Si no canto lo que siento / Me voy a morir por dentro.
Luis Alberto Spinetta, 1965
Preguntémoslo una vez más, nunca está de más: ¿qué sería de nosotros sin la música? Sí, hay gente que puede vivir sin ella, o considerarla como mucho un buen acompañamiento de fondo, un ruido que entra en la categoría de lo agradable. Está bien, que cada cual viva con sus manías, libertad de expresión.
Pero acá, donde en el momento en que se escriben estas líneas -y en muchos otros momentos- suena música, y aparece el "Solitaire" de Wilco, los dedos se detienen un rato para que toda la atención esté en admirar esa breve gema que puede ser una canción. Y el mundo hoy parece una mierda, y la realidad argentina "libertaria" es una catarata de angustias, y sin embargo todo se alinea y la pura belleza de una melodía y un tipo cantando pone todos los astros en fila. Todo está bien. Todo. Está. Bien. ¿Negación? ¿Aturdimiento? ¿Magia? A quién le importa. Si igual es inexplicable.
Pero hay quienes intentan explicarlo. Aun con la sospecha de la imposibilidad de la tarea. Al frente de Wilco está Jeff Tweedy. Tweedy nació y creció en Belleville, Illinois, un lugar de nombre tan Bradbury que explica algunas cosas de su corpus artístico, esas canciones que huelen a carretera polvorienta y campos interminables. Un remedio para melancólicos. Compositor, guitarrista, cantante, el hombre de 57 años integró en su experiencia pandémica el impulso de escribir dos libros. Distribuidos en la Argentina por Continente en una preciosa edición de la española Contra, Cómo componer una canción y Un mundo en cada canción integran un delicioso compendio de reflexiones surgidas más allá de la imposibilidad. Lo siento, Mr. Zappa, pero sí se puede bailar de arquitectura.
El título Cómo componer una canción, lo escribe el mismo Tweedy, es engañoso. Dado que no existe un manual más allá de las cuestiones formales del pentagrama -que Jeff no sabe leer-, lo que el músico propone es abrazarse a la posibilidad del acto creativo, partir de la cuestión de melodía y armonía, estrofas y estribillos para extender ese proceso y esa predisposición del espíritu a cualquier tarea artística. Sus pequeñas manías y sistemas, su decisión de apagar el ruido externo para entregarse a una tabla rasa de la que siempre puede surgir algo, son la supuesta "guía".
Pero allí ya hay algunos pensamientos que enlazan con su tercer libro -el primero fue la autobiografía Vámonos (para poder volver)-, que lleva el apropiado subtítulo de "La música que me cambió la vida y la vida que cambió mi música". Tweedy recorre cincuenta canciones que significaron algo, que lo modificaron, que lo sedujeron o que lo asquearon (el lapidario par de párrafos que le dedica a Bon Jovi y "Wanted Dead or Alive" es para colgar en la pared). Que le enseñaron cosas que no sabía que estaban allí en sus entrañas, que lo trasladaron a momentos ínfimos pero de efecto duradero en su vida.
Y dice eso que sabemos por puro empirismo: que toda canción que sale al mundo está buscando el alma apasionada que se apropie de ella. Que la recargue de sentido. Que le agregue capas y capas, que incluso la convierta en otra cosa, vehículo de mensajes íntimos que el compositor jamás pretendió o imaginó. Jeff lo hace con elegancia y liviana ironía, mechando pequeñas anécdotas de la vida en la carretera que completan el panorama general en el que él hizo su propio aporte a la Tower of Song de Leonard Cohen. Aunque defina su lugar ahí como "Una pequeña habitación subalquilada en el sótano a medio terminar". Dale Jeff, si vos compusiste "One Wing"...
