—Ese es el nuevo, el de los marcianos.
Había corrido la voz en la soldadesca aburrida y aquella historia nos sacaba de la modorra. Se venía el otoño, habría competencia, horas para rascarse el moho y correr bajo el frío detrás de cualquier cosa: una pelota, el futuro animado, la vida goteando, la voracidad por obtener un premio que nos diera asombro y nos pueda alejar de la familia, las camas protectoras, la amonestación si no demostrábamos esperanzas, o amor a Dios, o cariño por las cosas elementales en las páginas del manual del buen hijo. Quisimos conocerlo. Se presentó muy seriecito y lo cotejamos como baluarte para nuestro equipo. Esmirriado, camisa a cuadros con tiradores. Le lanzamos una pelota para sacarnos la curiosidad. La tomó con la rodilla y la devolvió al pie del lanzador. Aquello nos gustó y fue suficiente. Nos sentamos al cordón de la vereda. Enseguida, sin que mediara invitación, nos preguntó si creíamos en los marcianos. Su tema favorito. El que lo había detectado, Cornaglia creo, propuso que nos invitase a su cueva.
—Antes, la contraseña, —expresó en la puerta del pasillo que nos conducía hacia una puertita roja cariada por el tiempo.
— ¡Son amigos, abuela! —gritó.
Toledo, nos susurró: — Parece un soldado alemán que entra al cuartel.
El pibe nos hizo señas de callarnos y señaló arriba, hacia un cuartito con candado. Extrajo de una cuerda la llave que le colgaba por debajo de la camisa. Por las malas novelas posteriores supimos que aquello era un ático, pero para nosotros, solo un lavadero mal adaptado. Un recio olor a orines gatunos nos recibió.
— Che, ¿no ventilan nunca acá? —preguntó Toledo.
— ¡No se puede, seguro que van a espiarme los marcianos y me hacen sonar!
Nos miramos en la semipenumbra. Una mesa de arquitecto con marcas de haber sido ensuciada por palomas, rollos de papel con mapas; un globo terráqueo señalado con redondelitos rojos; paneles de plástico; fotos grisadas de planetas, diarios donde se señalaba la presencia de platillos.
— Che, ¿este olor es de lo marcianos? —alargué yo que no aguantaba más la acidez. Un michifuz negro me contestó desde un rincón.
—Está bajo los efectos del gas paralizante que arrojan los extraterrestres -respondió. Se movía despaciosamente indicándonos silencio. Toledo se hartó, todos queríamos salir a la luz.
— ¿Este aroma asqueroso es de cuando tus marcianos sacan la pinga y mean en los rincones? —y largó la risotada.
El pibe lo frenó con un topetazo en la panza. Parecía una ardilla revelándose contra un oso gris. Me causó gracia su enjundia; todos le oímos chillar.
— ¡No te metas con ellos! ¡Te van a dejar ciego como al gato! ¡No los nombrés! ¿Entendiste?
El michifuz, efectivamente, tenía vaciados los ojos.
El pararse de manos ante Toledo fue una afrenta. Entrecerré los ojos pensando que lo voltearía de un sopapo. Tuvo un ataque de risa, en cambio.
— Qué pibito bobalicón -farfulló.
Le apuntó con un borrador al gato que pasó zumbando por su lomo y nos invitó con una seña a irnos, bajando él mismo las escaleras. Cuando nos volvimos, el pibe Casas seguía arriba en su torreta con el dedo extendido advirtiéndonos algo. Hablaba tartamudeando y el tono de su voz resultaba odiosa.
“¡Va a venir el Duende!”, gritaba. “¡Va venir el Duende y nos va a matar a todos!”
Salimos a la calle y se armó un partido enseguida. Vinieron días de colegio con escarcha y esa semana anunciaron por Canal 5 que divulgarían el sitio de la fortuna escondida. Era un juego que consistía en que la firma de vinos Vaschetti organizaba una Búsqueda del Tesoro en una calle que sería dada a conocer a través de la tele. El afortunado que obtendría la llave accedía a un sorteo por un auto Siam Di Tella. Podía estar en la caseta de la luz, en un árbol hueco o dentro del nido de un hornero, quién sabe. La gente, sin más que hacer, salía en malón a buscarla. Corrimos; ya había una multitud escarbando toda la cuadra. Pasamos por la puerta de calle del pibe Casas y la encontramos abierta. En el medio del patio, con su gato inerte colgando de la mano, estaba el pibe, meado íntegramente, temblando de miedo, tartamudeando que habían llegado los marcianos desde el Reino del Duende, por eso la gente corría por las veredas. Llegó un tipo -el padre seguramente- quien nos inquirió qué hacíamos allí, quiénes éramos y que nos retiráramos inmediatamente. Era la réplica de su hijo, pero con un vozarrón tremendo y el pelo blanco. Tenía un cuchillo de carnicero en la mano. Metía miedo.
Cuando salíamos disparando el tipo ya estaba arriba, en la puerta del cuartito y señalándonos nos repetía aquello de que habían venido por fin los marcianos y aleluya, alabado sea el dios de todas las criaturas infernales, liberadas en el barrio para que nos arrepintiéramos de todos nuestros pecados, ahora y en la hora de nuestra muerte Amén.
La vieja que vimos por el visillo parecía querer decirnos algo, tenía un trapo atravesado en la cara. Luego, algo o alguien la corrió y se cerró el postigo.
A la semana, un rayo vino a caer en la casa y ardió durante toda una semana. Nosotros, por superstición, esquivábamos esa calle.
Alguno dijo que creyó haber visto a la vieja en la puerta de la iglesia ofreciendo estampitas con el ojo de un gnomo dentro de un triángulo que no era ni más ni menos, qué duda cabe, un plato volador. Del pibe nada más supimos: se comentaba que lo habían llevado al campo otros seres vestidos con uniformes blancos, a vivir en un hospicio donde se veneraba al legítimo campeón de los extraterrestres y que el pibe Casas constituía su mejor ofrenda.
Al padre lo volvimos a ver, cuchilla en mano, tajeando una res en el mercado de la canchita. Hablaba solo, sudando en el frío, maldiciendo la vida.
Del cuello le colgaba una campanita, un plato volador de chapa y una cruz rosada de plástico.