Luego de cuatro largos meses de juicios, la justicia francesa condenó con la máxima pena de veinte años de prisión a Dominique Pelicot por las violaciones a su mujer mientras dormía. Las palabras del presidente de la corte, Roger Arata, fueron contundentes y si alguna vez se llegara a filmar una película de este caso, seguramente quedarían en el guión tal cual fueron pronunciadas: "Señor Pelicot, usted es culpable de violaciones agravadas en la persona de Gisèle Pelicot»."

Se habló muchísimo de este caso y de cómo Dominique había logrado llevar a cabo sus actos, de sus cómplices, de su modus operandi. Creo que es muy importante insistir en la otra cuestión también señalada: en lo “normal” de las circunstancias de esta familia. Lo siniestro está en cómo cualquiera que pueda imaginar estar lejos de esa situación puede llegar a ser parte y no saberlo. Todxs podemos estar conviviendo con Mr. Hyde y creer que tratamos con Jeckyll.

El matrimonio Pelicot llevaba cincuenta años como pareja, con algunos altibajos. Ellos se habían casado en 1963 y tenían tres hijos grandes. Gisèle era una mujer jubilada de menos de 70 años, que había sido gerente de una empresa, cuando decidió mudarse con su esposo a un pueblo tranquilo, en las afueras de Avignon, el sur de Francia. El 2 de noviembre del 2020 fue citada a una comisaría por oficiales que necesitaban hablar con ella sobre Dominique, hasta ese entonces, un empresario electricista y fanático de las bicicletas, que había sido su novio desde los 19 años. Gisèle nunca había estado en una dependencia policial, por lo que todo le parecía extraño. Allí, frente a la pregunta de cómo era la relación con su marido y cómo lo describiría, dijo lo que tantas personas podrían declarar: que él era atento, un hombre normal y siempre considerado con ella.

El comisario quiso saber si ellos eran una pareja de swingers, y aparentemente la cara de Gisèlelo dijo todo, la interpelación le resultaba insólita: ¡No, qué horror! No soportaría que me tocara otro hombre. A partir de ese momento, su vida cambió para siempre. Le contaron que su marido había sido denunciado por haber intentado tomarles fotos a tres mujeres debajo de sus faldas en un supermercado. Un guardia del lugar, héroe no nombrado en esta historia, hizo lo que había que hacer: intervenir y llevarlo a la policía para que la justicia resolviera. A partir de esa denuncia, habían revisado su teléfono y se encontraron con fotos y videos que les resultaron muy sospechosos, por lo que se activó una investigación e incautaron también su computadora. Gisèle tuvo que ver imágenes para reconocerse en el material que tenían. En la primera foto que le mostraron, se descubrió a sí misma, durmiendo desnuda con un hombre de piel oscura encima. Después, otras fotos con otros hombres. Eran cientos, en la misma situación: ella inconsciente, siendo abusada por estos hombres en su casa, en la cama que compartía con su marido. Le ofrecieron ver videos, pero ella se negó. El comisario le explicó que su esposo la había estado drogando para después violarla con otros hombres que contactaba a través de las redes para que fueran a su hogar. Esto había sucedido a lo largo de 10 años.

Es imposible no sentir escalofríos al leer esta historia. Cuando escuchamos hablar de violaciones, por lo general se tiende a asociar estos actos con desconocidos, pervertidos, psicópatas, monstruos, que actúan en lugares oscuros o descampados. Estoy casi segura de que, si hiciéramos una encuesta sobre lo que la gente piensa, arrojaría estos resultados. Nada más lejos que lo que ocurrió aquí, donde el principal victimario era la persona más cercana a la víctima, y en segundo lugar, la gente del lugar, vecinos del pueblo o de lugares aledaños. Se logró localizar a 50 participantes, pero se cree que hubo más. Ellos fueron condenados en el juicio, ninguno de los acusados fue absuelto. Son hombres de entre 27 y 74 años. Solo dos de ellos, con penas de tres años de cárcel, fueron dejados en libertad condicional. Eran personas de todas las clases sociales, con oficios y ocupaciones disímiles: un obrero, un camionero, un carpintero, un guardia de cárcel, un empleado de banco, un especialista en temas informáticos, un periodista, un estudiante. No son monstruos, sino hombres ciudadanos con familias, trabajos convencionales. Me niego a creer que todos ellos sean personas comunes sin ninguna patología, fobia o explicación para semejante grado de violencia, pero probablemente sus esposas y amigas los describirían con las mismas palabras que usó Gisèle: atentos, hombres normales y considerados con ellas.

La lista de sospechosos de la investigación es de 83, pero la policía solo pudo identificar a 50. El resto nunca fue encontrado, lo que obviamente despiertala sospecha sobre muchas personas del lugar. Cualquiera podría ser, si nos guiamos por las características de quienes actuaron: no hay un solo perfil de violador. El caso Pelicot nos debe servir como herramienta que derribe estigmas y estereotipos y deje en evidencia que la violencia hacia las mujeres está en todas partes, hasta en la tranquilidad de una casa de jubilados. Nadie escapa a ella. En tiempos en los que se intenta poner en duda las denuncias de mujeres, cada vez hay más evidencia de las cosas que pueden hacer con nosotras. ¿Saben por qué? En la mayoría de los casos, se salen con la suya, no hay consecuencias ni juicios. Por eso es necesario seguir alzando nuestras voces como lo hizo Gisèle. ¿Cambiará en algo su valiente postura? En principio, ya está ocurriendo lo que se propuso: que la vergüenza cambie de bando de la víctima al violador.