Para quienes consideran a la música un alimento esencial, Jeff Tweedy pone en palabras lo inexplicable. Eso que nos pasa cuando una canción detiene el universo y nos habla a nosotros y habla de nosotros, y nos permite hablar a través de ella. Se sobrepone a la tarea. "Creo en muy pocas cosas a pies juntillas, y entre ellas está la convicción de que amar una cosa profunda y apasionadamente es la mejor manera de abrirse al mundo" , escribe. "Es un poco ilógico, pero lo he visto con mis propios ojos y lo he sentido con mi corazón. Mi obsesión por la música desde una edad muy temprana pudo contribuir a que me marginara y aislara del mundo en general. Pero creo que, al entregarme a esa pasión y esa prioridad, di con la única manera de saber para qué vive la gente".
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Faith, Hope and Carnage: Fe, Esperanza y Carnicería. El título elegido por Nick Cave y Sean O'Hagan para su libro de conversaciones bien podría aplicarse también a un concierto de Cave y los Bad Seeds. Editado en septiembre de 2022, el volumen condensa más de 40 horas de charla entre el músico australiano y el periodista irlandés. Por supuesto, su primer público es el que atesora los discos de Cave, el que aquí espera una reedición de aquella noche descomunal en el Malvinas Argentinas. Pero, como el libro de Tweedy, va mucho más allá del fandom y lo específicamente musical: también pone en palabras misterios que son humo entre los dedos. Y abarcan a la Humanidad.
De hecho, Cave y O'Hagan no hablan mucho de música. Por supuesto, hay referencias a sus modos de trabajo, los diferentes Bad Seeds y sobre todo su fértil asociación creativa con Warren Ellis. Pero Nick y Sean, que se entienden muy bien, se van por ramas frondosas y pletóricas de frutos. La trágica muerte de su hijo Arthur, de solo 15 años, aparece una y otra vez en las conversaciones. Pero las obsesiones espirituales de Cave, sus indagaciones en el cristianismo, no se dispararon con ese duelo: basta revisar su historial. Como queda claro en el diálogo, la mera conciencia de algo superior, aunque no exista comprobación, lo ayudó a crear, a comprender cómo y por qué una canción puede conectar con almas aparentemente ajenas.
Como Tweedy, Cave entiende a la creación musical no como catarsis o un modo de quitarse de encima los dolores, sino una forma superior de entendimiento, donde no intervienen las palabras; donde la emoción no solo tiene que ver con la lírica o un giro melódico o un instrumento bien colocado, sino con el modo en que resuena y ordena ese revoltijo que llevamos dentro. Dice Cave que escuchar algunas de sus canciones tiempo después le produjo una cierta extrañeza, la sensación de estar escuchando a otro. Hasta ese punto una canción es maleable, no tiene un sentido grabado en piedra, puede ser el reflejo de un ser humano en evolución y por lo tanto extender su influencia a todo quien sepa y quiera abrir su sensibilidad.
Hasta quienes claramente dominan el arte de la canción se dejan sorprender por ella. Y por eso pueden seguir pariendo canciones y álbumes, ser los mismos y ser otros y seguir encontrando la manera de reflejarlo con honestidad.
Leer Fe, Esperanza y Carnicería amplía los sentidos, las facetas y el peso de Wild God, aunque el más reciente disco de Nick Cave & The Bad Seeds no necesite ninguna explicación para ser considerado el mejor de esta temporada. De "Song of the Lake" a "As the Waters Cover the Sea", Wild God propone un viaje de belleza asombrosa, de canciones-catedral con un Cave que canta, susurra, murmura y se desgarra, el corazón en la mano y su verdad en la lengua, que se convierten en nuestro corazón y nuestra lengua aunque nunca hayamos pisado Australia ni sufrido la muerte de un hijo. Canta "Y salté como un conejo y caí de rodillas / Y pedí a mi alrededor 'por favor, tené piedad de mí'", pero cierra invocando "Joy, Joy, Joy", y otra vez la magia, el dolor y la resurrección personal condensados en un par de versos.
Tocado por el espíritu, tocado por la llama, canta Nick Cave en "Conversion". Y nosotros queremos sentirnos así de vivos, y así de vivos estamos cuando entonamos con él. A pesar de todo y con todo. Cantando para no morir por dentro.