El debate en torno a la libertad de expresión queda muchas veces restringido a los alcances y limitaciones del ejercicio periodístico y a las condiciones para la práctica profesional de quienes trabajan en el campo de la comunicación.
La libertad de expresión es parte -esencial, pero solo un componente- del derecho a la comunicación entendido como un derecho humano fundamental. Comprenderlo de esta manera, tal como lo establecen los pactos internacionales, permite reconocer como sujeto de derecho a la totalidad de ciudadanas y ciudadanos y no exclusivamente a quienes ejercen profesionalmente la tarea de informar y generar contenidos para el sistema de comunicación.
“Tu voz cuenta” sostiene Amnistía Internacional. Y recuerda que “tienes derecho a decir lo que piensas, a compartir información y a reivindicar un mundo mejor. También tienes derecho a estar o no de acuerdo con quienes ejercen el poder y a expresar tus opiniones al respecto en actos pacíficos de protesta”.
Esta perspectiva genera además responsabilidad para el Estado en tanto y en cuanto garante de derechos. ¿De qué vale afirmar la existencia de un derecho cuando no están dadas las condiciones para ejercerlo?
No se trata entonces apenas de una declamación, sino del desarrollo de políticas públicas que garanticen y promuevan condiciones para el ejercicio efectivo de este derecho. Como bien lo señalaron en estas mismas páginas Diego de Charras y Larisa Kejval al presentar un reciente estudio realizado por la Carrera de Ciencias de Comunicación de la UBA y citando el mismo informe, pasado un año del gobierno de La Libertad Avanza (LLA) ““no nos enfrentamos a un escenario en el que analizamos el nivel de cumplimiento (o incumplimiento) del Estado respecto de sus compromisos como garante del derecho a la información de toda la ciudadanía. Nos encontramos con un aparato estatal orientado a acallar las voces críticas de maneras muy concretas”.
Lo anterior no refiere sola y exclusivamente a censuras explícitas o encubiertas -que las hay de ambos tipos-, sino a la falta de políticas públicas que garanticen el ejercicio efectivo del derecho, Y sobre todo a que, con el pretexto del “déficit cero” y con la metodología de la “motosierra”, se cierran o se le quita todo tipo de funciones y de operatividad a organismos estatales como el ENACOM o la Defensoría del Público, mientras se recortan fondos del FOMECA y se quita la pauta publicitaria oficial afectando sobre todo a los medios más chicos y comunitarios -apenas como ejemplos- cercenando con todo ello la posibilidad de salvaguarda y promoción de derechos. Demás está decir que el derecho a la comunicación también se ve afectado por la falta de inversión y de apoyo del Estado en otros rubros, particularmente en la cultura.
Es relevante no perder de vista que, dada la transversalidad del derecho a la comunicación, su no vigencia o todo tipo de restricción termina afectando la totalidad de los derechos humanos, entendidos como una integralidad. Porque sin comunicación libre y democrática no hay vigencia efectiva de la democracia como sistema.
Es grave que no exista conciencia ciudadana sobre esta cuestión. El tema no está en la agenda y la gran parte de la ciudadanía no advierte el riesgo que se está corriendo.
Pero más alarmante aún es que -de la misma manera que ocurre con otras cuestiones igualmente importantes- la dirigencia política -en este caso de la oposición- omita las denuncias, carezca de reacción de iniciativas para ponerle límite a esta violación de derechos. Siendo, por otra parte, que un número importante de quienes hoy guardan silencio fueron aquellas y aquellos que enarbolaron hace no tanto tiempo la bandera de la libertad de expresión y del derecho a la comunicación y contribuyeron -mal o bien- a la construcción de una mirada y a la institucionalización de organismos y mecanismos que hoy están siendo avasallados.
No sola la libertad de expresión está en riesgo, también el derecho a la comunicación y, con ello, la democracia pierde uno de sus pilares fundamentales.