabía empatizar con el necesitado y burlarse amargamente del opresor o del poderoso. Porque quizás de eso se trate también el humor.
Hace tiempo leí Los caballeros, de Aristófanes, dramaturgo ateniense de hace unos 2500 años, mordaz, agudo, que en sus comedias se burla del poder, de lo establecido como “correcto”, de los ricos, del mismísimo Sócrates y su supuesto saber.
Pues bien, en esta comedia, dos caballeros discuten fuertemente en la puerta de Atenas. Cada uno quiere demostrar que es más corrupto que el otro, porque esto le brindaría la posibilidad de ser el próximo gobernante. Sí, Aristófanes nos dijo, hace 2500 años, que quien se mostrase más corrupto iba a ganar el gobierno. ¿Sería más confiable para el Kiklus kókkinos (círculo rojo, en griego)? ¿Más manejable, más predecible?
Tuve el placer de volver a ver hace poco tiempo Scipione, anche detto il Africano (Escipión el Africano), magnífica película de Luigi Magni, de 1971, interpretada por Marcelo Mastroianni (Escipión) y Vittorio Gassman (Catón el Censor). Transcurre en el siglo III (A.C): Escipión era un general romano vencedor de los cartagineses en las guerras púnicas, y por lo tanto lo consideraban “Salvador de Roma” y lo llamaban “el Africano”. Era muy popular, al punto que la República tambalea ante la posibilidad de que un líder popular se asuma como cónsul o emperador. El senador Marco Porcio Catón, en aras de defender el sistema republicano, no duda en acusarlo de corrupción por un dinero faltante, que efectivamente había sido robado, pero no necesariamente por “el Africano”.
Pero eran la ética y la conducta ejemplar de Escipión lo que lo volvían indigerible para la sociedad y la república (por ser un espejo muy poco conveniente para las debilidades del resto), mucho más que la posibilidad de que realmente hubiera robado el dinero.
Hace unos años, el dúo cómico italiano Ficarra (Salvo) y Picone (Valentino) nos brindaron la comedia L'ora legale, aquí llamada Hora de cambio. En un pueblito de Sicilia (actual) reinaba la corrupción. Un joven docente se presenta a las elecciones con la promesa de cambiar el desastre en el que vivían. Las gana y asume aclamado por el pueblo. Pero ni bien comienza a aplicar los reglamentos, se vuelve insoportable para todos.
Groucho, Aristófanes, Luigi Magni, Ficarra-Picone son sólo cuatro ejemplos –sin duda hay más– donde el arte escénico nos muestra cómo, en cierto sentido, no cambió nada desde hace 2500 años. Cómo “lo correcto en serio”, lo ético, se lleva horriblemente mal con lo “políticamente correcto”, más ligado a la hipocresía. Nos dicen con humor que los problemas no nacen de un repollo ni los trae la cigüeña. Cuando no nos podemos explicar "cómo llegamos a esto", ¿no será el momento de preguntarnos qué fue lo que hicimos o lo que no hicimos; qué pasó con nuestros propios límites y prejuicios, qué cosa no vimos o no quisimos escuchar, para no haber podido evitar que esto pasara?
Bueno, lector, estas son mis preguntas. Si no le gustan…, tengo otras.
Sugiero acompañar esta columna con el video de Rudy y Sanz “para el rico lo que es del pueblo”, parodia actualizada de aquel legendario tema de Piero y José Tcherkaski, allá en los 70