“Máquina de daños”. Así la llamó José Hernández haciendo alarde de un sagaz ventriloquismo al asumir la voz del gaucho, lo cual le facultó un cierto distanciamiento cultural, una exterioridad para concebirse otro. Había allí una idea constituida extramuros, en las pampas feraces, de qué era una ciudad, entrevista por Fierro desde los arrabales. Apenas percibida o acaso solo sospechada, la ciudad era un orbe amenazante que suponía la clausura de la experiencia vital del hombre de campo. La libertad ilimitada que ofrece la llanura, con sus peligros y venturas, se volvía impensable ante las primeras estribaciones de lo que por entonces eran unos escuetos caseríos maltrechos desparramados por el territorio.
Pocos años antes de la publicación del poema el gran cacique Juan Calfucurá, tras haber vencido a Mitre con su ejército, avanzó hasta las puertas mismas de Buenos Aires. Sus quince mil lanzas cebadas podrían haber arrasado, como lo hicieran con Tres Arroyos, Azul y Bahía Blanca en varias oportunidades, con el baluarte incólume de lo que se postulaba como la civilización, sin más. Pero la civitas sustentaba una carga imaginaria elocuente: era el lugar donde las alteridades no encontraban modo de tramitarse más que mediante la expulsión o el encierro en la experiencia acotada de las calles, las casas inmóviles, el ordenamiento urbano en ciernes; un lugar sin ganado ni caballos que domeñar. Así fue que, no sin antes incendiar un par de ranchos, los calfucuraches arrastraron consigo algunas cautivas, reses, algún perro, y acaso profanaron alguna iglesia -como en La vuelta del malón de Ángel Della Valle, donde puede verse a los montaraces blandiendo incensarios y cruces doradas junto a la mujer blanca raptada para lo que parece un cautiverio feliz. Pero nada más.
Había una imposibilidad radical de que los indios maloneros ingresaran al orden en damero de la ciudad, que, casi por definición, los volvía imposibles, excluibles. Salvo que se transmutaran en peones sedentarios sujetos al saladero: el precio a pagar era demasiado alto. La cuadrícula urbana era una cárcel que impedía el horizonte a la vez que hablaba una lengua incomprensible y hacía de los prosaicos intercambios mercantiles su razón de ser. En ella no era posible la vida comunitaria de la estepa ordenada por el parentesco y la religiosidad en una estructura sostenida en alianzas de cacicazgos. Ni la caza de animales a cielo abierto en medio de una inmensidad natural de horizontes abismados. Apenas ofrecía un pedacito de cielo capturado entre cuatro paredes que nada podían seducir a aquellos hombres hechos a otras intemperies.
“Máquina de daños”. Christian Ferrer extendió el concepto en su libro El mal de ojo, de 1999, en el que propuso una aporía no por evidente menos indigesta: la ciudad está diseñada sobre el modelo consensuado del campo de concentración. Para Ferrer la ciudad es un campo de concentración no admitido como tal que diseña su disposición del material humano con las mismas leyes de los Lager. Encierro, castigo, control de cuerpos vueltos insumos y almas destinadas a la ceniza tras una vida atrapada en circuitos sin exclusas, naturalizan el habitar constreñido hasta volver invisible el mecanismo. Cuando lanzó esa definición aún no se había consumado del todo el movimiento urbano que derivó en los shoppings, los barrios cerrados, las escuelas privadas, los gimnasios que con máquinas de tortura modulan los cuerpos y demás espacios claustrales para el solaz cautivo de las clases poseedoras. Sin embargo ya era evidente que la ciudad pensada como teatro del mundo, como escenario del drama histórico –con sus plazas irredentas, sus circulaciones indisciplinadas de masas que descalabran el orden estricto y sus fortificaciones industriales que se habían vuelto bastión de las clases trabajadoras- estaba dando paso a la maquinaria semiótica donde el disciplinamiento social se volvía no por virtual menos real.
La telepolítica que congelaba al sujeto social disgregado frente a una pantalla hogareña –último reducto de las libertades encapsuladas- prefiguraba el auge de las llamadas redes sociales en un alarde de sustitución de la vivencia. Las batallas políticas derivaron en pujas ya no discursivas sino de meros signos -emojis, memes, reels- que obturan todo razonamiento al capturar pulsiones libidinales reducidas a su mínima expresión suscitando un consumo pasivo. Y lo hacen no sin convocar la parafernalia de las artes visuales combinadas con voces y cuerpos pasteurizados cuya potencia sígnica refulge en destellos cegadores. Con las redes agoniza la utopía dialogal de Habermas que proponía la vía discursiva para dirimir el drama social en el espacio público. La gestión del conflicto inherente a toda sociedad se vuelve poco plausible con las vidas, ansias y deseos privatizados.
