Tal como gran parte del planeta, en las próximas horas nuestro país estará celebrando la Nochebuena que antecede a la Navidad. Una festividad cuyo valor simbólico excede todo origen religioso. Esto es: un nacimiento que viene a redimir al mundo. Se trata de una figura que apela a las fuentes más nobles de la convivencia humana. Allí donde se deja a un lado ambiciones, rencores y egoísmos para iniciar algo Nuevo; un acontecimiento para el encuentro con el semejante en el que prime ese milagro denominado Amor.

Sin embargo, las Fiestas de Fin de Año albergan complejas contradicciones. El balance de fin de temporada no siempre se compadece con los deseos de felicidad y buena vida para con el prójimo, en especial si --como es el caso de las familias-- los afectos más primarios se ponen en juego. Es que las rivalidades, el resentimiento, las deudas (reales o fantaseadas) que la infancia engendró suelen emerger enmascaradas tras el pollo que no estaba a punto, la ensalada rusa que ni probé o el vino de cuarta que trajo tu cuñado. De hecho, las Fiestas comienzan con varias semanas de anterioridad a través de las discusiones acerca de “dónde lo vamos a pasar”; “donde esté tu hermano yo no voy”; “ni loca otra vez en lo de tu tío”; y otras delicias similares que no pocos resuelven con un sencillo y oportuno viaje hacia ninguna parte. Desde ya, lo que puja en las Fiestas de Fin de Año está dicho con su sola enunciación, a saber: fin, finitud, nacimiento, muerte. Para ser claros, pocas festividades convocan nuestra condición existencial como estas Fiestas. La presencia del Nacimiento en el árbol de Navidad se hace palpable con los regalitos que nos retrotraen a las vivencias de la infancia, y por consiguiente, al recuerdo de aquello y aquellos que ya no están. Una jornada hacia el pasado que no siempre nos encuentra con el ánimo bien dispuesto. En especial si, a instancias de la lógica del mercado, la existencia se mide por los bienes materiales acumulados.

Lo cierto es que la actual situación política no podría ser más inconveniente para el encuentro de las personas. De hecho, hoy desgobierna una fuerza que --con su delirante encomio a la libertad individual-- reduce lo propiamente comunitario al mero intercambio de bienes y servicios. La dimensión del don, de aquello que se otorga por mera gratuidad, eso que escapa al cálculo de la reciprocidad, está cuestionado de raíz en la ideología de esta Libertad que Avanza a costa de los graves síntomas que la salud mental de nuestra población atestigua. En primer lugar: la ansiedad. Un torbellino de preguntas que derriba salarios, arranca puestos de trabajo, destruye proyectos y todo aquello que la vida psíquica atesora para sustentar cierto equilibrio. La amenaza, cuando no la certeza, de perder lo poco que aún se conserva, martillea en el cotidiano devenir de muchos. De esta manera, el terrorismo del “¿Y si...?” --esa tramposa formulación tras la cual acechan los peores fantasmas--, hoy se traduce en la desesperación que algunos tienen la suerte de poner en palabras, mientras que en muchos otros casos solo habla el cuerpo. O sea: diarreas; inexplicables fiebres; cefaleas; dolor en el pecho; insomnio y un cansancio que no solo el año de trabajo explica. Se trata de una encrucijada de la cual solo se sale con una seria revisión de las pautas de convivencia.

En su texto “Un cuento de Navidad” redactado el 1 de enero de 1896, Freud observa: “Mi opinión es que dentro de la vida sexual tiene que existir una fuente independiente de desprendimiento de displacer”[1], desencuentro estructural que años después Lacan traduce en términos de la No Relación Sexual. Se hace interesante confrontar esta propuesta psicoanalítica con el origen cultural que toda Fiesta supone, hito social que, en tanto tal, siempre alberga un duelo y un pacto. En el primer caso, por lo vivido, por los que se fueron, por aquello que no se logró, etc. Todas instancias que, según la posición del sujeto, pueden alumbrar un nuevo horizonte de lucha y deseo, esos condimentos sin los cuales la existencia se queda sin el fuelle vital que la anima. Es aquí donde ingresa el segundo componente simbólico, a saber: el pacto que toda Fiesta supone con la “divinidad”. Sea que por la misma entendamos a Dios; la contingencia; lo fuera de cálculo; aquello aún por descubrir; o esa “fuente independiente de desprendimiento de displacer” que el Otro, por el solo hecho de ser un otro, supone. Es que, si el deseo se alimenta de la carencia, en la posibilidad de entregarnos a la gratuidad del don que supone la existencia estriba la clave de nuestro bienestar. Sin embargo, hay quienes que, con el perverso argumento según el cual primero hay que sufrir para luego acceder a una plenitud de satisfacción individual, se sirven de esta condición para esmerilar el lazo social que funda la convivencia. Entre la aceptación del don y la trampa de una ilusoria y permanente abundancia estriba buena parte de la opción política que hace del Otro un enemigo o alguien con quien compartir la aventura de la existencia.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

 

Nota:

[1] Sigmund Freud, (1 de enero de 1896) “ Manuscrito K”. Un cuento de Navidad, en Obras Completas, A. E., Tomo I, p. 262.