Si los juegos de rol y las batallas electrónicas produjeron el tipo de subjetividad guerrera que hizo de la guerra del Golfo la primera conflagración virtualizada, es decir, desdramatizada en lo que de encuentro existencial de hombres y mujeres que van a morir tiene toda guerra, la actual multiplicidad de espacios virtuales (se lee, se ama, se reza, se trabaja, se consume, se discute, se mata el tiempo a través de dispositivos portátiles) obturan la vida en su raíz fundamental, insustituible. Es decir: hay una pérdida en abismo de la experiencia; solo habitamos su recuerdo representado que esfuma el pasado al ponerlo en fuga permanente. Habitamos un presente continuo, sin el peso de la historia que confiere sentido a nuestros actos. Toda vivencia se vuelve frustrada, un malestar de difícil consumación, como en una pesadilla kafkiana. Es el mundo de las representaciones que comunican su vértigo derivante a la dinámica de las ciudades que se han vuelto cada vez menos un lugar para convivir al devenir espacios de tránsito mecanizado. La vida social difusa se desplaza en auto, en tren, en subterráneo, en colectivo: el territorio se vuelve abstracto, ajeno. Solo existe como opción allí donde hay un habitar factible que elude el encorsetamiento individual. Es decir: en el afuera de las ciudades -aunque la dialéctica de la ilustración que postula libertades acechadas por oscuros designios hace que la virtualidad capture los espacios más recónditos.
La posibilidad de territorialización colectiva de la experiencia básica de la convivencia se ha desplazado extramuros. Se trata de la zona de exclusión que las clases dominantes imponen como condición de la maximización del capital, donde al ejército industrial –o posindustrial- de reserva se le reserva el espacio sobrante fuera del dominio central. Hay bienestar allí donde la ciudad delimita y excluye la “barbarie” social con sus dispositivos semánticos, sus demarcaciones catastrales y sus aparatos represivos, constriñéndola en lugares porosos, despojados de visibilidad, sujetos a la incuria de la aglomeración humana que intenta sus propias normas en la anomia dominante.
Pero allí, en el conurbano profundo, en las pequeñas ciudades y los campos, incluso en las villas miseria, sucede algo extraordinario. La experiencia de socialización se recrea sobre nuevas bases, aunque lesionadas por la catástrofe económica y ecológica, la fragmentación social y por la construcción del delito. Que, pese a sus efectos disolventes, abundan en formas de solidaridad colectivas que vuelven factible un tipo de socialidad urbana basada en otros principios que los de la ciudad moderna.
Caídas las instancias de la producción, los movimientos sociales han dado con formatos nuevos de gestión comunitaria construyendo demandas a un Estado por lo general solo presente bajo la forma de aparatos represivos o cadena de sumisiones consensuadas. Así y todo los restos resistentes de organización solidaria han sido capaces de intervenir en el debate público que actualiza la dimensión cultural de las clases subalternas con la vocación de recrear espacios propicios para el buen vivir. Porque en aquellos sitios abandonados de la mano del Estado tanto como de las arterias de la producción aún palpita el corazón antiguo de la nación. En sus formas proteicas acarrean un cúmulo de experiencias que renuevan el lazo social y son capaces de articular las viejas demandas por el habitar en formas creativas, no por frágiles menos eficaces. Comedores, clubes de barrio, cooperativas, peñas, forman redes de contención y promoción humana que tejen el sueño de un destino común.
Por el contrario, en el corazón de las ciudades donde las clases dominantes y sus dadores de servicios cifran su sentido, hay una imposibilidad radical de habilitar instancias donde tramitar aquella alteridad. Es el reino del pensamiento único y de la experiencia homogenizada. Redoblada por la industria del espectáculo, habiéndose vuelto espectáculo ella misma, la ciudad se vuelve tramoya, fantasma de sí misma, con sus redes comunicacionales, sus espacios públicos diseñados con formatos estandarizados –el rayo gourmetizador nada deja sin colonizar-, sus lugares históricos devenidos imagen e insumo para la industria del turismo, en suma: una farsa publicitaria.
En este punto, aquella mirada desencantada de los indios o los gauchos del siglo XIX, sujeta a un oscuro desdén por las luces del centro, hoy replicada por los “invasores bárbaros” que hurgan nuestra basura o duermen en los dinteles de nuestros edificios observados por cámaras de vigilancia, no deja de sugerir cierto distanciamiento necesario para captar aunque sea por un instante –el instante de peligro previo a la catástrofe en el cual una verdad refulge, acaso inútilmente- la naturaleza de esa segunda naturaleza que es una ciudad. Si hay una comunidad posible está en la restitución de la experiencia del encuentro colectivo de la cual saldrán remozados los sueños emancipatorios de los que depende la nación. Que solo obrará sobre un cuestionamiento radical del modo como habitamos las ciudades.